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Durante las cuatro semanas siguientes Armstrong y Townsend, acompañados por una batería de abogados y contables, pasaron muchas horas en aviones, trenes y coches, recorriendo todo Estados Unidos, tratando de convencer a bancos e instituciones, a fideicomisos e incluso a alguna que otra viuda rica, para que les apoyaran en su batalla por apoderarse del Star.

El presidente del periódico, Cornelius J. Adams IV, anunció que entregaría las riendas del poder en la junta anual de accionistas al contendiente que controlara el 51 por ciento de las acciones. A falta de dos semanas para que se celebrara la junta, los directores financieros todavía no se ponían de acuerdo acerca de quién poseía el mayor número de acciones de la empresa. Townsend anunció que controlaba ahora el 46 por ciento de las acciones, mientras que Armstrong afirmaba tener el 41 por ciento. En consecuencia, los analistas llegaron a la conclusión de que quien consiguiera el apoyo del diez por ciento que estaba en manos de la Applebaum Corporation, se llevaría el gato al agua.

Vic Applebaum estaba decidido a disfrutar de sus quince minutos de fama y declaró a todo aquel que quiso escucharle que tenía la intención de escuchar a los dos propietarios antes de tomar una decisión final. Eligió el martes antes de la celebración de la junta para llevar a cabo sus entrevistas, en las que decidiría a quién de los dos concedería su favor.

Los abogados de los dos rivales se reunieron en terreno neutral y acordaron que se le permitiera a Armstrong ver el primero a Applebaum, algo que, según le aseguró Tom Spencer a su cliente, constituía un error táctico. Townsend estuvo de acuerdo, hasta que Armstrong salió de la reunión con los certificados de posesión de las acciones que demostraban que estaba en posesión del diez por ciento de Applebaum.

– ¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlo? -preguntó Townsend con incredulidad.

Tom no tuvo respuesta a esa pregunta hasta que, durante el desayuno de la mañana siguiente, leyó la primera edición del New York Times. Su corresponsal de medios de comunicación informaba a sus lectores que Armstrong no había dedicado mucho tiempo en explicarle al señor Applebaum cómo dirigiría el Star, sino que se había concentrado más bien en explicarle en yiddish cómo no había llegado a recuperarse nunca por el hecho de haber perdido a toda su familia en el Holocausto, y que terminó la reunión revelando cómo el momento más orgulloso de su vida se produjo cuando el primer ministro de Israel le nombró embajador volante de su país ante la URSS, con el encargo especial de ayudar a los judíos rusos que desearan emigrar a Israel. Por lo visto, llegados a ese punto Applebaum rompió a llorar, le entregó las acciones y se negó a ver a Townsend.

Armstrong anunció que ahora controlaba el 51 por ciento de la empresa y que, en consecuencia, era el nuevo propietario del New York Star. El Wall Street Journal aseguró que la junta anual del Star no sería más que una ceremonia de unción, pero en una nota final añadió que Keith Townsend no debía de sentirse demasiado deprimido por haber perdido el control del periódico a manos de su rival porque, gracias al enorme aumento del precio de la acción, obtendría unos beneficios superiores a los veinte millones de dólares.

La sección de arte del New York Times recordaba a sus lectores que la Fundación Summers inauguraría su exposición de vanguardia el jueves por la noche. Después de todas las afirmaciones de apoyo de los barones de la prensa en favor de Lloyd Summers y del trabajo de la fundación, sería interesante comprobar si alguno de ellos se molestaba en aparecer en el acto.

Tom Spencer le sugirió a Townsend que sería prudente aparecer aunque sólo fuera durante unos minutos, pues Armstrong estaría seguramente presente y nunca se sabía lo que podría suceder en una ocasión así.

Townsend lamentó su decisión de asistir a la inauguración de la exposición momentos después de su llegada. Recorrió la sala una sola vez, contempló la selección de cuadros elegidos por los administradores de la fundación y llegó a la conclusión de que eran, sin excepción, lo que Kate habría calificado como «basura pretenciosa». Decidió marcharse de allí lo más rápidamente posible. Había logrado acercarse a la salida, abriéndose paso entre los asistentes, cuando Summers tomó un micrófono y rogó silencio. A continuación, el director procedió a pronunciar «unas palabras». Townsend comprobó su reloj. Al levantar la mirada vio a Armstrong, que sostenía con firmeza un catálogo de la exposición, y estaba de pie junto a Summers, con una expresión resplandeciente.

Hubo un conato de aplausos, amortiguados por el tintineo de las copas de vino, y Armstrong sonrió de nuevo alegremente. Townsend imaginó que Summers ya había terminado de hablar y se volvió para marcharse, cuando el director añadió:

– Desgraciadamente, ésta será la última exposición que se celebre en este local. Como estoy seguro que saben todos ustedes, nuestro contrato de alquiler termina en diciembre. -Un suspiro colectivo se extendió sobre toda la sala, pero Summers levantó una mano y añadió-: Pero no temáis, amigos míos. Después de una larga búsqueda creo haber encontrado el lugar perfecto para la sede de la fundación. Espero que todos volvamos a encontrarnos allí para nuestra próxima exposición.

– Aunque sólo uno o dos de entre nosotros sabemos por qué se ha elegido ese lugar en particular -murmuró alguien sotto voce por detrás de donde estaba Townsend.

Se volvió y vio a una mujer esbelta, de unos treinta y cinco años, de cabello pelirrojo corto, que llevaba una blusa blanca y una falta estampada de flores. La pequeña etiqueta de su blusa anunciaba que era la señorita Angela Humphries, subdirectora.

– Y sería un inicio maravilloso -siguió diciendo Summers- que la primera exposición en nuestro nuevo edificio fuera inaugurada por el próximo presidente del Star, que tan generosamente ha ofrecido su continuado apoyo a la fundación.

Armstrong sonrió ampliamente y asintió con un gesto.

– No, si tiene algo de sentido común, no lo hará -dijo la mujer situada por detrás de Townsend.

Keith retrocedió un paso y se situó junto a la señorita Angela Humphries, que bebía una copa de cava español.

– Gracias, queridos amigos -dijo Summers-. Y ahora, les ruego que continúen disfrutando con la exposición.

Siguió otra ronda de aplausos, después de lo cual Armstrong se adelantó y estrechó cálidamente la mano del director. Summers empezó a circular entre los invitados, presentando a Armstrong a aquellos que consideraba importantes.

Townsend se volvió a mirar a Angela Humphries, que terminaba su copa de cava. Tomó rápidamente una botella de cava español de la mesa situada tras él y le volvió a llenar la copa.

– Gracias -dijo ella, mirándole por primera vez-. Como puede ver, soy Angela Humphries. ¿Quién es usted?

– No soy de la ciudad -contestó él tras una ligera vacilación-. Sólo estoy de visita en Nueva York por asuntos de negocios.

Angela tomó un nuevo sorbo de cava antes de preguntar:

– ¿Qué clase de negocios?

– Me dedico a los transportes, principalmente aviones y contenedores, aunque también soy propietario de un par de minas de carbón.

– La mayoría de estos cuadros estarían mejor en el fondo de una mina de carbón -comentó Angela, que señaló con un amplio gesto los cuadros.

– No podría estar más de acuerdo con usted -asintió Townsend.

– Entonces, ¿por qué ha venido?

– Me encontraba solo en Nueva York y leí en el Times la inauguración de la exposición -contestó.