Выбрать главу

Armstrong guardó un momento de silencio.

– Bueno, siempre queda un último recurso.

Abrió un cajón de su mesa y retiró una prueba de la primera página del Star, cuyo titular decía: «Lloyd Summers acusado de fraude».

– Le interpondrá otra demanda.

– No después de leer las páginas del interior.

– Pero eso ya será una historia muy antigua cuando llegue el momento de celebrarse el juicio.

– No, no lo será mientras yo sea el propietario del Star.

– ¿Cuánto tiempo tardará? -preguntó Townsend.

– Yo diría que unos veinte minutos -contestó Tom.

– ¿Y a cuántas personas ha logrado reunir?

– Algo más de doscientas.

– ¿Será eso suficiente?

– Fue todo lo que conseguí con tan poco tiempo, de modo que esperemos que sí.

– ¿Saben exactamente lo que se espera de ellos?

– Desde luego. Anoche les hice efectuar varios ensayos. Pero quisiera que se dirigiera usted a ellos antes de que empiece la junta.

– ¿Y qué me dice de la actriz principal? ¿Ha ensayado bien su papel? -preguntó Townsend.

– No necesitó hacerlo porque ya lo había estudiado desde hacía algún tiempo.

– ¿Estuvo de acuerdo con mis condiciones?

– Ni siquiera regateó.

– ¿Y lo del contrato? ¿Alguna sorpresa por ese lado?

– Ninguna. Todo salió tal como ella dijo.

Townsend se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia Central Park.

– ¿Será usted el que proponga la moción?

– No. Le he pedido a Andrew Fraser que se encargue de eso. Yo voy a estar con usted.

– ¿Por qué eligió a Fraser?

– Es el socio más antiguo y eso le permitirá al presidente darse cuenta de lo serio de nuestra actitud.

Townsend se giró en redondo para mirar a su abogado.

– Entonces ¿qué puede salir mal?

Al salir Armstrong de las oficinas de Keating, Gould & Critchley, acompañado por el socio más antiguo del bufete de abogados, se encontró ante una batería de cámaras, fotógrafos y periodistas, todos los cuales esperaban obtener respuesta a las mismas preguntas.

– ¿Qué cambios se propone hacer, señor Armstrong, una vez que se convierta en el presidente del Star?

– ¿Por qué cambiar una gran institución? -replicó-. En cualquier caso -añadió mientras caminaba por el largo pasillo y salía a la acera-, no soy la clase de propietario que interfiere en el funcionamiento cotidiano de un periódico. Pregunten a cualquiera de mis directores. Ellos se lo confirmarán.

Uno o dos de los periodistas que le seguían ya habían hecho precisamente eso, pero antes de que pudieran plantearle más preguntas, Armstrong ya había llegado a la relativa seguridad de su limusina.

– Condenados buitres -exclamó en cuanto el coche emprendió la marcha hacia el Hotel Plaza, donde se iba a celebrar la junta anual de accionistas del Star-. Ni siquiera puede controlar uno a los que emplea.

Russell no hizo ningún comentario. A lo largo del trayecto por la Quinta Avenida, Armstrong empezó a mirar el reloj a cada pocos momentos. Los semáforos parecían ponerse en rojo justo cuando se acercaban a ellos. ¿O es que uno sólo se da cuenta de esas cosas cuando tiene prisa? Armstrong miró por la ventanilla hacia la acera llena de gentes de Manhattan que caminaban presurosas en ambas direcciones, a un ritmo que ahora ya daba por sentado. Al ponerse el semáforo en verde se tocó el bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que llevaba el texto del discurso de aceptación del cargo. Había leído en cierta ocasión que Margaret Thatcher nunca permitía que sus ayudantes le llevaran los textos de los discursos que tenía que pronunciar, porque le aterrorizaba la idea de llegar ante un podio sin llevar escrito el guión de lo que tenía que decir. Ahora comprendió por primera vez la angustia de la primera ministra.

La nerviosa conversación entre Armstrong y su abogado se detuvo y reanudó varias veces, mientras el coche pasaba ante el edificio de la General Motors. Armstrong extrajo una gran polvera del bolsillo y se empolvó la frente. Russell seguía mirando fijamente por la ventanilla.

– Entonces ¿qué puede salir mal? -preguntó Armstrong por enésima vez.

– Nada -repitió Russell, que tabaleó con los dedos sobre el maletín de cuero que sostenía sobre las rodillas-. Tengo acciones y delegaciones de voto que totalizan el cincuenta y uno por ciento del accionariado, y sabemos que Townsend sólo cuenta con el cuarenta y seis por ciento. Así que relájese.

Más cámaras, fotógrafos y periodistas esperaban en los escalones del Plaza al detenerse la limusina. Russell miró a su cliente que, a pesar de sus afirmaciones en contra, parecía disfrutar de cada momento de atención de que era objeto. Al salir Armstrong del coche, el director del Plaza se adelantó hacia él para saludarlo como si se tratara de un jefe de Estado que estuviera de visita. Condujo a los dos hombres hacia el interior del hotel, cruzaron el vestíbulo y se dirigieron a la Sala Lincoln. Armstrong no vio a Keith Townsend, acompañado por el socio más antiguo de otro distinguido bufete de abogados, que salieron del ascensor al pasar él y su grupo.

Townsend había llegado al Plaza una hora antes. Sin que el director lo supiera, comprobó la sala donde se celebraría la junta y luego se dirigió a la suite State, donde Tom había reunido a un equipo de actores sin trabajo. Les informó brevemente del papel que esperaba que representaran y por qué era necesario que firmaran tantos formularios de transferencia de acciones. Cuarenta minutos más tarde, regresó al vestíbulo.

Townsend y Tom Spencer se encaminaron lentamente hacia la Sala Lincoln, por detrás de Armstrong. Podrían haber sido confundidos fácilmente por dos de sus acólitos.

– ¿Y si ella no aparece? -preguntó Townsend.

– Entonces, una gran cantidad de gente habrá empleado mucho tiempo y dinero inútilmente -contestó Tom al entrar en la Sala Lincoln.

A Townsend le sorprendió ver lo llena que ya estaba la sala; imaginaba que las quinientas sillas que había visto colocar al personal a primeras horas de la mañana serían muchas más de las necesarias. Pero se equivocaba, y ya había gente de pie al fondo. Recorrida una tercera parte de la sala, un cordón rojo impedía a todo aquel que no fuera accionista acomodarse en las veinte hileras de sillas situadas delante del estrado. Los miembros de la prensa, los empleados del periódico y los simples curiosos tenían que quedarse al fondo de la sala.

Townsend y su socio avanzaron lentamente por el pasillo central, acosados por el flash de alguna que otra cámara, hasta que llegaron al cordón rojo, donde se les pidió a ambos que demostraran que eran accionistas de la compañía. Una mujer eficiente recorrió con un dedo una larga lista de nombres que abarcaba varias páginas. Hizo dos pequeñas cruces junto a los dos nombres, les sonrió y desenganchó el cordón para permitirles el paso.

Lo primero que observó Townsend fue la enorme atención que los medios de comunicación centraban en Armstrong y en su séquito, que parecían ocupar la mayoría de los asientos de las dos primeras filas. Fue Tom el primero en verlos. Tocó ligeramente a Townsend con el codo.

– Extremo de la izquierda -le dijo-. Hacia la décima fila.

Townsend miró a su izquierda y emitió un audible suspiro de alivio al ver a Lloyd Summers y a su subdirectora, sentados juntos.

Tom condujo a Townsend hacia el otro extremo de la sala, y los dos ocuparon sendos asientos al fondo. Townsend miró nervioso a su alrededor, y Tom señaló con un gesto hacia otro hombre que avanzaba en ese momento por el pasillo central. Andrew Fraser, el socio más antiguo del bufete de Tom ocupó un asiento vacío un par de, filas por detrás de Armstrong.

Townsend dirigió su atención hacia el estrado, donde reconoció a algunos de los directores del Star, con los que se había reunido a lo largo de las últimas seis semanas. Formaban pequeños grupos por detrás de una mesa alargada, cubierta con un paño verde en el que se leían en grandes letras rojas las palabras «The New York Star». Sabía que Armstrong les había prometido a varios de ellos que permanecerían en el consejo si él era elegido presidente. Ninguno de ellos le creyó.