Al final dio lo mismo: ella y el niño murieron de una embolia amniótica en la trigésima quinta semana de embarazo.
Ya no quedaba ninguna de aquellas familias ruidosas y festivas que tanto habían atraído a Tayseer. Se habían ido mudando poco a poco hacia las afueras y a ciudades pequeñas por exigencias de sus negocios en expansión y su progenie cada vez más numerosa. Antar había pensado a veces en mudarse también, pero sin mucha convicción.
Al principio creía que el edificio volvería a llenarse después de la marcha de sus vecinos, igual que había sucedido en generaciones anteriores, cuando una oleada de emigrantes se iba y otra venía. Pero en algún momento se había modificado la tendencia: un cambio en la planificación urbana impulsó a los propietarios del edificio a transformar los apartamentos vacíos en locales comerciales.
Pronto los únicos inquilinos que quedaron fueron antiguos residentes de cierta edad, como éclass="underline" gente que no tenía medios para mudarse de sus apartamentos de renta protegida. Cada año había menos gente en el edificio, mientras que los almacenes crecían.
Su vecino de al lado vivía en la casa desde antes de que llegara Antar. Era un consumado jugador de ajedrez y afirmaba ser pariente de Tigran Petrossian. Antar jugaba con él de cuando en cuando, siempre perdía de mala manera.
Entonces, un verano -¿hacía quince o veinte años?-, el jugador de ajedrez empezó a decaer. Ya no podía jugar; apenas tenía fuerzas para mover las piezas. Llegaron sus sobrinos de Carolina del Norte, donde se había establecido el resto de su familia. Vaciaron su apartamento y lo cargaron todo en un camión amarillo de mudanzas. Antes de marcharse regalaron a Antar un juego de ajedrez de bronce, como recuerdo; aún lo tenía en alguna parte. Desde la ventana del cuarto de estar, Antar había visto cómo se llevaban en el camión al jugador de ajedrez.
Luego fue la mujer del piso de abajo. Vivía en la casa desde los años sesenta, cuando llegó a Estados Unidos procedente de Azerbaiyán. Había envejecido en aquel apartamento, tras haber traído dos hijos al mundo; no tenía adónde ir, sobre todo después de que empezó a fallarle la vista. En aquel espacio familiar aún podía arreglárselas sola; en cualquier otro sitio se habría encontrado perdida. Sus hijos le permitieron quedarse, cediendo a sus ruegos y en contra de sus deseos. Iban a verla cada dos meses, en avión, desde la pequeña ciudad del Medio Oeste donde vivían. Se ocuparon de que una tienda del centro le llevase comida dos veces por semana.
Y un día la asesinó el repartidor, golpeándola en la cabeza con una sartén de hierro fundido. Fue Antar quien descubrió el cadáver. Se había acostumbrado al ritmo de sus movimientos y, cuando pasó un día entero sin oír el familiar golpeteo de su bastón, comprendió que había pasado algo.
Llevaba cuatro años viviendo solo en el cuarto piso. Entonces, unos meses atrás, Maria, la guyanesa de la cafetería, llevó a Tara a Penn Station y la presentó a los demás parroquianos. Tara era menuda y tenía aire de pájaro, con su nariz afilada en forma de pico. Era joven -treinta y tantos, calculó Antar-, bastante más joven que Maria. Enseguida adivinó que era de la India: su relación estaba bastante clara, pues Maria era guyanesa de origen indio, y él sabía que seguía teniendo familia allí.
Las dos mujeres ofrecían un contraste interesante, aunque parecían muy a gusto juntas. Maria era alta, elegante y siempre iba bien vestida, aunque apenas ganaba el salario mínimo. En cambio Tara parecía tan incómoda con ropa occidental que resultaba evidente que acababa de llegar: la primera vez que fue a Penn Station llevaba una blusa blanca y suelta que le llegaba por debajo de las rodillas y unos pantalones oscuros que le ondeaban desmayadamente por encima de los tobillos. Pero en sus modales no había nada de torpe ni de recién llegada. Cuando los presentaron, dirigió a Antar una sonrisa y una firme inclinación de cabeza, sentándose a su lado con toda naturalidad.
-¿Qué está bebiendo? -preguntó, dando un golpecito a su taza.
Él le dijo que bebía té de menta que el dueño de la cafetería hacía especialmente para él, al estilo egipcio.
-¡Estupendo! -repuso ella-. Justo lo que me apetecía. ¿Tendría la amabilidad de decirle si podría servirme una taza a mí también?
Su voz desconcertó a Antar: el tono profundo y refinado, la inesperada corrección de la frase.
Al salir, yendo hacia la puerta que daba a Broadway, Maria le llevó aparte para decirle que Tara estaba buscando apartamento; que acababa de encontrar trabajo y necesitaba un sitio para vivir en Manhattan.
-¿A qué se dedica? -inquirió Antar.
-A cuidar niños -contestó Maria.
-¿Quieres decir que es niñera? -se sorprendió Antar. Tara no le parecía el tipo de persona a quien le gusta ganarse la vida cuidando niños.
-Sí -dijo Maria.
Siguió explicándole que un diplomático kuwaití y su familia se habían traído a Tara al país para que se ocupara de sus hijos. Las cosas no habían salido bien, de modo que buscó otro puesto de niñera, en Greenwich Village. Pero la familia para la que trabajaba no podía ofrecerle sitio para vivir.
Antar asintió con la cabeza. Aunque Maria no lo dijo con todas las palabras, él entendió que el cambio de trabajo había puesto a Tara en situación ilegal y que necesitaba un sitio donde pudiera pagar al contado sin tener que responder a un montón de preguntas.
-Lo siento -dijo, encogiéndose de hombros-. Yo no puedo hacer nada.
-Pero me han dicho que en tu casa hay cantidad de apartamentos vacíos -replicó Maria, enarcando las cejas-. ¿No hay uno libre en tu piso?
Antar se quedó pasmado.
-¿Cómo sabes dónde vivo? -inquirió.
Una de las normas no escritas de la cafetería era que nadie entrara en muchos detalles de la vida de los demás.
-Bueno, es que me han dicho… -contestó Maria con un gesto vago, dejando la frase sin terminar.
Antar se había acostumbrado a tener el cuarto piso para él solo: se resistía a la idea de volver a tener vecinos.
-No sería adecuado para ella -explicó él-. El edificio está en unas condiciones deplorables, y el apartamento lo mismo.
Pero cedió cuando Maria le rogó que enseñara la casa a Tara: pensó que de todas formas le asustaría el barrio.
Pero se equivocaba: a Tara le gustó el apartamento nada más verlo, y se mudó al cabo de un mes. Aún se sorprendía cuando iba a la cocina y veía el resplandor de las luces por el patio. Durante años había tenido las cortinas de la ventana de la cocina corridas porque lo único que había en el patio eran ratas muertas y palomas. Ahora solía rondar por allí más tiempo del necesario.