– De modo que tiene usted la impresión de que Summers gastó posiblemente mucho más de lo necesario en la exposición -la animó a seguir.
– ¿Más de lo estrictamente necesario? -preguntó Angela, que probó el vino blanco-. Cada año despilfarra más de un millón de dólares del dinero de la fundación, a cambio de lo cual sólo podemos celebrar unas pocas fiestas, cuyo único propósito consiste en halagar su ego.
– ¿Y cómo se las arregla para gastar un millón de dólares? -preguntó Townsend, que fingió concentrarse en su ensalada.
– Bueno, tome por ejemplo la exposición de esta noche. Eso le ha costado a la fundación un cuarto de millón de dólares, para empezar. Luego, está su cuenta de gastos, que sólo se ve superada por la de Ed Koch.
– ¿Cómo consigue salir adelante sin que nadie lo advierta? -preguntó Townsend, que le volvió a llenar la copa, esperando que ella no se diera cuenta de que apenas había tocado la suya.
– Porque nadie controla sus andanzas -contestó Angela-. La fundación está controlada por su madre, que es la que tiene la bolsa…, al menos hasta que se celebre la junta anual de accionistas.
– ¿La señora Summers? -preguntó Townsend, decidido a seguir haciéndola hablar.
– Ni más ni menos -asintió Angela.
– En ese caso, ¿por qué no hace ella algo al respecto?
– ¿Cómo podría hacerlo? La pobre mujer no ha podido abandonar la cama durante los dos últimos años, y la única persona que la visita, y podría añadir que diariamente, no es ni más ni menos que su querido hijo.
– Tengo la sensación de que eso podría cambiar en cuanto Armstrong esté al frente de la situación.
– ¿Por qué dice eso? ¿Le conoce?
– No -se apresuró a contestar Townsend, tratando de recuperarse de su error-. Pero todo lo que he leído sobre él sugiere que no le gustan mucho los parásitos.
– Sólo espero que tenga razón -dijo Angela, que se sirvió otra copa de vino-, porque eso me daría una oportunidad para demostrarle lo que yo podría hacer por la fundación.
– Quizá sea ésa la razón por la que Summers no perdió de vista a Armstrong durante toda la velada.
– Ni siquiera me lo presentó -dijo Angela-, como seguramente observó usted. Lloyd no abandonará su estilo de vida sin plantear batalla, de eso puede estar seguro. -Pinchó con el tenedor un trozo de calabacín-. Y si consigue que Armstrong firme el alquiler del nuevo edificio antes de que se celebre la junta anual, no tendrá ningún motivo para hacerlo. Este vino es realmente excepcional -comentó. Dejó sobre la mesa la copa vacía, y Townsend se apresuró a descorchar la segunda botella-. ¿Está tratando de emborracharme? -preguntó riendo.
– Ni siquiera se me había pasado por la cabeza -contestó Townsend. Se levantó de la silla, sacó los dos platos del cajón caliente y los depositó sobre la mesa-. Y dígame, ¿espera usted con ilusión el traslado?
– ¿El traslado? -repitió ella sirviéndose un poco de salsa holandesa en un lado del plato.
– A las nuevas instalaciones -dijo Townsend-. Parece ser que Lloyd ha encontrado el lugar perfecto.
– ¿Perfecto? Debería serlo por tres millones de dólares. Pero ¿perfecto para quién? -preguntó, tomando el cuchillo y el tenedor.
– Por lo que explicó -dijo Townsend-, no tuvo usted muchas alternativas.
– No, más bien querrá decir que el consejo de administración no tuvo muchas alternativas porque él se encargó de explicar que no las había.
– Pero el alquiler del edificio actual expiraba, ¿no es así? -preguntó Townsend.
– Lo que no dijo en su discurso fue que el propietario habría estado encantado de renovárselo por otros diez años, sin aumentarle el alquiler -dijo Angela, que tomó de nuevo su copa de vino-. Realmente, no debería beber más, pero después de lo que bebí en la galería, esto es un verdadero placer.
– ¿Por qué no lo hizo entonces? -preguntó Townsend.
– ¿Hacer, qué?
– Renovar el alquiler.
– Porque encontró otro edificio que tiene además un ático para él -contestó, dejando de nuevo la copa sobre la mesa para concentrarse en el pescado.
– Tiene todo el derecho a vivir en el mismo lugar -observó Townsend-. Al fin y al cabo es el director.
– Cierto, pero eso no le da derecho a tener un alquiler aparte por el apartamento, de modo que cuando finalmente decida jubilarse no podrán quitárselo de encima sin pagarle una enorme compensación. Lo tiene todo bien calculado.
Angela ya empezaba a arrastrar las palabras.
– ¿Cómo sabe usted todo eso?
– Porque hubo un tiempo en que compartimos un amante -contestó ella con bastante tristeza.
Townsend se apresuró a llenarle la copa.
– ¿Dónde está ese nuevo edificio?
– ¿Por qué tiene tantas ganas de saber dónde está el nuevo edificio? -preguntó ella, que pareció recelosa por primera vez.
– Porque me gustaría volver a verla la próxima vez que venga a Nueva York -contestó él sin la menor vacilación.
Angela dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato, empujó la silla hacia atrás y preguntó:
– No tendrá usted algo de brandy, ¿verdad? Sólo uno corto, para calentarme un poco antes de afrontar la tormenta cuando regrese a casa.
– Desde luego que sí -contestó Townsend.
Se levantó, se dirigió a la nevera y sacó cuatro pequeñas botellas de brandy de marcas diferentes. Las abrió y vertió su contenido en una copa grande.
– ¿No quiere acompañarme? -preguntó ella cuando le entregó la copa.
– No, gracias. Todavía no me he terminado el vino -contestó, al tiempo que tomaba su primera copa, que apenas había tocado-. Y, lo que es más importante, yo no tengo que afrontar la tormenta. Dígame, ¿cómo se convirtió usted en subdirectora?
– Después de que otros cinco dimitieran en cuatro años, creo que fui la única persona que se presentó para ocupar ese cargo.
– Me sorprende que se moleste en tener a una subdirectora.
– Tiene que hacerlo así -dijo ella tomando un sorbo de brandy-. Lo especifican los estatutos.
– Pero debe de estar usted muy bien calificada para que se le ofreciera ese puesto de trabajo -comentó, cambiando rápidamente de tema.
– Estudié historia del arte en Yale, y obtuve mi doctorado en el Renacimiento de 1527 a 1590 en la Accademia de Venecia.
– Después de haber estudiado a Caravaggio, Luini y Miguel Ángel todos esos otros llamados artistas modernos tienen que haber representado un acusado descenso de nivel -comentó Townsend.
– Eso no me habría importado demasiado, pero soy subdirectora desde hace dos años y nunca se me ha permitido montar una sola exposición. Si él me diera al menos la oportunidad, organizaría una exposición de la que la fundación pudiera sentirse orgullosa, y por una décima parte del coste de la actual.
Angela tomó otro sorbo de brandy.
– Si eso es lo que piensa, me sorprende que haya resistido tanto -dijo Townsend.
– No será así por mucho tiempo más -aseguró ella-. Si no logro convencer a Armstrong para que cambie la política de la galería, terminaré por dimitir. Pero como Lloyd parece llevarlo por donde quiere, dudo mucho que se presente siquiera para la próxima exposición. -Hizo una pausa y tomó otro sorbo de brandy-. Ni siquiera se lo he dicho a mi madre -admitió-, pero a veces resulta más fácil hablar con extraños. Usted no trabaja en el mundo del arte, ¿verdad?
– No, como ya le dije antes, mis actividades son el transporte y las minas de carbón.
– ¿A qué se dedica realmente? ¿A conducir o a excavar? -Lo miró fijamente, se terminó el contenido de la copa y lo intentó de nuevo-. Lo que quiero decir es…
– ¿Sí? -preguntó Townsend.
– Pues, para empezar…, ¿qué transporte y adónde?
Tomó la copa, se detuvo un momento y luego, lentamente, se deslizó de la silla para caer sobre la alfombra, al tiempo que murmuraba algo sobre combustibles fósiles en la Roma del Renacimiento. Poco después estaba acurrucada sobre el suelo y ronroneaba como un gatito. Townsend la alzó con suavidad y la llevó al dormitorio. La depositó sobre la cama y cubrió su ligero cuerpo con una manta. No tuvo más remedio que admirarla por haber resistido tanto tiempo; dudaba mucho que pesara más de cincuenta kilos.