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La policía comenzó a avanzar esgrimiendo las porras y obligando a la gente a despejar la entrada del hotel. La pelea se inició casi de inmediato. En la aglomeración se formaron violentos corrillos, otros empujaban y se abrían paso a empellones con la intención de quitarse de en medio. «Ah -dijo el gigante con cierta satisfacción-, les chevaux.» Los caballos. Había llegado la caballería; la policía montada, con sus largas porras, bajaba por la rue Gabriel.

– ¿No le cae bien el rey? -le preguntó Weisz al gigante.

Necesitaba alguna cita de alguien, anotar unas frases, conseguir un teléfono, enviar la noticia e irse a cenar.

– No le cae bien nadie -contestó la amiga del gigante.

¿Qué sería?, se preguntó Weisz. ¿Comunista? ¿Fascista? ¿Anarquista?

Pero no llegó a saberlo.

Porque lo siguiente que supo fue que estaba en el suelo. Alguien a sus espaldas le había golpeado en la cabeza con algo, desconocía qué, lo bastante fuerte para derribarlo. No había sido una buena idea estar allí. Se le nubló la vista, un bosque de zapatos se apartó, y unas palabrotas indignadas imprecaron a alguien, al agresor, mientras éste sorteaba el gentío.

– Está sangrando -dijo el gigante.

Weisz se tocó el rostro y vio su mano roja. Tal vez se hubiera cortado con la afilada arista de un adoquín. Acto seguido empezó a palpar el suelo en busca de las gafas.

– Tome -ofreció alguien, un cristal roto, una sola patilla.

Otro metió las manos bajo las axilas de Weisz y lo levantó. Fue el gigante, que apuntó:

– Será mejor que nos larguemos de aquí.

Weisz oyó los caballos, trotando veloces hacia él. Sacó un pañuelo del bolsillo de atrás y se lo aplicó a la cabeza, dio un paso y estuvo a punto de caerse. Reparó en que sólo veía bien con un ojo, con el otro lo percibía todo desenfocado. Se apoyó en una rodilla. «Quizá esté herido», pensó.

La muchedumbre se dispersó a su alrededor, corriendo, perseguida por la policía montada y el balanceo de sus porras. Luego un poli parisino, viejo y duro, apareció a su lado. Weisz se había quedado solo.

– ¿Puede ponerse en pie? -preguntó el poli.

– Creo que sí.

– Porque, si no puede, tendré que meterlo en una ambulancia.

– No, estoy bien. Soy periodista.

– Intente levantarse.

Le temblaban las piernas, pero lo consiguió.

– Quizá un taxi -sugirió.

– Cuando pasan estas cosas nunca andan cerca. ¿Qué le parece un café?

– Sí, buena idea.

– ¿Vio quién lo golpeó?

– No.

– ¿Tiene idea de por qué?

– Ni la más mínima.

El poli meneó la cabeza, veía demasiadas manifestaciones de la naturaleza humana y no le gustaba.

– Tal vez por pura diversión. De todas formas vamos a intentar llegar al café.

Sostuvo a Weisz por un lado y lo condujo despacio hasta la rue de Rivoli, donde un café para turistas se había vaciado nada más comenzar la trifulca. Weisz se desplomó en una silla, y un camarero le llevó un vaso de agua y un paño.

– No puede irse a casa así -comentó.

Weisz invitó a Salamone a cenar la noche siguiente con el objeto de animar a un amigo que tenía problemas. Quedaron en un pequeño restaurante italiano del decimotercer distrito, el segundo mejor de París, el primero propiedad de un conocido partidario de Mussolini, razón por la cual no podían ir.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Salamone cuando llegó Weisz.

Éste había ido a ver a su médico esa misma mañana y ahora lucía un vendaje en el lado izquierdo del rostro, que había acabado con serias contusiones al darse contra el áspero adoquín, y una hinchada marca roja bajo la sien del otro lado. Las gafas nuevas estarían listas en un día o dos.

– Una manifestación callejera la otra noche -repuso-. Alguien me golpeó.

– Ya lo creo. ¿Quién fue?

– No tengo ni idea.

– ¿No hubo enfrentamiento?

– Estaba detrás de mí, huyó y no llegué a verlo.

– ¿Cómo? ¿Que alguien te siguió? ¿Alguien… esto, a quien conozcamos?

– Me pasé la noche entera pensando en ello. Con un pañuelo en la cabeza.

– ¿Y?

– Ninguna otra cosa tiene sentido. La gente no hace eso porque sí.

Salamone soltó una imprecación con más pena que enojo. Sirvió vino tinto de una gran frasca en dos vasos y, a continuación, le pasó a Weisz un bastoncillo de pan.

– Esto tiene que terminar -afirmó, el equivalente italiano de il faut en finir-. Y podría haber sido peor.

– Sí -convino Weisz-. También pensé en eso.

– ¿Qué vamos a hacer, Carlo?

– No lo sé.

Le entregó a Salamone una carta y abrió la suya. Jamón curado, cordero con alcachofas tiernas y patatitas, verduras tempranas (del sur de Francia, supuso) y, para terminar, higos en almíbar.

– Un festín -alabó Salamone.

– Eso pretendía -contestó Weisz-. Para animarnos. -Alzó el vaso-. Salute.

Salamone bebió un segundo sorbo.

– Esto no es Chianti -aseguró-. Quizá sea Barolo.

– Es muy bueno -aprobó Weisz.

Miraron al dueño, que se hallaba junto a la caja registradora y cuya inclinación de cabeza, acompañada de una sonrisa, confirmó lo que había hecho: «Disfrutadlo, muchachos, sé quiénes sois.» A modo de agradecimiento, Weisz y Salamone levantaron sus vasos hacia él.

Weisz llamó al camarero y pidió la opípara cena.

– ¿Te las arreglas? -le preguntó a Salamone.

– Más o menos. Mi mujer está enfadada conmigo, dice que basta de politiqueo. Y detesta la idea de vivir de la caridad.

– ¿Y tus hijas?

– No dicen gran cosa, han crecido y tienen su vida. Tenían veintitantos cuando llegamos aquí, en el treinta y dos, y empiezan a ser más francesas que italianas. -Salamone hizo una pausa y añadió-: Por cierto, nuestro farmacéutico se ha ido. Va a tomarse unos meses libres, según dijo, hasta que las cosas se calmen. Y el ingeniero también. Dejó una nota. Lo lamenta, pero adiós.

– ¿Alguien más?

– De momento no, pero perderemos algunos más antes de que esto termine. Con el tiempo podríamos acabar quedando Elena, que es una luchadora, nuestro benefactor, tú y yo, quizá el abogado, que se lo está pensando, y nuestro amigo de Siena.

– El eterno optimista.

– Sí, no hay muchas cosas que le preocupen. El signor Zerba se lo toma todo con calma.

– ¿Sabes algo del trabajo en la compañía del gas?

– No, pero puede que tenga otra cosa, de otro amigo, en un almacén de Levallois.

– ¡Levallois! Eso está lejos. ¿Llega hasta allí el metro?

– Cerca. Después de la última parada hay que coger un autobús o ir andando.

– ¿Puedes usar el coche?

– Ese trasto… no. No creo. La gasolina es cara, y los neumáticos, en fin, ya sabes.

– Arturo, no puedes trabajar en un almacén, tienes cincuenta y… ¿qué? ¿Tres?

– Seis. Pero sólo se trata de verificar las cajas que entran y salen. Un amigo nuestro está más o menos al frente del sindicato, así que es una buena oferta.

El camarero se acercó con unos platos en los que había unas lonchas de un jamón de color ladrillo.

– Basta -dijo Salamone-. Ha llegado la cena, así que charlaremos de la vida y el amor. Salute, Carlo.