– No, no lo creo. Simplemente, habló de su trabajo en la fundación -contestó Townsend, que le abrió la puerta de la habitación.
– Fue usted muy amable al escucharme. Espero que volvamos a vernos.
– Tengo la sensación de que así será -dijo Townsend.
Ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
– Y a propósito -le dijo-, no me ha dicho en ningún momento cómo se llama.
– Keith Townsend.
– Oh, mierda -exclamó ella cuando la puerta ya se cerraba.
Esa mañana, cuando Armstrong llegó frente al 147 de Lower Broadway, se encontró con Lloyd Summers, que ya le esperaba en el último escalón, junto a una mujer delgada, de aspecto académico, que parecía muy cansada, o simplemente aburrida.
– Buenos días, señor Armstrong -dijo Summers en cuanto descendió del coche.
– Buenos días -contestó con una sonrisa forzada al estrechar la mano del director.
– Le presento a Angela Humphries, mi subdirectora. Quizá la viera anoche, en la inauguración de la exposición.
Armstrong recordaba su rostro, pero no que se la hubieran presentado. Asintió con un breve gesto de cortesía.
– Angela está especializada en el período renacentista -dijo Summers, que abrió la puerta y se hizo a un lado.
– Qué interesante -dijo Armstrong, que no hizo ningún esfuerzo por parecer interesado.
– Permítame empezar por mostrarle el edificio -dijo el director tras entrar en un gran salón vacío en la planta baja.
Armstrong se introdujo una mano en el bolsillo y apretó un conmutador.
– Son paredes maravillosas para colgar cuadros -comentó el director con tono entusiasmado.
Armstrong trató de dar la impresión de que se sentía fascinado por un edificio que no tenía ninguna intención de comprar. Pero sabía que no podía admitir eso hasta después de haber sido confirmado como presidente del Star en la junta que se celebraría el lunes, algo que probablemente no sucedería sin el apoyo del cinco por ciento de las acciones de Summers. Se las arregló para intercalar de vez en cuando un «Maravilloso», «Es ideal», «Perfecto» o «Estoy de acuerdo» en el efusivo monólogo del director, y hasta llegó a decirle: «Qué inteligente por su parte haberlo encontrado», cuando entraron en una nueva sala.
Cuando Summers lo tomó por el brazo y se dispuso a conducirlo de nuevo hacia la planta baja, Armstrong señaló una escalera que conducía a otro piso superior.
– ¿Qué hay ahí arriba? -preguntó.
– Sólo es una buhardilla -contestó Summers sin darle importancia-. Puede ser muy útil como almacén, pero no mucho más.
Angela no dijo nada, y trató de recordar si le había comentado al señor Townsend algo de lo que había en el último piso del edificio.
Al llegar de nuevo a la planta baja, Armstrong ya estaba impaciente por escaparse.
– Ahora comprenderá, presidente, por qué considero que éste es el lugar ideal para que la fundación continúe con su trabajo hasta el siglo que viene -comentó Summers al salir de nuevo a la acera.
– No podría estar más de acuerdo con usted -asintió Armstrong-. Es absolutamente ideal. -Sonrió aliviado al ver quién le esperaba sentado en el asiento de atrás de la limusina-. Me ocuparé de todo el papeleo necesario en cuanto regrese a mi oficina.
– Yo estaré en la galería durante el resto del día -dijo Summers.
– En ese caso, esta misma tarde le enviaré los documentos para la firma.
– A cualquier hora que desee… durante el día de hoy -dijo Summers, que le ofreció la mano.
Armstrong estrechó la mano del director y, sin molestarse en despedirse de Angela, subió al coche, donde encontró a Russell con un bloc amarillo sobre el regazo y el bolígrafo preparado.
– ¿Ha encontrado ya todas las respuestas? -le preguntó, antes de que el chófer pudiera poner el coche en marcha.
Se volvió para saludar a Summers antes de que el coche se apartara del bordillo.
– Sí, las tengo -contestó Russell, que miró su libreta-. Primero, la fundación está presidida actualmente por la señora Summers, que nombró director a su hijo hace seis años. -Armstrong hizo un gesto de asentimiento-. Segundo, el año pasado gastaron algo más de un millón de dólares de los beneficios del Star.
Armstrong se sujetó con firmeza al brazo del asiento.
– ¿Cómo demonios lograron hacerlo?
– Bueno, para empezar, Summers recibe un salario de ciento cincuenta mil dólares anuales. Pero lo más interesante -añadió Russell tras consultar sus notas-, es que ha conseguido incluir doscientos cuarenta mil dólares anuales en su cuenta de gastos… durante los dos últimos años.
Armstrong pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso.
– ¿Cómo lo consigue? -preguntó en el momento en que se cruzaban con un BMW blanco que, por un instante, juraría haber visto antes en alguna parte.
Se volvió a mirarlo fijamente.
– Sospecho que su madre no hace demasiadas preguntas.
– ¿Qué?
– Sospecho que su madre no hace demasiadas preguntas -repitió Russell.
– Pero ¿y el consejo de administración? Seguramente, sus miembros tienen el deber de ser más vigilantes. Por no hablar de los accionistas.
– Alguien planteó el tema durante la junta anual de accionistas del año pasado -dijo Russell tras consultar sus notas-. Pero el presidente les aseguró, y cito textualmente, que «los lectores del Star aprueban que el periódico participe en el avance de la cultura en nuestra gran ciudad».
– ¿El avance de qué? -preguntó Armstrong.
– De la cultura -contestó Russell.
– ¿Y qué me dice del edificio? -preguntó Armstrong señalando a la ventanilla trasera.
– Ninguna dirección futura tiene la obligación de comprar otro edificio una vez que haya expirado el alquiler del antiguo, en diciembre. -Armstrong sonrió por primera vez durante aquella mañana-. Debo advertirle, sin embargo -añadió Russell- que, en mi opinión, Summers deberá estar convencido de que ha comprado usted el edificio antes de que tenga lugar la junta anual de accionistas, el lunes. Si no fuera así, y como director del consorcio fideicomisario, todavía podría cambiar en el último momento el sentido del voto de su cinco por ciento de acciones.
– En ese caso, envíele dos copias de un contrato de arrendamiento, preparado para su firma. Eso lo mantendrá tranquilo hasta el lunes por la mañana.
Russell no pareció quedar muy convencido.
Cuando el BMW regresó al Carlyle, Townsend ya esperaba en la acera. Se instaló en el asiento de atrás y le preguntó al chófer:
– ¿Dónde dejó usted a la mujer?
– En Lower Broadway, en el SoHo -contestó el chófer.
– En ese caso, lléveme allí -ordenó Townsend.
Al unirse el chófer al tráfico que circulaba por la Quinta Avenida, no dejó de sentirse extrañado por lo que el señor Townsend podía ver en aquella mujer. Tenía que haber un aspecto que él no había considerado. Quizá fuera una rica heredera.
Al entrar el BMW en Lower Broadway, Townsend no dejó de observar la alargada limusina aparcada frente al edificio que mostraba un cartel que decía «En venta» en una de las ventanas delanteras.
– Aparque a este lado de la calle, a unos cincuenta metros por delante del edificio donde dejó a la mujer esta mañana -le dijo al chófer.
Una vez puesto el freno de mano, Townsend miró por encima del hombro.
– ¿Puede distinguir los números de teléfono de esos carteles?
– Hay dos carteles, señor -contestó el chófer-. Con dos números de teléfono diferentes.
– Necesito los dos -dijo Townsend.
El chófer leyó los números y Townsend los anotó en un billete de cinco dólares. Luego tomó el teléfono del coche y marcó el primer número.
– Buenos días, aquí Wood, Knight & Levy, ¿en qué podemos servirle? -preguntó una voz.
Townsend dijo estar interesado por conocer los detalles del edificio en venta del número 147 de Lower Broadway.