Como de costumbre, se preguntó distraídamente quién lo habría dejado allí, pero era difícil saberlo. Algunos policías eran comunistas, quizá uno de ellos, aunque podía ser cualquiera que se opusiera al régimen por el motivo que fuese, idealismo o venganza. Últimamente la gente las mataba callando. En la primera página Albania, viñeta, editorial. No iban descaminados, pensó, si bien tampoco se podía hacer gran cosa. Con el tiempo Mussolini vacilaría, y los otros lobos caerían sobre él. Así funcionaban las cosas, siempre habían funcionado así en esa parte del mundo. Bastaba con esperar, pero mientras uno esperaba no estaba mal tener algo para leer con el ritual matutino.
A las diez y media de esa mañana, acudió a un bar del muelle frecuentado por los estibadores para mantener una charla con un ladrón de poca monta que de vez en cuando le pasaba algún que otro chisme. Entrado en años, el ladrón creía que, cuando al final lo cogieran trepando por una ventana, la ley quizá fuese algo más blanda con él, tal vez le cayera un año en lugar de dos, cosa que bien merecía alguna que otra charla con el poli del barrio.
– Ayer estaba en el mercado de verduras -comenzó, inclinándose sobre la mesa-. En el puesto de los hermanos Cuozzo, ¿lo conoce?
– Sí -aseguró DeFranco-. Lo conozco.
– Siguen a lo suyo.
– Eso creo.
– Porque, bueno, se acuerda de lo que le conté, ¿no?
– Que les vendió un fusil, una carabina, que había robado.
– Sí, señor. No mentía.
– ¿Y?
– Bueno, que siguen allí. Vendiendo verdura.
– Estamos investigando. ¿No irá a decirme ahora cómo hacer mi trabajo?
– ¡Teniente! ¡Jamás! Es sólo que, en fin, me extraña.
– Pues no se extrañe, no es bueno para usted.
El propio DeFranco no estaba seguro de por qué había desdeñado esa información. Si se ponía a ello probablemente diera con el fusil y arrestara a los hermanos Cuozzo, unos hombrecillos avinagrados y pendencieros que trabajaban de sol a sol. Pero no lo había hecho. ¿Por qué no? Porque no estaba seguro de lo que se proponían. Dudaba que pretendieran utilizarlo para saldar alguna disputa latente, dudaba que quisieran revenderlo. Era otra cosa. Tenía entendido que siempre andaban quejándose del gobierno. ¿Serían tan estúpidos como para instigar un levantamiento armado? ¿Podría suceder tal cosa?
Tal vez. Estaba claro que había una oposición feroz. Sólo palabras, por el momento, pero eso podía cambiar. No había más que ver a los del Liberazione, ¿qué era lo que decían? «Resistid. No os rindáis.» Y ésos no eran simples verduleros cabreados, antes de Mussolini eran gente importante, respetable. Abogados, profesores, periodistas. Uno no llegaba a esas profesiones pidiendo un deseo a una estrella. Con el tiempo era posible que se impusieran. Ellos sin duda lo creían. ¿Con armas? Tal vez, dependiendo de cómo marchara el mundo. Si Mussolini cambiaba de bando y los alemanes se presentaban en casa, lo mejor sería contar con un fusil. Así que, por el momento, que los hermanos Cuozzo lo conservaran. «Espera a ver -pensó-. Espera a ver.»
EL PACTO DE ACERO
20 de abril de 1939.
– Il faut en finir.
«Esto tiene que terminar.» Eso dijo el cliente que ocupaba la silla contigua a la de Weisz en la barbería de Perini, en la rue Mabillon. No se refería a la lluvia, sino a la política, una opinión generalizada esa primavera. Weisz lo oyó en Mère no sé qué o Chez no sé cuántos, se lo oyó a madame Rigaud, propietaria del Hotel Dauphine, y a una mujer de aspecto digno que hablaba con su compañero en el café de Weisz. A los parisinos se les había agriado el humor. Las noticias nunca eran buenas, Hitler no se detenía. «Il faut en finir», cierto, aunque la naturaleza de ese final, algo típicamente galo, era críptica: Alguien ha de hacer algo, y estaban hartos de esperar.
– Esto no puede seguir así -apuntó el de la silla de al lado. Perini sostuvo en alto un espejo para que el hombre, volviéndose a izquierda y derecha, pudiera verse por detrás la cabeza-. Sí -aseguró-, me gusta. -Perini le hizo una señal al limpiabotas, que le llevó al hombre el bastón y luego lo ayudó a bajarse trabajosamente del asiento-. La última vez me cogieron -les dijo a los de la barbería-, pero tendremos que pasar por ello otra vez.
Con un susurro compasivo, Perini soltó el batín protector que el cliente llevaba sujeto al cuello, lo retiró con un movimiento preciso, se lo entregó al limpiabotas y, acto seguido, agarró un cepillo y le dio un buen repaso al traje del cliente.
Era el turno de Weisz. Perini reclinó la silla, agarró con destreza una toalla humeante del calentador y envolvió con ella el rostro de Weisz.
– ¿Lo de siempre, signor Weisz?
– Sí. Sólo recortar, no demasiado -puntualizó éste, la voz amortiguada por la toalla.
– ¿Y un buen afeitado?
– Sí, por favor.
Weisz esperaba que el hombre del bastón estuviese equivocado, pero temía que no fuera así. La última guerra había sido un auténtico infierno para los franceses, carnicería tras carnicería hasta que las tropas no pudieron soportarlo más: se registraron sesenta y ocho amotinamientos en las ciento doce divisiones francesas. Intentó relajarse, el calor húmedo abriéndose paso por su piel. Detrás, en alguna parte, Perini canturreaba una ópera, satisfecho con el mundo de su establecimiento, convencido de que nada lo cambiaría.
El día veintiuno recibió una llamada en Reuters.
– Carlo, soy yo, Véronique.
– Conozco tu voz, cariño -repuso Weisz con dulzura.
Le sorprendía que lo llamase. Hacía unos diez días más o menos que lo habían dejado, y suponía que no volvería a saber de ella.
– Tengo que verte -pidió-. Inmediatamente.
¿De qué iba aquello? ¿Lo quería? ¿No podía soportar que la hubiese dejado? ¿Véronique? No, ésa no era la voz del amor perdido, algo la había asustado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él con cautela.
– Por teléfono no, por favor. No me obligues a contártelo.
– ¿Estás en la galería?
– Sí. Perdóname por…
– No pasa nada, no te disculpes, estaré ahí en unos minutos.
Al pasar ante el despacho de Delahanty, éste alzó la cabeza, pero no dijo nada.
Cuando Weisz abrió la puerta de la galería oyó un taconeo en el pulido suelo.
– Carlo -dijo ella.
Dudó: ¿le daba un abrazo? No, un leve beso en cada mejilla, luego un paso atrás. Era una Véronique desconocida: tensa, inquieta y un tanto vacilante. No estaba del todo seguro de que se alegrara de verlo.
A un lado, el fantasma de un Montmartre viejo y pasado con barba cana, y traje y corbata de los años veinte.
– Éste es Valkenda -informó ella, su voz traslucía gran fama y renombre.
En las paredes, una maraña de retratos de una muchacha desamparada y disoluta, casi desnuda, tapada aquí y allá por un chal.
– Claro -replicó Weisz-. Encantado de conocerlo.
Al hacer una reverencia, Valkenda cerró los ojos.
– Vamos al despacho -sugirió Véronique.
Se sentaron en sendas sillas doradas, altas y estrechas.
– ¿Valkenda? -repitió Weisz, sonriendo a medias.
Véronique se encogió de hombros.
– Me los quitan de las manos -aclaró-. Y pagan el alquiler.
– Véronique, ¿qué ha pasado?
– Uf, me alegro de que hayas venido. -La confesión vino seguida de un escalofrío fingido-. Esta mañana vino a verme la Sûreté. -Recalcó la palabra, ni más ni menos-. Un tipejo horrible que se presentó aquí y me interrogó.