– Que me agradara o no no dependía de mí. -Se paró a reflexionar un rato-. Lo cierto es que, ahora que lo pienso, el hermano de mi madre era soldado, y me dejaba llevar una especie de cinto de lona que tenía, con una cantimplora. Eso sí que me gustaba. Lo llevaba, llenaba la cantimplora y bebía el agua. Sabía distinta.
– ¿Cómo a qué?
– No sé. El agua de las cantimploras tiene cierto regusto. A cerrado, pero no está mal, esa agua no se parece a ninguna otra.
Ahh.
El 10 de abril, contra todos los pronósticos, el nuevo número del Liberazione estaba listo para ser publicado. Weisz le dedicaba las noches al libro y los días a Reuters, lo cual dejó a Salamone, y finalmente a Elena, gran parte del trabajo de edición. Weisz se vio obligado a contarle a Salamone lo que estaba haciendo, pero Elena sólo sabía que se encontraba «trabajando en otro proyecto», cosa que ella aceptó diciendo: «No es preciso que sepa los pormenores.»
Para el Liberazione del 10 de abril había mucho sobre lo que escribir, y tanto el abogado romano como el historiador del arte de Siena prepararon artículos. Mussolini había enviado un ultimátum al rey Zog de Albania exigiendo, fundamentalmente, que entregara su país a Italia. Se solicitó la intercesión de Gran Bretaña, pero ésta rehusó, y el 7 de abril la Marina italiana bombardeó la costa albanesa y el ejército invadió el país. La invasión violaba el acuerdo angloitaliano firmado un año antes, pero el gobierno de Chamberlain prefirió guardar silencio.
No así el Liberazione.
«Una nueva aventura imperial», dijeron. Más muertos y heridos, más dinero, todo por la demencial competencia de Mussolini con Adolf Hitler, quien, el 19 de marzo, tomó el puerto de Memel enviando una carta certificada al gobierno lituano y a continuación entró en él en un buque de guerra alemán, ante los objetivos de las cámaras de los noticiarios y los destellos de los flashes. «Con todo descaro», como gustaba de decir Hitler con esa jactancia que tanto enfurecía a Mussolini.
Pero, por si no se enfurecía, ya se encargaba el Liberazione de abril de que fuera así. Si los lameculos de palacio le permitían verlo. Y es que no sólo estaba el editorial sobre los agentes alemanes, sino también una viñeta. Eso sí era descaro. Es de noche, y ahí está Mussolini, como siempre, en un balcón. Pero este balcón es el de un dormitorio, la silueta de una cama apenas visible en la oscuridad. El Duce que todos conocemos: la mandíbula prominente, los brazos cruzados, pero tan sólo lleva puesta la chaqueta del pijama -con medallas, naturalmente-, lo cual deja al descubierto unas piernas peludas, huesudas, de dibujo animado, mientras que, tras la cristalera, unos ojos de mujer, muy asustados, escudriñan desde la penumbra, sugiriendo que en la alcoba no todo ha ido como debiera. Una sugerencia que se ve confirmada por el viejo proverbio siciliano que se usa como pie: «Potere è meglio di fottere.» Bonita rima, de las que gustan de decir y son fáciles de recordar: «Mandar es mejor que follar.»
Ya hacía tres semanas que Weisz había vuelto de Berlín, y tenía que llamar a Véronique. Por informal que hubiese sido la aventura, no podía desaparecer sin más. Así que un jueves por la tarde la llamó y le pidió que se reuniera con él, después del trabajo, en un café cercano a la galería. Ella lo supo. De alguna manera lo supo. Y, como buena guerrera parisina, nunca la vio tan guapa ni tan dulce. El cabello suave y sencillo, los ojos poco maquillados, la blusa cayendo con delicadeza sobre sus pechos, con un perfume nuevo, agradable, nada sofisticado, aplicado con generosidad. Tres semanas de ausencia y un encuentro en un café tornaban las palabras prácticamente innecesarias, pero la educación exigía una disculpa.
– He conocido a alguien -explicó él-. Creo que va en serio.
No hubo lágrimas, tan sólo que lo echaría de menos, y él se dio cuenta, en ese preciso instante, de lo mucho que ella le gustaba, de lo bien que se lo habían pasado juntos, en la cama y fuera.
– ¿Alguien a quien conociste en Berlín, Carlo?
– Alguien a quien conocí hace mucho tiempo.
– ¿Una segunda oportunidad? -quiso saber ella.
– Sí.
– Qué extraño, lo de la segunda oportunidad. -«No la esperes en mi caso.»
– Te echaré de menos -aseguró él.
– Qué amable por tu parte.
– Es verdad, no lo digo por decir.
Una sonrisa melancólica, una ceja enarcada.
– ¿Puedo llamarte alguna vez para ver cómo te va?
Véronique apoyó una mano, también suave y cálida, en la suya, como diciéndole lo burro que acababa de ser, se puso en pie y preguntó:
– ¿Mi abrigo?
Weisz la ayudó a ponerse el abrigo, ella dio media vuelta, se soltó el pelo para que cayera adecuadamente por el cuello de la prenda, se puso de puntillas para darle un beso seco en los labios y, las manos en los bolsillos, salió por la puerta. Cuando, más tarde, él se marchó del café, la mujer que había tras la caja registradora también le lanzó una sonrisa melancólica y enarcó una ceja.
Al día siguiente se obligó a enfrentarse a la lista que había sacado de Berlín. Tras salir de la oficina para almorzar, hizo un interminable viaje en metro que lo llevó hasta la Porte de Clignancourt, deambuló por el mercadillo y compró una maleta: de cuna humilde -cartón forrado de piel sintética-, había llevado una vida larga y dura, tenía en el asa una etiqueta de la consigna de la estación de trenes de Odessa.
Una vez hecho eso, anduvo y anduvo, pasando ante puestos de muebles enormes y percheros de ropa vieja, hasta que, finalmente, encontró a un anciano con barba de chivo y una docena de máquinas de escribir. Las probó todas, incluso la Mignon roja portátil, y terminó escogiendo una Remington con teclado francés, «azerty», regateó un tanto, la metió en la maleta, la dejó en el hotel y volvió a la oficina.
Lo del espionaje requería sus horas. Después de pasar la tarde con Ferrara -el transporte de tropas a Etiopía, los recelos de un oficial compañero suyo-, Weisz regresó al Dauphine, sacó el listado de su escondite, bajo el cajón inferior del armario, y se puso a trabajar. Pasar aquello era un tostón, a la vieja cinta apenas le quedaba tinta, y tenía que hacerlo dos veces. Cogió dos sobres, uno para el ministerio de Asuntos Exteriores francés y el otro para la embajada británica, les puso los sellos y se tumbó en la cama. Sabrían lo que había hecho -teclado francés, diéresis escritas a mano, envío urbano-, pero a Weisz le daba un poco igual, llegados a ese punto, lo que hicieran con ello. Lo que sí le preocupaba era mantener la palabra que le había dado al hombre del parque, si aún seguía vivo y, sobre todo, si no era así.
Cuando acabó era muy tarde, pero quería zanjar de una vez por todas aquel asunto, así que quemó la lista, arrojó las cenizas por el retrete y se dispuso a deshacerse de la máquina de escribir. Maleta en mano, bajó las escaleras y salió a la calle. Librarse de una maleta resultó más complicado de lo que pensaba: había gente por todas partes, y lo último que le apetecía era que algún francés saliera corriendo en pos de él, agitando los brazos y gritando: «¡Monsieur!» Al rato dio con un callejón desierto, dejó la maleta junto a una pared y se alejó.
14 de abril, 3:30. Weisz estaba en la esquina de la rue Dauphine que daba al Sena, esperando a Salamone. Y esperando. Y ahora ¿qué? La culpa era de ese maldito Renault viejo y malo. ¿Por qué nadie en su mundo tenía nunca nada nuevo? En sus vidas todo estaba gastado y estropeado, hacía tiempo que ya nada funcionaba. «Que le den por el culo a todo esto -pensó-, me marcharé a América», donde volvería a ser pobre en medio de la riqueza. Lo de siempre para los inmigrantes italianos: la famosa postal a Italia que decía: «No sólo las calles no están asfaltadas con oro, sino que no están asfaltadas, y se supone que hemos de asfaltarlas nosotros.»