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Weisz trabajaba duro. Trabajaba por Delahanty, para demostrarle lo absolutamente crucial que era para la labor de Reuters; trabajaba por Christa, para no acabar conduciendo una furgoneta de reparto cuando ella fuera a París; trabajaba por los giellisti. El diario agonizaba, y perder su empleo era lo último que le faltaba. Y por su propio orgullo, no por dinero, sino por orgullo.

Fue una noche larga. Por la mañana, la reunión en el café y un asunto que, cayó en la cuenta, debía haber previsto.

– Ha llegado a nuestras manos un documento que fue enviado al ministerio de Asuntos Exteriores -anunció Pompon-. Un documento que debería darse a conocer. No de manera directa, sino encubierta, tal vez en un periódico clandestino.

¿Ah, sí?

– Contiene una información de la que se hizo eco el diario Liberazione, un rumor, decía, en su último número, pero aquello era un rumor, y lo que nosotros tenemos ahora es algo concreto. Muy concreto. Naturalmente sabemos que mantiene contacto con esos emigrados y alguien como usted, en su posición, sería una fuente plausible de dicha información.

Tal vez.

– El documento revela la infiltración alemana en el sistema de seguridad italiano, una infiltración a gran escala, por cientos, y darlo a conocer podría fomentar la animadversión hacia Alemania, hacia esa clase de tácticas, que resultan peligrosas para cualquier Estado. El rumor, tal como apareció publicado en el Liberazione, era provocador, pero el auténtico listado es otra cosa, podría causar verdaderos problemas.

¿Comprendía Weisz adónde quería llegar?

Bueno, lo que los franceses llamaban un petit oui, un pequeño.

– Llevo encima una copia del documento, monsieur Weisz, ¿le importaría echarle un vistazo?

Sí, claro.

Pompon abrió su maletín, sacó las páginas, dobladas de forma que entraran en un sobre, y se las entregó a Weisz. No era la lista que él había mecanografiado, sino una copia exacta. Desdobló las páginas y fingió estudiarlas, en un primer momento perplejo, luego interesado, al final fascinado.

Pompon sonrió. A todas luces la pantomima había funcionado.

– Todo un golpe maestro para el Liberazione, ¿no? Publicar la prueba fehaciente.

Él sin duda opinaba lo mismo, pero…

¿Pero?

La situación actual del periódico era incierta. A algunos miembros de la junta de redacción los estaban presionando. Había oído que tal vez el diario no sobreviviera.

¿Presionando?

Empleos perdidos, hostigamiento por parte de agentes fascistas.

Un Pompon silente se lo quedó mirando con fijeza. Las mesas de alrededor estaban ocupadas por parisinos parlanchines que habían ido de compras a las cercanas Galerías Lafayette, huéspedes del hotel guía en mano y una pareja de provincianos recién casados que discutían por dinero. Todo ello envuelto en nubes de humo y perfume. Camareros que pasaban volando. ¿Quién demonios había pedido pastelitos de crema a esa hora de la mañana?

Weisz esperaba, pero Pompon no mordió el anzuelo. O tal vez sí lo hiciera, pero de un modo que Weisz no advirtió. «Agentes fascistas fastidiando a emigrados» no era el tema del día, el tema del día era inducir a una organización de la Resistencia a que hiciera un trabajito por él. O por el ministerio de Asuntos Exteriores, o sólo Dios sabía para quién. De ese otro asunto se ocupaba un departamento distinto, al final del pasillo, un piso más arriba, y no dejarían que metieran sus curiosas narizotas en su cuidado jardín de emigrados. Pompon no, desde luego.

Al cabo, Weisz propuso:

– Hablaré con ellos, con los del Liberazione.

– ¿Quiere quedarse esta copia? Nosotros tenemos más, aunque ha de tener mucho cuidado con ella.

No, prefería dejar el documento en manos de Pompon.

Tal como le había dicho en su momento a Salamone, era una patata caliente.

El taxi recorría a toda velocidad la noche parisina. Una suave noche de mayo, el aire cálido y tentador, media ciudad paseaba por los bulevares. Weisz se sentía perfectamente a gusto en su habitación, pero el encargado nocturno de Reuters lo había mandado, libreta y lápiz en mano, al Hotel Crillon.

– Es el rey Zog -informó por el teléfono del Dauphine-. La comunidad albanesa local lo ha descubierto y se está congregando en la plaza de la Concordia. Ve a echar un vistazo, ¿quieres?

El taxista de Weisz enfiló el Pont Royal, giró en St. Honoré, bajó unos pocos metros por la rue Royale y se detuvo detrás de una hilera de coches que se perdía entre la multitud. Estaban parados, y ahora tocaban el claxon, para que nadie se hiciera el listo. El taxista metió marcha atrás y le hizo señas al coche de atrás para que retrocediera.

– Yo no me quedo aquí -le dijo a Weisz-, esta noche no.

Weisz pagó, apuntó el importe y se bajó.

¿Qué hacía Zog, Ahmed Zogu, antiguo rey de Albania, allí? Expulsado por Mussolini, había ido errante por diversas capitales europeas, la prensa pisándole los talones, y al parecer había ido a parar al Crillon. Pero ¿la comunidad albanesa local? Albania era un montañoso reino perdido de los Balcanes -y eso era estar muy perdido-; independiente desde 1920, había sufrido el acoso, por el norte y por el sur, de Yugoslavia e Italia, hasta que Mussolini había acabado echándole el guante hacía un mes. Sin embargo, por lo que Weisz sabía, en París no existía una comunidad de refugiados políticos albaneses como tal.

En la rue Royale había un gentío, transeúntes curiosos en su mayor parte. Cuando Weisz consiguió abrirse paso y se plantó en la plaza de la Concordia se dio cuenta de que, fueran cuantos fuesen los albaneses que habían logrado llegar a París, estaban todos allí esa noche. Seiscientos o setecientos, calculó, más varios centenares de simpatizantes franceses. No habían ido los comunistas -no había banderas rojas-, lo que había en Albania era un pequeño dictador devorado por un gran dictador, sólo quienes pensaban que no era aceptable que una nación ocupara otra y los que pensaban que, con la buena noche que hacía, ¿por qué no ir dando un paseo hasta el Crillon?

Weisz se dirigió a la fachada del hotel, donde una sábana sujeta a dos postes que se mecían con el vaivén de la multitud decía algo en albanés. Allí además gritaban consignas. Weisz pilló los nombres «Zog» y «Mussolini», nada más. A la entrada del Crillon un montón de porteros y botones formaban una barrera de contención ante la puerta, y mientras Weisz miraba empezaron a aparecer polis, las porras golpeándoles las piernas, dispuestos a entrar en acción. En la fachada del hotel se veían huéspedes asomados, señalando aquí y allá, disfrutando del espectáculo. Luego se abrió una ventana de la última planta, en la habitación se encendió una luz, y un galán de refinado bigote se asomó e hizo el saludo zogista: la mano extendida, con la palma hacia abajo, y luego al corazón. ¡El rey Zog! Por detrás de la cortina alguien alargó una mano, y de pronto el rey lucía una gorra de general, cargada de galones de oro, sobre el batín de Sulka. La multitud prorrumpió en vítores, la reina Geraldine apareció junto al rey, y ambos saludaron con la mano.

Después un idiota -«elementos antizogistas entre la multitud», escribió Weisz- lanzó una botella que se rompió en pedazos delante de un botones, el cual perdió la gorrita al apartarse de un salto. A continuación el rey y la reina se alejaron de la ventana, y la luz se apagó. Al lado de Weisz un gigante barbado hizo bocina con las manos y chilló en francés: «Eso, tú huye, miedica», comentario que arrancó una risita a su menuda amiga y un airado grito en albanés desde algún lugar de la muchedumbre. En la planta superior se abrió otra ventana, y a ella se asomó un oficial con uniforme del ejército.