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– Será mejor que vayamos ahí -propuso.

A la de tres echaron a correr y llegaron a los árboles justo cuando una bala silbaba sobre sus cabezas.

El fuego de mortero continuó durante diez minutos. La brigada de Ferrara no respondió. El alcance de sus morteros se limitaba al río y debían reservar los proyectiles que tenían para la noche. Cuando cesó el fuego de los nacionales, el humo se fue desvaneciendo y el silencio regresó a la ladera.

Al cabo de un rato Weisz cayó en la cuenta de que estaba hambriento. Las unidades republicanas apenas tenían comida para ellas, así que los dos corresponsales y el teniente Navarro habían estado viviendo a base de pan duro y un saco de lentejas, que, en palabras del ministro de Economía republicano, eran las «píldoras de la victoria del doctor Negrín». Allí no podían hacer fuego, de modo que Weisz rebuscó en la mochila y sacó su última lata de sardinas, que no habían abierto antes por falta de abridor. Navarro resolvió el problema utilizando una navaja y los tres se pusieron a pinchar las sardinas, que comieron sobre unos pedazos de pan, vertiendo por encima un poco de aceite. Mientras comían, el sonido de un combate en algún lugar del norte -tableteo de ametralladoras y fuego de fusiles- aumentó hasta tener un ritmo constante. Weisz y McGrath decidieron ir a echar un vistazo y después poner rumbo al nordeste, a Castelldans, para enviar sus crónicas.

Encontraron a Ferrara en uno de los nidos de ametralladoras, se despidieron y le desearon buena suerte.

– ¿Adónde irá cuando esto termine? -le preguntó Weisz-. Quizá podamos volver a hablar. -Quería escribir otro artículo sobre Ferrara, un reportaje sobre un voluntario en el exilio, una crónica de la posguerra.

– Si sigo de una pieza, a Francia, a alguna parte. Pero, por favor, no lo cuente.

– No lo haré.

– Mi familia está en Italia. Tal vez en la calle o en el mercado alguien diga algo o haga algún gesto, pero se puede decir que los dejan en paz. En mi caso es distinto, podrían hacer algo si supieran dónde estoy.

– Saben que está aquí -dijo Weisz.

– Bueno, imagino que sí. Al otro lado del río lo saben. Lo único que tienen que hacer es venir aquí a saludarme.

Enarcó una ceja. Pasara lo que pasase, era bueno en lo suyo.

– La signora McGrath enviará su artículo a Chicago.

– Chicago, sí, ya sé, White Socks, Young Bears, estupendo.

– Adiós -se despidió Weisz.

Se estrecharon la mano. Había una mano fuerte enfundada en aquel guante, pensó Weisz.

Alguien del otro lado del río disparó al coche cuando éste avanzaba por la carretera del cerro, y una bala atravesó la puerta trasera y salió por el techo. Weisz podía ver un jirón de cielo por el orificio. Navarro soltó un juramento y pisó a fondo el acelerador: el coche ganó velocidad y, debido a los baches y las irregularidades de la carretera, pegaba fuertes botes y se estampaba contra el firme, aplastando las viejas ballestas y metiendo un ruido espantoso. Weisz se vio obligado a mantener la mandíbula bien cerrada para no romperse un diente. Navarro, por su parte, le pidió a Dios en un susurro que tuviera compasión de los neumáticos y luego, a los pocos minutos, aminoró la velocidad. McGrath, que ocupaba el asiento del copiloto, se volvió e introdujo un dedo en el agujero de bala. Después de calcular la distancia que había entre Weisz y la trayectoria del proyectil, dijo: «¿Carlo? ¿Estás bien?» El fragor del combate que se libraba más adelante cobró intensidad, pero ellos no llegaron a verlo. En el cielo, por el norte, aparecieron dos aviones, Henschels Hs-123 de los alemanes, según Navarro. Dejaron caer bombas sobre las posiciones republicanas en el Segre y a continuación se lanzaron en picado y ametrallaron la ribera este del río.

Navarro salió de la carretera y paró el coche bajo un árbol, toda la protección que pudo encontrar.

– Acabarán con nosotros -afirmó-. No tiene sentido ir, a menos que quieran ver lo que les ha ocurrido a los hombres apostados junto al río.

Weisz y McGrath no tenían necesidad, ya lo habían visto muchas veces.

Así pues, a Castelldans.

Navarro hizo girar el coche, regresó a la carretera y puso rumbo al este, hacia la localidad de Mayals. Durante un rato la calzada permaneció desierta, mientras salvaban una larga pendiente a través de un robledal. Después salieron a una meseta y enfilaron un camino de tierra que pasaba entre pueblos.

El cielo estaba encapotado: unas nubes bajas y grises se cernían sobre un monte pelado por el que serpenteaba la carretera. Se encontraron con una lenta columna que se extendía hasta más allá del horizonte. Un ejército batiéndose en retirada, kilómetros de ejército, interrumpido únicamente por algún que otro carro tirado por mulas que llevaba a los que no podían caminar. Aquí y allá, entre los abatidos soldados, se veían refugiados, algunos con carretas arrastradas por bueyes, cargadas hasta los topes de baúles y colchones, el perro en lo alto, junto a ancianos o mujeres con niños.

Navarro apagó el motor. Weisz y McGrath se bajaron y permanecieron al lado del coche. Con el viento implacable que soplaba de las montañas no se oía nada. McGrath se quitó las gafas y limpió los cristales con el faldón de la camisa, frunciendo el ceño mientras observaba la columna.

– Santo cielo.

– Ya lo has visto antes -apuntó Weisz.

– Ya lo he visto, sí.

Navarro extendió un mapa en el capó.

– Si retrocedemos unos kilómetros -explicó-, podemos rodearla.

– ¿Adonde lleva esta carretera? -quiso saber McGrath.

– A Barcelona -contestó Navarro-. A la costa.

Weisz echó mano de la libreta y el lápiz. «A última hora de la mañana el cielo estaba encapotado, unas nubes bajas y grises se cernían sobre una meseta y una carretera de tierra que serpenteaba por ella, hacia el este, hacia Barcelona.»

Al censor, en Castelldans, no le gustó. Era un oficial, alto y delgado, con rostro de asceta. Se hallaba sentado a una mesa en la trasera de lo que había sido la estafeta de Correos, no muy lejos del equipo de radiotelegrafía y del empleado que lo manejaba.

– ¿Por qué hace esto? -inquirió. Su inglés era preciso, había sido profesor-. ¿Es que no puede decir «rectificación de líneas»?

– Batiéndose en retirada -insistió Weisz-. Es lo que he visto.

– Eso no nos es de mucha ayuda.

– Lo sé -convino Weisz-. Pero es así.

El oficial releyó el artículo, unas cuantas páginas escritas a lápiz con letra de molde.

– Su inglés es muy bueno -observó.

– Gracias, señor.

– Dígame, señor Weisz, ¿por qué no se limita a escribir sobre nuestros voluntarios italianos y el coronel? La columna de la que habla ha sido sustituida, las posiciones del Segre aún se mantienen.

– La columna forma parte de la noticia. Hay que informar sobre ella.

El oficial se la devolvió y le hizo un movimiento afirmativo con la cabeza al empleado, que aguardaba.

– Envíelo tal como está -le dijo a Weisz-. Y allá usted con su conciencia.

26 de diciembre. Weisz se puso cómodo en el lujoso y desvaído asiento del compartimento de primera mientras el tren dejaba atrás, entre resoplidos, las afueras de Barcelona. En unas horas estarían en el paso fronterizo de Portbou, luego en Francia. Weisz tenía asiento de ventanilla, frente a un niño pensativo, que iba con sus padres. El progenitor era un hombrecillo atildado que vestía un traje oscuro, con una leontina de oro que le cruzaba el chaleco. Al lado de Weisz, la hija mayor, que lucía una alianza, aunque al marido no se le veía por ninguna parte, y una mujer entrada en carnes de cabello cano, tal vez una tía. Una familia taciturna, pálida, angustiada, que abandonaba su hogar probablemente para siempre.

Al parecer el hombrecillo había sido fiel a sus principios: o era un republicano acérrimo o bien un funcionario de poca categoría. Tenía toda la pinta de esto último. Pero ahora debía marcharse mientras pudiera; la huida había empezado y lo que le esperaba en Francia era, si tenía mala suerte, un campo de refugiados, barracones, alambradas o, si la mala suerte le seguía acompañando, la pobreza más absoluta. Para combatir el mareo, la madre tenía una bolsa de papel arrugada y, de vez en cuando, le daba a cada uno de los miembros de la familia un poco de limón: las estrecheces habían comenzado.