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– A usted se le da bien esto, ¿no? -respondió ella.

– Muy bien -le contestó Kolb-. ¿Lista?

– La razón por la que le pregunté lo de ir a casa es que mis perros están allí. Son muy importantes para mí, querría despedirme.

– No podemos ni acercarnos a su casa, Frau Von Schirren.

– Perdóneme -se disculpó-. No debería haber preguntado.

«No, no debería, unos chuchos, anda que…» Pero la mirada en los ojos de ella lo impresionó, de modo que dijo:

– Tal vez algún amigo se los pueda llevar a París.

– Sí, es posible.

– ¿Lista?

– Ahora sí.

Kolb cerró el maletero con suavidad.

11 de julio.

Eran más de las diez cuando Weisz se bajó de un taxi delante del Hotel Dauphine. La noche era cálida, y la puerta se encontraba abierta. Dentro reinaba la calma, madame Rigaud estaba sentada en una silla tras el mostrador, leyendo el periódico.

– De manera que ha vuelto -dijo, quitándose las gafas.

– ¿Acaso pensaba que no lo haría?

– Nunca se sabe -replicó ella, empleando el refrán francés.

– ¿Hay algún mensaje para mí?

– Ni uno solo, monsieur.

– Entiendo. Bueno, pues buenas noches, madame. Me voy a la cama.

– Mmm -repuso ésta al tiempo que se ponía las gafas y sacudía el periódico. Weisz iba por el cuarto escalón cuando ella le dijo-: ¿Monsieur Weisz?

– ¿Madame?

– Han preguntado por usted. Una amiga suya que se hospeda aquí. Cuando llegó preguntó si estaba usted aquí. Le di la habitación 47, en el mismo pasillo que usted. Da al patio.

Al punto Weisz respondió:

– Muy amable por su parte, madame Rigaud, es una habitación agradable.

– Una mujer muy refinada. Alemana, creo. Y sospecho que tiene muchas ganas de verlo, así que tal vez debiera ir, si me disculpa el atrevimiento.

– En ese caso, que pase usted una buena noche.

– Ojalá la pasemos todos, monsieur. Todos.

Alan Furst

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