Pero su voz sonó baja y tenía un deje de frustración.
– Quizá en la cafetería de la estación, en la Gare du Nord -propuso el benefactor.
– Buena idea -alabó Weisz-. Sólo está a unos minutos andando.
Pusieron rumbo a la estación y entraron en la abarrotada cafetería. El camarero era servicial, les asignó una mesa para cinco, pero había gente alrededor y muchos miraron cuando el triste grupito se acomodó y pidió café.
– No es un sitio muy tranquilo para hablar -comentó Salamone-. Aunque tampoco creo que haya mucho que decir.
– ¿Estás seguro, Arturo? -preguntó el profesor de Siena-. Es decir, impresiona ver algo así. No creo que fuera un accidente.
– No, no fue un accidente -corroboró Elena.
– Quizá no sea el momento apropiado para tomar decisiones -apuntó el benefactor-. ¿Por qué no esperamos un día o dos a ver?
– Me gustaría mostrarme conforme -contestó Salamone-, pero esto ya se ha prolongado bastante.
– ¿Dónde está todo el mundo? -quiso saber Elena.
– Ése es el problema, Elena -replicó Salamone-. Ayer hablé con el abogado. No renunció, oficialmente, pero cuando llamé por teléfono me dijo que habían entrado a robar en su apartamento. Un lío de narices. Se pasaron toda la noche intentando limpiarlo, lo habían tirado todo por el suelo, había vasos y platos rotos.
– ¿Llamó a la policía? -se interesó el profesor sienés.
– Sí. Dijeron que esas cosas pasan a todas horas. Le pidieron una lista de los objetos robados.
– ¿Y nuestro amigo de Venecia?
– No sé -reconoció Salamone-. Dijo que vendría, pero no se ha presentado, así que ahora sólo quedamos nosotros cinco.
– Con eso basta -aseguró Elena.
– Creo que hemos de posponer el próximo número -afirmó Weisz para evitar que tuviera que decirlo Salamone.
– Y darles lo que quieren -observó Elena.
– La verdad es que no podemos seguir hasta que demos con la manera de contraatacar, y hasta ahora a nadie se le ha ocurrido cómo hacerlo -opinó Salamone-. Suponiendo que algún detective de la Préfecture accediera a encargarse del caso, ¿qué pasaría? ¿Asignaría a veinte hombres para vigilarnos a todos nosotros? ¿Día y noche? ¿Hasta que cogieran a alguien? Eso no va a pasar, y la OVRA lo sabe perfectamente.
– Entonces ¿es el fin? -preguntó el profesor de Siena.
– Es un aplazamiento -corrigió Salamone-. Que tal vez sea una palabra más agradable que «fin». Sugiero que dejemos pasar un mes, que esperemos hasta junio, antes de reunirnos de nuevo. Elena, ¿estás de acuerdo?
Ésta se encogió de hombros para no tener que pronunciar las palabras.
– ¿Sergio?
– Conforme -repuso el benefactor.
– ¿Zerba?
– Yo lo que diga el comité -contestó el profesor de Siena.
– ¿Carlo?
– Esperaremos a junio -fue la respuesta de Weisz.
– Muy bien, por unanimidad.
En un informe destinado a la OVRA que entregó en París al día siguiente, el agente 207 informó puntualmente de la decisión y el voto del comité. Lo cual significaba, para la dirección de la Pubblica Sicurezza en Roma, que la operación aún no estaba concluida. Su objetivo era acabar con el Liberazione -no posponer su publicación- y dar ejemplo, hacer que los otros, comunistas, socialistas, católicos, vieran lo que les ocurría a quienes osaban enfrentarse al fascismo. Además, creían firmemente en el proverbio inglés del siglo XVII, acuñado en la guerra civil, que decía: «El que desenfunda su espada contra el príncipe no puede devolverla a la vaina.» Ateniéndose a tal criterio, decidieron que la operación de París, tal como estaba prevista, con fechas, objetivos y acciones, seguiría en marcha.
El revisor del expreso de las 7:15 París-Génova fue contactado el 14 de mayo. Después de que el tren saliera de la estación de Lyon, los pasajeros dormían o leían o veían pasar por la ventanilla los campos en primavera, y el revisor se dirigió al furgón de equipajes, donde se topó con dos amigos, un camarero del vagón restaurante y un mozo del coche cama, que jugaban mano a mano a la scopa, con un pequeño baúl a modo de mesa. «¿Juegas?», le preguntó el camarero. El revisor dijo que sí y dieron cartas.
Estuvieron jugando un rato, chismorreando y bromeando, hasta que el sonido del tren, el ritmo de la locomotora y de las ruedas aumentaron bruscamente cuando se abrió la puerta del vagón. Alzaron la vista y vieron a un inspector uniformado de la Milizia Ferroviaria, la policía del ferrocarril, llamado Gennaro, un tipo al que conocían desde hacía años.
La policía ferroviaria era la manera que tenía Mussolini de mantener su logro más destacado: que los trenes fueran puntuales. Era el resultado de un enérgico esfuerzo realizado a principios de los años veinte, después de que un tren que se dirigía a Turín llegara con cuatrocientas horas de retraso. Un poco demasiado tarde. Pero de eso hacía mucho, eran los tiempos en que Italia parecía seguir a Rusia en el camino del bolchevismo, y los trenes se detenían durante largos periodos para que los trabajadores del ferrocarril pudieran participar en mítines políticos. Aquellos días habían terminado, pero la Milizia Ferroviaria continuaba en los trenes, ahora para investigar delitos contra el régimen.
– Gennaro, ven a jugar a la scopa -le propuso el camarero, y el inspector arrimó una maleta al baúl.
Repartieron de nuevo y comenzaron otra partida.
– Dime -le espetó Gennaro al revisor-, ¿has visto alguna vez a alguien en este tren con uno de esos periódicos clandestinos?
– ¿Periódicos clandestinos?
– Venga, sabes de sobra a qué me refiero.
– ¿En este tren? ¿Quieres decir a un pasajero leyéndolo?
– No. A alguien que los lleva a Génova. En un fardo, quizá.
– Yo no. ¿Tú has visto algo? -le preguntó al camarero.
– No, nunca.
– ¿Y tú? -le dijo al mozo.
– No, yo tampoco. Claro que si son los comunistas jamás te enterarías, lo harían de alguna forma secreta.
– Cierto -admitió el revisor-. Tal vez debieras buscar a los comunistas.
– ¿Están en este tren?
– ¿En este tren? No, no, para nada. Con esa gente no hay forma de hablar.
– Entonces crees que son los comunistas -insistió Gennaro.
El camarero jugó un tres de copas, el revisor respondió con un seis de oros y el mozo exclamó:
– ¡Ajá!
Gennaro clavó la vista en sus cartas un instante y luego repuso:
– Pero no es un periódico comunista. Eso es lo que me han dicho.
– Entonces ¿de quién es?
– De los GL, dicen que es su diario. -Dejó un seis de copas con cautela.
– ¿Estás seguro de que quieres hacer eso? -se cercioró el camarero.
Gennaro asintió, y el camarero hizo baza con una sota de espadas.
– ¿Quién sabe? -aventuró el revisor-. Para mí esos políticos son todos iguales. Lo único que hacen es discutir, no les gusta esto, no les gusta lo otro. Va Napoli, es lo que yo les digo. -Marchaos a Nápoles, o sea, id a tomar por el culo.
El camarero dio cartas.
– A lo mejor está en el equipaje -conjeturó el camarero-. Podríamos estar jugando encima de esos periódicos.
Gennaro echó un vistazo a su alrededor, a los baúles y maletas que había amontonados.
– Los registran en la frontera -contestó.
– Cierto -aseguró el revisor-. Ése no es tu trabajo. No pueden esperar que tú lo hagas todo.
– La verdad, nos habríamos fijado en un fardo de periódicos atado con una cuerda -comentó el mozo-. Seguro.
– Y nunca lo habéis visto, ¿no? Estáis seguros.
– Hemos visto un montón de cosas en este tren, pero eso nunca.
– ¿Y tú? -le dijo Gennaro al revisor.
– No recuerdo haberlo visto. Una vez vi un cerdo en una caja, ¿os acordáis?