Выбрать главу

Al mirar en torno, Phulboni se dio cuenta de que no había nadie en la estación, absolutamente nadie. El espectáculo era tan sorprendente que provocaba, literalmente, incredulidad. Las estaciones, según la experiencia del joven escritor, solían estar o llenas o semillenas de gente apiñada. Estaban semillenas cuando uno podía pasar sin impedimento entre la multitud, sin tener que abrirse camino a empujones. En las raras ocasiones en que ocurría eso, uno exclamaba: «¡Pero bueno, si hoy está vacía la estación!», utilizando el término en sentido metafórico, descontando a mozos, vendedores, pasajeros adormilados, parientes a la espera y otras personas que, sin llegar a impedir el paso, estaban presentes de manera innegable. Eso era, según la experiencia del joven escritor, lo que la palabra vacía significaba aplicada a una estación. Pero ¿aquello? Phulboni, pese a sus dotes, era incapaz de pensar en una palabra que describiese una estación literalmente deshabitada y desierta.

Al joven se le cayó el alma a los pies al contemplar aquel lugar desolado. No tenía idea de adónde ir ni cómo. No se veía ni carretera ni camino. La estación, anclada en lo alto del terraplén del ferrocarril, era una islita en el espejeante mar de la crecida.

Le habían hecho creer que habría alguien esperándole en la estación: un tendero o el dueño de algún puesto que comerciara con los productos de Palmer. Pero allí estaba, en Renupur, y por lo que veía, era el único ocupante de la estación. Cogiendo la bolsa, se puso el rifle al hombro y se encaminó hacia la garita de señales para ver si encontraba al jefe de estación. Nada más dar los primeros pasos oyó una voz a su espalda, que gritaba:

-Sahib, sahib.

Dándose la vuelta, vio a un hombre menudo y patizambo que subía gateando por el terraplén. Llevaba un dhoti lleno de manchas y una chaqueta de ferroviario, y traía un jarro de latón cogido por los bordes.

Phulboni sintió tanto alivio al ver a un ser humano que de buena gana lo hubiera abrazado. Pero, consciente de su posición como representante de Palmer Brothers, enderezó la espalda e irguió el mentón.

El hombre alcanzó a Phulboni y le cogió la bolsa.

-Arrey, sahib -se presentó, jadeante-. ¿Qué voy a hacer? Cada vez que vienen las lluvias me pasa lo mismo: al campo y otra vez aquí, no paro. Si como algo, aunque sólo sea un plátano, me entra y me vuelve a salir disparado como una bala de cañón. Es una enfermedad. La que tengo en casa siempre me dice: «Arrey Budhhu Dubey, si fueras una vaca en vez de jefe de estación, al menos podría encender la estufa y hacerte la comida con tu estiércol.» Y yo le digo: «Mujer, piensa un poco antes de hablar. Sólo pregúntate una cosa: si yo fuese una vaca en vez de jefe de estación, ¿qué necesidad tendrías de hacerme la comida?»

Phulboni movió nerviosamente los labios, pero al ser nuevo en el trabajo no estaba seguro del tono que debía adoptar un representante de Palmer Brothers en situaciones como aquélla. Notando su vacilación, Budhhu Dubey parecía la imagen misma del arrepentimiento.

-Ay, sahib -se lamentó-. Budhhu Dubey es un estúpido, hablando de su estiércol a un gran sahib como usted. Perdóneme, perdóneme…

Se arrojó a los pies de Phulboni. Y el escritor a duras penas logró impedir que le limpiara los zapatos con la frente. Le cogió y le obligó a levantarse con un brusco tirón.

-Ya basta -le dijo-. Dígame, ¿cómo se va a Renupur?

-Ésa es la cuestión -contestó el ferroviario en tono de disculpa-. Ni en barca, si la tuviera, podría llegar hoy a Renupur.

Phulboni se quedó horrorizado.

-Pero ¿y dónde me alojaré? ¿Qué voy a hacer?

-No se preocupe, sahib -le animó el jefe de estación, dedicándole una amplia sonrisa-. Se queda en mi casa.

Le explicó que un tendero de Renupur le había enviado recado de que se ocupase de él.

Phulboni sopesó la invitación con cierto detenimiento.

-¿Dónde vive usted? -preguntó al cabo.

-Ahí mismo, detrás de esos árboles -dijo el jefe de estación, señalando un lejano bosquecillo de mangos situado en lo alto de una suave colina. A Phulboni le pareció que el sitio estaba separado de la estación por unos cuatro o cinco kilómetros de llanura inundada.

-No se tarda más que un momento -aseguró el jefe de estación-. Dejaremos su equipaje en la garita de señales y luego nos pondremos en camino. Ya verá, cuando lleguemos, la que tengo en casa le tendrá preparado algo especial.

Cogió la bolsa de Phulboni y echó a andar hacia la garita, balanceándose sobre las piernas zambas. El escritor fue tras él, con el estuche de lona del rifle. Abriendo la puerta con suavidad, el jefe de estación le hizo pasar. Nada más entrar, una ráfaga de viento cerró violentamente la puerta. Se vieron súbitamente envueltos en una polvorienta penumbra.

La estancia era muy pequeña, y sólo tenía una puerta y una ventana con los postigos echados. En un rincón había un escritorio destartalado. Por lo demás, la garita parecía abandonada y sin usar.

Sólo cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, vislumbró un camastro de cuerdas arrimado a la pared del fondo. Era un viejo charpoy, cubierto con una esterilla desgarrada. Phulboni se acercó y dio una palmada a la estera, levantando una nube de polvo.

-¿De quién es? -preguntó.

-Ah, eso ha estado siempre aquí. Es de las culebras y las ratas -contestó el jefe de estación en tono despreocupado. Abrió la puerta, saliendo rápidamente y añadiendo-: Vámonos, sahib, pronto se hará de noche.

Phulboni echó otro vistazo a la habitación. Esta vez su mirada reparó en un pequeño nicho en la pared. Dentro había un farol de señales. Se acercó a mirarlo mejor y se llevó una agradable sorpresa al ver que lo habían limpiado y pulido hacía poco. La armadura de latón estaba reluciente y el círculo de cristal rojo en la ventanilla lanzaba cárdenos destellos con el reflejo del sol. Phulboni alargó la mano para dar un golpecito con el dedo en el cristal, pero el jefe de estación se lo impidió, precipitándose en la habitación y apartándole bruscamente la mano.

-¡No, no! -gritó-. ¡No haga eso!

Sorprendido, Phulboni dio un respingo y el jefe de estación dijo con vehemencia:

-No, no, eso no hay que tocarlo.

-Pero ¿no lo toca usted? -inquirió Phulboni, aún más perplejo-. ¿Quién lo limpia, entonces? ¿Quién le saca brillo?

El jefe de estación desvió la pregunta con un gesto de la mano, murmurando algo sobre la propiedad del ferrocarril.