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– Le pondré con nuestras oficinas, señor -le dijeron.

Siguió un clic y un momento después otra voz preguntó:

– ¿En qué puedo servirle?

Townsend repitió la pregunta y lo pasaron con una tercera persona.

– ¿El número 147 de Broadway? Ah, sí, me temo que ya tenemos un posible comprador para esa propiedad, señor. Hemos recibido instrucciones de preparar un contrato de compra-venta, con la perspectiva de cerrar la operación el lunes. No obstante, tenemos otras propiedades en el mismo vecindario.

Townsend interrumpió la comunicación sin decir nada más. Sólo en Nueva York podía asombrarse alguien ante tan mala educación. Marcó en seguida el segundo número. Mientras esperaba a que le pusieran con la persona correcta, se distrajo un momento al observar un taxi que se detenía frente al edificio. Del taxi bajó un hombre alto, de edad mediana, elegantemente vestido, que se acercó a la limusina, habló un momento con el chófer y subió luego al asiento de atrás. Una voz sonó por la línea telefónica.

– Tendrá que actuar con rapidez si está interesado en comprar el edificio del 147 -le dijo una voz-, porque sé que la otra empresa que se ocupa de la transacción ya ha encontrado a un cliente interesado y están a punto de cerrar un trato, y esto que le digo no es ninguna fanfarronada. De hecho, ahora mismo están visitando el edificio, de modo que no podría llevarlo a hacer lo mismo hasta por lo menos las diez.

– A las diez me parecería bien -dijo Townsend-. Me reuniré con usted frente al edificio.

Y tras decir esto cortó la comunicación.

Townsend sólo tuvo que esperar unos pocos minutos más para que Armstrong, Summers y Angela salieran a la acera. Después de un breve intercambio de palabras y un apretón de manos, Armstrong subió a la limusina negra. No pareció sorprendido de encontrar allí a alguien que le esperaba. Al alejarse el coche, Summers le dirigió un saludo efusivo hasta que Armstrong se perdió de vista. Angela se mantuvo un par de pasos por detrás de él, con expresión de estar harta. Townsend se agachó al pasar la limusina, y al mirar de nuevo vio a Summers que detenía un taxi. Él y Angela subieron y Townsend los vio desaparecer en la dirección opuesta a la que había seguido la limusina.

En cuanto el taxi hubo doblado la esquina, Townsend bajó del coche y se acercó para estudiar el edificio desde el exterior. Un momento después continuó caminando y descubrió que algo más abajo, en la misma manzana, había otra propiedad similar en venta. También se anotó el número de teléfono indicado en el cartel en el billete de cinco dólares. Luego regresó al coche.

Una llamada telefónica más le permitió descubrir que el precio del edificio del número 171 era de dos millones y medio de dólares. Summers no sólo estaba tratando de conseguir un apartamento para él, sino que también daba la impresión de lograr un buen beneficio marginal sin que nadie lo supiera.

El chófer tabaleó sobre la ventanilla de separación interna y señaló hacia el número 147. Townsend levantó la mirada y vio a un hombre joven que subía los escalones. Colgó el teléfono, bajó del coche y se le acercó.

Después de haber recorrido detenidamente los cinco pisos del edificio, Townsend tuvo que estar de acuerdo con Angela en que era perfecto por tres millones de dólares… pero sólo para una persona. Al salir de nuevo a la acera, le preguntó al agente:

– ¿Cuál es el depósito mínimo que pediría por este edificio?

– El diez por ciento, no recuperable -contestó.

– Con los habituales treinta días para formalizar la operación, supongo.

– En efecto, señor -asintió el agente.

– Bien. En ese caso, extienda inmediatamente un contrato -dijo Townsend, que le entregó su tarjeta al joven-. Y envíemelo al Carlyle.

– Sí, señor -repitió el agente-. Me aseguraré de que lo reciba esta misma tarde.

Townsend extrajo finalmente un billete de cien dólares de la cartera y lo sostuvo ante el joven, para que éste pudiera ver la efigie del presidente grabada en él.

– Y quiero que el otro agente que trata de vender la propiedad sepa que haré un depósito por la compra de este edificio a primeras horas del lunes por la mañana.

El joven se embolsó el billete de cien dólares y asintió.

En cuanto Townsend llegó a su habitación del Carlyle, llamó inmediatamente a Tom a su despacho.

– ¿Qué planes tiene para el fin de semana? -le preguntó a su abogado.

– Una partida de golf y un poco de jardinería -contestó Tom-. Y también esperaba ver jugar a mi hijo menor en la escuela superior. Pero por su forma de plantear la pregunta, Keith, tengo la sensación de que ni siquiera tendré que tomar el tren de regreso a Greenwich.

– Tiene razón. Tenemos mucho trabajo que hacer antes del lunes por la mañana si es que quiero ser el próximo propietario del New York Star.

– ¿Por dónde tengo que empezar?

– Por un contrato de compra-venta que hay que revisar antes de que lo firme. Luego, quiero que cierre usted un acuerdo con la única persona que puede hacer posible todo esto.

Cuando Townsend colgó finalmente el teléfono, se reclinó en el sillón y observó fijamente el pequeño libro rojo que le había mantenido despierto la noche anterior. Pocos minutos después lo había tomado y abierto por la página cuarenta y siete.

Por primera vez en su vida se sintió agradecido por haber recibido una educación en Oxford.

33

Guerra de las galaxias

Armstrong firmó el contrato de alquiler y luego le pasó la pluma a Russell, que firmó como testigo.

Lloyd Summers no había dejado de sonreír desde que llegó aquella mañana a la Torre Trump, y casi saltó de la silla cuando Russell añadió su firma al contrato de alquiler por el edificio del número 147 de Lower Broadway. Extendió la mano y le dijo a Armstrong:

– Gracias, presidente. Espero con ansia poder trabajar con usted.

– Y yo con usted -dijo Armstrong, que le estrechó la mano.

Summers se inclinó ante Armstrong y luego hizo una inclinación algo menor ante Russell. Tomó el contrato y el depósito de trescientos mil dólares y se volvió para salir de la habitación. Al llegar a la puerta, se volvió a mirarlo y le dijo:

– Nunca lo lamentará.

– Me temo que pueda llegar a lamentarlo, Dick -comentó Russell en cuanto se hubo cerrado la puerta-. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?

– No me quedó más alternativa en cuanto descubrí lo que Townsend se proponía.

– De modo que acaba de tirar a la basura esos tres millones de dólares -dijo el abogado.

– Trescientos mil -le corrigió Armstrong.

– No comprendo.

– He pagado el depósito, pero no tengo ninguna intención de comprar ese condenado edificio.

– Pero entonces le demandará si no cumple lo pactado en el término de treinta días.

– Lo dudo mucho -dijo Armstrong.

– ¿Qué le hace estar tan seguro?

– Porque dentro de un par de semanas llamará usted a su abogado y le dirá lo horrorizado que me sentí al descubrir que su cliente había firmado un contrato de alquiler por separado para un ático situado por encima de la galería, y que él me describió como una simple buhardilla.

– Eso será casi imposible de demostrar.

Armstrong extrajo un pequeño casette del bolsillo interior y se lo entregó a Russell.

– Puede que sea mucho más fácil de lo que cree.

– Pero esto será inadmisible como prueba -observó Russell, que tomó la cinta.

– En ese caso, tendrá que preguntarle qué habría ocurrido con los seiscientos mil dólares que los agentes le iban a pagar a Summers por encima del precio de venta original.

– Se limitará a negarlo, sobre todo porque usted no habrá cumplido con su parte del contrato.