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Se encontraron en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció, y de pronto, bajo el enyesado arco abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.

– ¿Tú eres el médico? -susurró la mujer.

– Sí.

– Entra.

Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón. Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes.

Luego:

– ¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?

– ¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter.

Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza.

– Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?

Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.

Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente.

– ¿En qué puedo servirte?

Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:

– Necesito un veneno bondadoso como una enfer

medad.

– ¿Qué harás con él?

– Dárselo a beber a mi marido.

– ¿No te agrada tu marido?

– No.

– Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además, te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.

Zobeida se rió.

– En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.

– No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido?

– Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.

– No le conozco.

– Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una

joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.

– No le conozco.

– Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?

– Es inútil que me insistas, Zobeida.

Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.

– Embrújale, entonces.

– ¿Que le embruje?

– Sí.

Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.

– ¿Qué me darás si lo embrujo?

– Me casaré contigo. Tu me llevarás a Francia y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.

– ¿Cómo sabes que soy médico?

– Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel, cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer.

Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos.

– ¿Te gustaría casarte conmigo?

– Sí.

La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico:

– Aischa ha sido mi nodriza.

La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama.

Zobeida se puso de pie.

– Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujarás a Sidi Fodil?

– Sí. Mañana mismo.

– Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables.

Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas.

Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto, de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó:

– ¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris benYelul?

– No. Llévame al Zoco Chico.

Al día siguiente marchó hasta el zoco para conocer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados. Comenzó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.

Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.

El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Éste, nuevamente grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi Fodil llegó a ser más potente que su afán de indiferencia, y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del "pito catalán".

Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas al infeliz mercader.

HISTORIA DEL SEÑOR JEFRIES Y NASSIN, EL EGIPCIO

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada La momia, que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de La momia podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.