A punto de marcharse, Farley vaciló. Echó una rápida mirada alrededor, para asegurarse de que estaban solos, y luego, acercándose al asiento del inglés, se dejó caer de rodillas.
-¿Puedo hacerle una pregunta, señor? -musitó al oído de Cunningham-. ¿En qué circunstancias admitió a esa mujer en el laboratorio?
-¿A Mangala? -dijo Cunningham, señalando por encima del hombro con el vástago de la pipa.
-Sí, si es que se llama así.
-Si quiere saber cómo la encontré, la respuesta es: en el mismo sitio donde encontré al resto de mis criados y ordenanzas, en la nueva estación de ferrocarril; ¿cómo se llama? Ah, sí, Sealdah.
-¿En la estación de ferrocarril, señor? -jadeó el asombrado Farley.
-Exactamente -repuso Cunningham-. Ahí es donde hay que ir si se necesita a alguien dispuesto a trabajar: siempre lo he dicho, está llena de gente que busca trabajo y techo para dormir. Véalo usted mismo la próxima vez que pase por allí.
-Pero, señor -exclamó Farley-, contratar a gente sin preparación y analfabeta…
-¿Y quién mejor que uno mismo para preparar a los propios ordenanzas, muchacho? -replicó Cunningham-. En mi opinión, es con mucho preferible a estar rodeado de estudiantes a medio formar y excesivamente impacientes. Se ahorra uno la tarea de dar muchas lecciones inútiles e innecesarias.
-Así que fue usted quien enseñó a esa mujer… Mangala, ¿no?
-Fui yo, en efecto -dijo Cunningham, con los ojos nebulosamente perdidos en la distancia-. Y nunca había visto antes unas manos y unos ojos tan rápidos. Sin embargo… -añadió, dándose unos golpecitos con el dedo en la cabeza y ensombreciendo las facciones-, no está muy en sus cabales, ¿sabe? Tiene el cerebro tocado…, por la enfermedad, la mala vida o Dios sabe qué.
-¿Y el joven? -preguntó Farley-. ¿Qué me dice de él?
-No lleva mucho tiempo aquí -explicó Cunningham-. Lo trajo Mangala: dijo que era paisano suyo.
-¿Y de dónde son?
-De cerca de donde está usted. Creo que el sitio se llama Renupur; al venir habrá pasado por allí.
-Pues sí -dijo Farley-. De camino a Calcuta he pasado por Renupur.
Farley estaba a punto de preguntarle el nombre del ayudante cuando oyó un ruido a su espalda. Se incorporó y lo primero que vio fue a la mujer, Mangala. Le miraba ferozmente desde el otro extremo de la habitación, y tal era la furia de su expresión que un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Al salir, observó que la mujer mantenía una consulta en voz baja con el ayudante.
Apenas había llegado al bosquecillo de bambúes que había delante del laboratorio cuando oyó pasos que corrían tras él. Momentos después le alcanzó el ayudante y en tono cortés, casi implorante, le preguntó cuándo pensaba llegar exactamente al día siguiente. Resuelto a mantener la ventaja de la sorpresa, Farley le dio una respuesta evasiva:
-Vendré cuando pase por el barrio. Mi visita no tiene por qué interrumpir su trabajo diario.
Con esas palabras volvió la espalda al cabizbajo ayudante y se alejó.
Sin ninguna razón concreta, Farley pasó gran parte de la noche rezando. Pero no pudo determinar la naturaleza de lo que le esperaba ni por qué lo temía. Y eso, el hecho de no reconocer aquello a lo que debía enfrentarse, se convirtió a su vez en su mayor miedo. Se quedó en su cuarto durante toda la mañana siguiente, sin probar bocado ni beber nada, y no salió hasta bien pasado el mediodía.
Así, una vez más, ya estaba cayendo la tarde cuando llegó al hospital. Pero, a diferencia de la víspera, aquel día el cielo estaba gris y encapotado, y un fuerte viento soplaba por el Maidan. Mientras se acercaba al laboratorio, Farley tenía la impresión de que los bambúes que lo separaban del hospital estaban vivos, presa de agitado movimiento. Y cuando entró en el bosquecillo vio que efectivamente había sombras delante de él, en el camino: tres siluetas, encapuchadas y envueltas en mantos, se dirigían despacio y a trompicones hacia el laboratorio. Farley se detuvo, invadido por malos presagios, y luego, serenándose, siguió adelante. Cuando sólo estaba a unos pasos de las siluetas, vio que el pequeño grupo lo componían un hombre vestido con un dhoti y una mujer con un sari. Entre ambos llevaban a otra persona, casi inerte. Se acercó audazmente, haciendo resonar la leontina para advertirles de su presencia. Se detuvieron y dieron media vuelta para encararse con él.
Farley dirigió inmediatamente la mirada a la silueta central. Era un hombre, tal vez joven, quizá maduro; imposible decirlo, pues bajo la capucha había un rostro desfigurado más allá de toda descripción, ojos desorbitados, mostrando sólo el blanco, la piel salpicada de manchas, llena de costras, los dientes en la boca abierta, babeante, remetidos hacia la garganta, como si hubieran recibido un puñetazo. Sólo lo vislumbró brevemente, pero su sentido del diagnóstico, afinado durante meses de práctica en Barich, le dijo al momento que aquel hombre se encontraba en la fase terminal de la demencia sifilítica.
Movido por la compasión, Farley extendió el brazo para ayudar al hombre paralizado por la enfermedad. Pero en cuanto le vieron, sus compañeros se dieron a la fuga, fundiéndose en la oscuridad. Farley se los quedó mirando y luego siguió el camino hacia el laboratorio.
Cuando estaba a unos metros del bungalow llegó a sus oídos un rumor inesperado: un cántico suave, ejecutado al unísono por varias voces. Aflojando el paso, escuchó con atención. Pronto comprendió que el sonido no procedía del laboratorio, sino de otra parte. Aguzando la mirada entre los árboles y los bambúes, Farley vio que un grupo de gente se había reunido en torno a una de las casetas, a poca distancia de allí. Estaban en cuclillas, formando un círculo alrededor de una fogata, cantando con el acompañamiento de platillos de bronce, como preparándose para algún ritual o ceremonia.
Curioso ahora, se apresuró hacia aquella construcción, pero justo entonces la puerta del laboratorio se abrió de golpe y el joven ayudante salió corriendo. Fingiendo brindarle una efusiva bienvenida, condujo rápidamente a Farley al laboratorio.
A punto de entrar en el laboratorio, Farley observó que se estaba desarrollando una gran actividad en una de las antesalas. El ayudante trataba de hacerle pasar deprisa, pero a fuerza de arrastrar los pies Farley logró echar un rápido vistazo. El espectáculo que vieron sus ojos era tan desconcertante que Farley no articuló protesta alguna cuando su guía se las arregló para hacerle pasar por la puerta del laboratorio.
Lo que vio fue lo siguiente: aquella mujer, Mangala, estaba sentada al fondo de la antecámara, en un diván bajo, pero sola y con aire autoritario, como entronizada. A su lado había varias jaulas de bambú, cada una con una paloma. Pero lo que le dejó pasmado no fueron las aves en sí, sino el estado en que se encontraban. Porque estaban en el suelo de las jaulas, desplomadas, estremecidas, sin duda agonizantes.
Pero eso no era todo. En el suelo, junto al diván, agrupadas a los pies de la mujer, había unas seis personas en diversas actitudes de súplica, unas tocándole los pies, otras postradas. Otras dos o tres acurrucadas contra la pared, envueltas en mantas. Aunque Farley sólo había vislumbrado un instante sus rostros ciegos y marcados de cicatrices, reconoció enseguida que, como el hombre que había visto en el bosquecillo de bambúes, eran sifilíticos en las etapas finales de la terrible enfermedad.