-Ésa es Sonali Das -gritó la señora Aratounian-. Otra de mis clientas de Dutton. ¡Y menuda celebridad, además! -Dirigió a Murugan una elocuente mirada y media sonrisa, añadiendo-: Podría contarle algunas cosas de ella.
Riéndose entre dientes, bebió un sorbo de gimlet.
La cámara sacó un plano del escenario y apareció el rostro demacrado de Phulboni, llenando la pantalla. La señora Aratounian dio un gritito de disgusto.
-Oh, no. Que Dios nos asista; uno de esos viejos pretenciosos y charlatanes va a soltar un discurso. Siempre están con eso. Tengo que conectarme al cable, en serio; me han dicho que hasta se coge la BBC…
De pronto, la voz ronca, y áspera del escritor llenó la habitación: «Durante más años de los que alcanzo a recordar he vagado por las calles más recónditas de esta ciudad, la más secreta de todas, tratando siempre de encontrar a la que durante tanto tiempo me ha eludido: el femenino Silencio. Veo signos de su presencia dondequiera que voy, en imágenes, palabras, miradas, pero sólo signos, nada más…»
La señora Aratounian dio unos golpecitos en el suelo con el bastón, molesta.
-¿No se lo decía yo, señor Morgan? -dijo con irritación-. Y le apuesto doble contra sencillo a que seguirá así eternamente.
Ahora, los ojos de Phulboni se llenaron de lágrimas: «He intentado, más que nadie en el mundo, encontrar el camino hacia ella para arrojarme a sus pies, para unirme al círculo secreto que la asiste, para limpiarle el polvo de los talones con mi frente. La he buscado por todos los medios disponibles, a la irrestible, a la siempre esquiva señora de lo callado, la he pretendido, cortejado, suplicado para que me admitiese en el círculo de sus iniciados.»
La señora Aratounian dio un bastonazo en el suelo.
-Horrible -sentenció-. Ese hombre está dando un espectáculo bochornoso. ¿Es que no van a hacer algo?
«Como un árbol extiende sus ramas para cortejar a una invisible fuente de luz», prosiguió la voz del escritor, «así cada palabra que he escrito siempre ha estado dedicada a ella. La he buscado en palabras, la he buscado en hechos, pero sobre todo la he buscado en la callada defensa de su fe.»
Ahí, bruscamente, el rostro del escritor desapareció de la pantalla y en su lugar se vio una diapositiva de una tranquila escena de la montaña. Pero la voz del escritor continuó, fantasmagóricamente incorpórea.
La señora Aratounian soltó una seca carcajada.
-Fíjese, señor Morgan. Son tan incompetentes que ni siquiera le cortan.
«Si comparezco hoy ante ustedes en este lugar», decía la áspera voz, «el más público de todos, es porque estoy al borde de la desesperación y no conozco otro medio de alcanzar el Silencio. Sé que queda poco tiempo; para mí y para ella. Sé que la travesía se acerca; sé que está al alcance de la mano…»
Aunque el rostro ya no estaba en pantalla, era evidente que el escritor lloraba: «… cuando se acaban las horas, cuando quizá no quedan sino unos momentos, al no conocer otros medios hago este último llamamiento: “No me olvides: te he servido lo mejor que he podido. Sólo una vez pequé contra el Silencio, en un momento de debilidad, seducido por la que amaba. ¿No he sido suficientemente castigado? ¿Qué más queda? Te lo ruego, te lo suplico, si es que existes, y nunca lo he dudado ni por un momento, dame una señal de tu presencia, no me olvides, llévame contigo…”»
La pantalla parpadeó y volvió a aparecer el rostro del presentador, ligeramente sudoroso. Con una sonrisa forzada, empezó a decir: «Pedimos disculpas a nuestros telespectadores…»
La señora Aratounian se puso trabajosamente en pie, se acercó a la televisión y apagó el aparato.
-Ésa es la clase de tonterías que hay que soportar si no se tiene el cable -dijo con hastío-. Noche tras noche. Dígame, señor Morgan, ¿se ven estupideces como ésta en la BBC?
19
Antar paró el contestador y se puso en pie. Era inútil lamentar la pérdida del documento que Murugan le había enviado por correo electrónico: si no lo hubiera borrado entonces, lo habría hecho poco después. Pero posiblemente, sólo posiblemente, no estaba irremediablemente perdido. A lo mejor podía Ava encontrar algún rastro de él y reconstruirlo: no era inconcebible. Ava hacía trucos maravillosos.
Antar se dirigió a la puerta del dormitorio: sólo había un modo de averiguarlo.
Justo cuando iba a salir del dormitorio oyó algo; un ruido apagado, como una suave pisada. Se dio la vuelta y miró a la pared. El cuarto de estar de Tara estaba al otro lado, únicamente separado por unos centímetros de yeso y una puerta tapiada. Era increíble cómo pasaba el ruido por aquel tabique.
Quizá había vuelto Tara: Antar estaba seguro de haber oído a alguien. Se acercó a la pared y llamó con los nudillos.
-Tara, ¿has vuelto?
No respondieron.
Se dirigió apresuradamente a la cocina y miró por la ventana al apartamento de Tara, al otro lado del patio. Las luces seguían apagadas: parecía que no estaba en casa. Se encogió de hombros: habría sido una tabla húmeda del entarimado; no había manera de saberlo en un edificio tan viejo y lleno de crujidos como aquél. Se inclinó sobre el fregadero, se echó agua en la cara y cogió un paño de cocina.
Fue al cuarto de estar y se sentó al teclado. Pulsando una tecla hizo que Ava saliese disparada a revolver entre las memorias acumuladas de todos sus discos duros, viejos y reemplazados. No era imposible que alguna copia «fantasma» del mensaje perdido de Murugan hubiera permanecido en alguna parte del sistema. Bastaría con el menor rastro: Ava haría el resto.
Momentos después apareció una mano en la pantalla de Ava, haciendo gestos displicentes con los dedos entreabiertos. Hacía poco que Ava había empezado a aprender lenguaje gestual -en dialecto egipcio, naturalmente-, y ésa era su nueva forma de indicar una negativa.
Luego el gesto cambió: los dedos se juntaron, apuntando hacia arriba, como si acabara de sacarlos de un líquido. Lo cual significaba: Espera, hay más. La pantalla se quedó en blanco y se activó el dispositivo de voz.
El mensaje todavía podía encontrarse, le dijo Ava. Sólo que tardaría un poco. Se había escrito en uno de esos antiguos teclados alfabéticos, que funcionaban a base de contacto. Quizá pudieran localizarse las señales electrónicas emitidas por las teclas. Se trataba simplemente de cotejar la «huella digital» electrónica del mensaje de Murugan con cada señal electrónica que aún andaba por la ionosfera.
Antar tecleó una consulta: quería saber cuánto duraría todo el proceso.
Ava tardó un momento en contestar. Supondría examinar unos seis mil ochocientos noventa y dos trillones de çuñabytes, fue la respuesta; en otras palabras, aproximadamente ochenta y cinco billones de veces la suma estimada de cada acto dactilográfico jamás realizado por un ser humano. Estaba segura de tardar al menos quince minutos.