»Mientras se recupera, Lutchman logra meterle en la cabeza una idea de importancia decisiva: que el vector de la malaria podría ser una especie particular de mosquito. “¿Ah, sí?”, dice Ron; la sugerencia de Lutchman le parece una chorrada: ha obtenido muchos resultados negativos, pero nunca se le ha ocurrido que se debieran a diferencias de familia entre mosquitos.
»“Oye una cosa, Lutch”, dice Ron, “la próxima vez que quiera tu ayuda te la pediré.” Pero una vez que Lutchman planta su semillita, algo empieza a removerse en el barro: una idea empieza a cobrar cuerpo en la imaginación de Ron.
»Empieza a observar atentamente todas las distintas especies de mosquitos que caen en sus manos. El problema es que no tiene ni pajolera idea de mosquitos: nunca ha oído la palabra anofeles. Y acaba persiguiendo culícidos, estegomías, yendo en todas direcciones menos hacia adelante. Pero Lutchman interviene de nuevo. El 15 de agosto de 1897 se reúne en conciliábulo con el resto del equipo y decide que hay que hacer algo, y rápido.
»Según lo cuenta Ronnie: “A la mañana siguiente, 16 de agosto, cuando volví al hospital después de desayunar, el asistente (lamento haber olvidado su nombre) me señaló un pequeño mosquito plantado en la pared con el aguijón sacado.” Ronnie lo mata con una bocanada de humo de tabaco y lo abre con el bisturí: nada. Pero por fin está bien encarrilado: Lutchman hace que persiga el verdadero vector de la malaria. Ron todavía no sabe que se llaman anofeles: los denomina “mosquitos de alas moteadas”.
»Al día siguiente Lutchman se cerciora de que Ronnie reciba más de lo mismo: le envía un tarro de anofeles con el mismo asistente. “Y efectivamente”, dice Ronnie, “allí estaban: alrededor de una docena de individuos grandes, marrones, con delicados cuerpos en forma de huso y alas salpicadas de manchas, tratando ansiosamente de escapar por la gasa que tapaba el frasco que el Ángel del Destino había dado a mi humilde asistente: mosquitos de alas moteadas…” ¡Y una mierda el Ángel del Destino! A Ronnie siempre se le aparece algún personaje del cielo, pero no ve lo que tiene delante de las narices.
»El 20 de agosto de 1897 Ronnie hace su primer gran descubrimiento: ve el depósito de zigotos del Plasmodium en el tracto digestivo del Anopheles stephensii. “Eureka”, exclama en su diario, “el problema está resuelto.”
»“¡Fiúú!”, suspira Lutchman, enjugándose el sudor de la frente. “Creí que nunca lo conseguiría.”
»Ron le pregunta más tarde: “Oye, Lutch, ¿de dónde sacaste esa información sobre las especies de mosquitos?” Lutchman se hace el tonto: “Bueno, unos aldeanos de la sierra me lo insinuaron una mañana mientras dejaban pastar las cabras.” ¿Y sabes una cosa? Ron se lo traga. Cree que a Lutchman se le ocurrió esa brillante idea mientras retozaba en las montañas con unos alegres nativos.
»Lo que me fascina de esta historia es la gracia que tiene. Ahí tenemos a Ronnie, ¿no? Cree que está haciendo experimentos sobre el parásito de la malaria. Y resulta que el experimento sobre el parásito de la malaria es él. Pero Ronnie no se entera; nunca en la vida.
12
En Chowringhee el taxi empezó a ir muy despacio. Cada vez que se volvía a mirar, Murugan estaba seguro de ver al chico de la camiseta estampada en medio del tráfico, corriendo entre los coches. Pero cuando el taxi torció hacia la avenida del Teatro ya no había rastro de él. Los puños de Murugan empezaron a abrirse.
A medio camino de la avenida del Teatro, Murugan vio en la acera un vendedor de sandalias de goma y paró el taxi. Tardó varios minutos en escoger unas, pero al ponérselas se sintió mucho mejor. Subió de un salto al taxi y, con un gesto, ordenó al conductor que siguiera, impaciente por volver a la pensión de la calle Robinson.
La pensión era algo por lo que debía felicitarse. Estaba en la calle en que Ronald Ross había vivido en la época que pasó en Calcuta. Ross se había alojado en la pensión «sólo para europeos» del número tres; la Pensión Robinson, donde se hospedaba Murugan, estaba en el cuarto piso del número veintidós.
La había encontrado por pura casualidad en una sobada lista mecanografiada del servicio de información turística del aeropuerto. La mujer que atendía el mostrador había tratado de dirigirle a hoteles de cinco estrellas, como el Grand y el Taj. Manifestó cierta vacilación cuando él se decidió por la Pensión Robinson. Hacía poco que la habían incluido en la lista, le explicó; no podía responder de ella, no conocía a nadie que hubiese estado. Sería mejor que fuese a un hotel.
-Pero ahí es precisamente donde quiero ir -repuso Murugan-. A la calle Robinson.
No tenía idea de cómo podía ser, desde luego, y se alegró al ver que la calle era frondosa y relativamente tranquila, flanqueada por amplios edificios modernos de pisos y viejas mansiones coloniales. El número veintidós era una de las construcciones más antiguas, un sólido edificio de cuatro pisos lleno de elegantes balcones con columnas: probablemente una de las casas más señoriales de la calle, con su fachada dórica ya deteriorada y descolorida, el yeso de los muros ennegrecido por el moho.
Subió al cuarto piso en un ascensor semejante a una jaula que subía traqueteando por el hueco de una serpenteante escalinata de madera de teca. Cuando el artefacto se detuvo, Murugan salió al rellano pisando con cautela las astilladas tablas del entarimado. Un rayo de sol que entraba por el agujero de un vitral iluminaba un pequeño letrero al lado de una puerta alta que había a su derecha. Decía: Pensión Robinson. Debajo había una placa con el nombre de N. Aratounian.
Arrastrando tras él la maleta de cuero, Murugan se dirigió a la puerta y llamó al timbre. Varios minutos después oyó pasos al otro lado. Luego la puerta se abrió y se encontró ante una mujer mayor de cara cenicienta, con una bata deshilachada y zapatillas de goma.
-Hola -dijo Murugan, tendiéndole la mano-. ¿Tiene alguna habitación libre?
Sin hacer caso de su mano, la mujer le miró de arriba abajo, frunciendo el ceño tras sus bifocales de montura dorada.
-¿Qué desea usted? -inquirió en tono brusco.
-Una habitación -contestó Murugan, dando unos golpecitos con el dedo en el cartel de la puerta-. Esto es una pensión, ¿no?
La señora Aratounian echó la cabeza atrás para observarle a través de la mitad inferior de las gafas.
-Me parece que no se ha presentado usted.
-Me llamo Murugan. Pero puede llamarme Morgan.
-Será mejor que entre, señor Morgan -dijo la señora Aratounian, aspirando aire por la nariz-. Lo tengo todo ocupado, pero le enseñaré la habitación de reserva. Ya decidirá si quiere quedarse o no.