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– ¿Y qué clase de arte le gusta a usted? -preguntó ella.

Townsend evitó contestar «Boyd, Nolan y Williams», cuyos cuadros llenaban las paredes de su casa en Darling Point.

– Bonnard, Camoir y Vuillard -contestó, artistas que Kate coleccionaba desde hacía años.

– Esos sí que saben pintar -asintió Angela-. Si los admira, se me ocurren unas cuantas exposiciones a las que sí valdría la pena dedicar una velada.

– Eso está muy bien si se sabe dónde mirar, pero cuando se es un extraño en…

– ¿Está usted casado? -preguntó ella enarcando una ceja.

– No -contestó, confiando en que ella le creyera-. ¿Y usted?

– Divorciada -le dijo-. Estuve casada con un artista convencido de que su talento sólo era superado por el de Bellini.

– ¿Y hasta qué punto era realmente bueno? -preguntó Townsend.

– Fue rechazado para participar en esta exposición -contestó ella-, lo que quizá le dé ya una pista.

Townsend se echó a reír. La gente había empezado a desplazarse hacia la salida, y Armstrong y Summers sólo estaban ahora a pocos pasos de distancia. Al servir Townsend una nueva copa de cava a Angela, Armstrong se encontró de repente delante de él. Los dos hombres se miraron fijamente por un momento, antes de que Armstrong tomara a Summers por el brazo y lo alejara rápidamente hacia el centro de la sala.

– Como habrá observado, ni siquiera quiso presentarme al nuevo presidente -comentó Angela tristemente.

Townsend no se molestó en explicarle que, mucho más probablemente, era Armstrong el que no deseaba presentarle a él al director.

– Ha sido un placer conocerle, señor…

– ¿Tiene previsto ir a cenar a alguna parte?

Ella vaciló un momento.

– No. No tenía previsto nada, pero mañana tengo que empezar temprano.

– Yo también -dijo Townsend-. ¿Qué le parece si tomamos un bocado rápido?

– Muy bien. Espere un momento a que recoja mi abrigo y estaré con usted.

Al dirigirse hacia el guardarropía, Townsend miró a su alrededor. Armstrong, seguido de cerca por Summers, se hallaba rodeado ahora por una multitud de admiradores. Townsend no necesitaba estar cerca para saber que les estaría hablando de sus apasionantes planes para el futuro de la fundación.

Angela regresó un momento más tarde, llevando puesto un pesado abrigo de invierno que descendía hasta pocos centímetros del suelo.

– ¿Dónde le gustaría cenar? -preguntó Townsend al tiempo que se dirigían hacia la ancha escalera que ascendía desde la galería, situada en el sótano, hasta la calle.

– Todos los restaurantes cercanos de los alrededores estarán llenos a estas horas de la noche del jueves -dijo Angela-. ¿Dónde se aloja usted?

– En el Carlyle.

– Nunca he comido allí. Podría ser divertido -comentó en el momento en que él le abría la puerta que daba a la calle.

Al salir a la acera fueron recibidos por un helado viento neoyorquino, y él casi tuvo que sostenerla.

El chófer del BMW del señor Townsend se sorprendió al verle llamar un taxi, y aún quedó más sorprendido al ver a la mujer que lo acompañaba. Francamente, no habría creído que aquella clase de mujer fuera el tipo preferido por el señor Townsend. Puso el coche en marcha y siguió al taxi de regreso al Carlyle. Los vio bajarse en Madison y desaparecer por las puertas giratorias de acceso al hotel.

Townsend condujo a Angela directamente al restaurante del primer piso, con la esperanza de que el maître no recordara su nombre.

– Buenas noches, señor -le saludó-. ¿Ha reservado mesa?

– No -contestó Townsend-, pero resido en el hotel.

El maître frunció el ceño.

– Lo siento, señor, pero no podré acomodarle hasta dentro de unos treinta minutos. Naturalmente, podría solicitar el servicio de habitaciones, si lo desea.

– No, esperaremos en el bar -dijo Townsend.

– Tengo realmente una cita a primeras horas de la mañana -dijo Angela-, y no me gustaría llegar tarde.

– ¿Quiere que salgamos a buscar un restaurante?

– Me parecería bien cenar en su habitación, aunque tendré que marcharme a las once.

– A mí me parece bien -dijo Townsend. Se volvió hacia el maître y le dijo-: Cenaremos en mi habitación.

El maître inclinó ligeramente la cabeza.

– Le enviaré inmediatamente a alguien. ¿Qué número de habitación tiene, señor?

– La 712 -contestó Townsend.

Condujo a Angela fuera del restaurante. Al alejarse por el pasillo, pasaron ante una sala en la que tocaba Bobby Schultz.

– Ese hombre sí que tiene verdadero talento -comentó Angela mientras se dirigían hacia el ascensor.

Townsend asintió con un gesto y sonrió. Se unieron a un grupo de clientes antes de que se cerraran las puertas y él apretó el botón del séptimo piso. Al salir, ella le dirigió una sonrisa nerviosa. Townsend hubiera querido decirle que no era su cuerpo lo que le interesaba.

Townsend introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta para permitirle pasar a Angela. Se sintió aliviado al observar la botella de champaña obsequio del hotel, que no se había molestado en abrir, y que seguía en el centro de la mesa. Ella se quitó el abrigo y lo dejó sobre la silla más cercana, mientras él descorchaba la botella y llenaba dos copas hasta el borde.

– No debo tomar mucho -dijo ella-. Ya bebí bastante en la galería.

Townsend levantó la copa en el momento en que se oyó una llamada ante la puerta. Apareció un camarero, que llevaba el menú, un bloc de pedidos y un bolígrafo.

– Lenguado de Dover y una ensalada verde para mí -dijo Angela, sin molestarse en estudiar el menú que se le ofrecía.

– ¿Limpio o entero, señora? -preguntó el camarero.

– Limpio, por favor.

– Que sean dos -dijo Townsend.

Luego se tomó su tiempo para elegir un par de botellas de vino francés, ignorando el chardonnay australiano, que era su favorito.

Una vez que estuvieron sentados, Angela empezó a hablar sobre los otros artistas que exponían en Nueva York, y su entusiasmo y conocimientos sobre el tema casi le hicieron olvidar a Townsend el verdadero propósito por el que la había invitado a cenar. Mientras esperaban a que llegara la cena, condujo lentamente la conversación hacia su trabajo en la galería. Se mostró de acuerdo con su opinión sobre la exposición a cuya inauguración habían asistido, y le preguntó por qué no había hecho ella algo al respecto, puesto que era la subdirectora.

– Eso no es más que un título pomposo que tiene poca o ninguna influencia -contestó con un suspiro mientras Townsend le llenaba la copa vacía.

– ¿Quiere decir que Summers toma todas las decisiones?

– Desde luego que sí. Yo no malgastaría el dinero de la fundación en la basura de esos pseudo intelectuales. En esta ciudad hay mucho talento si una se toma la molestia de salir a buscarlo.

– La exposición ha estado bien presentada -observó Townsend, tratando de empujarla un poco más.

– ¿Bien presentada? -preguntó ella con incredulidad-. Yo no hablo de la forma de colgar los cuadros, de la iluminación o de los marcos. Me refería a los cuadros. En cualquier caso, en esa galería sólo hay una cosa que debería estar colgada.

Alguien llamó a la puerta. Townsend se levantó de la silla, abrió y se hizo a un lado para dejar pasar al camarero, que empujaba un carrito cargado. Preparó la mesa para dos en el centro del salón y explicó que el pescado estaba caliente en el cajón de abajo. Townsend firmó el recibo y le dio una propina de diez dólares.

– ¿Quiere que regrese más tarde para retirarlo todo, señor? -preguntó el camarero con amabilidad.

Recibió un ligero pero firme gesto negativo de la cabeza.

Al sentarse Townsend frente a ella, Angela ya jugueteaba con la ensalada. Descorchó el vino y llenó las dos copas.