– Señor presidente, no le sorprenderá que apoye al hombre que, en mi opinión, servirá mejor a los intereses de la fundación.
Hizo una pausa que Armstrong aprovechó para levantarse y saludarla, moviendo una mano en su dirección, pero el resplandor de los focos de la televisión impidió que ella lo viera. El presidente pareció relajarse.
– El consorcio fideicomisario ofrece su voto, correspondiente al cinco por ciento de las acciones, en favor del señor… -Hizo una nueva pausa, evidentemente disfrutando de cada momento-…, Keith Townsend.
Fuertes murmullos estallaron de nuevo en la sala. Por primera vez, el presidente se quedó sin habla. Dejó caer el martillo al suelo y miró con la boca abierta hacia Angela. Un momento después se recuperó y empezó a imponer orden. Una vez que creyó ser oído por los presentes, preguntó:
– ¿Es usted consciente, señorita Humphries, de las consecuencias de cambiar el sentido del voto de la fundación en esta fase tan avanzada?
– Desde luego que lo soy, señor presidente -contestó ella con firmeza.
Un grupo de abogados de Armstrong ya se había levantado para protestar. El presidente no hacía más que golpear con el martillo para imponer orden. Una vez que se hubieron acallado las voces, anunció que, puesto que la señorita Humphries cedía los votos de su cinco por ciento de la compañía, en posesión de la fundación, en favor del señor Townsend, eso le proporcionaba el 51 por ciento de los votos totales, contra el 46 por ciento de Armstrong y que, en consecuencia, según el artículo 11 A, apartado d de los estatutos, no tenía más remedio que declarar al señor Keith Townsend nuevo presidente del New York Star.
Los doscientos accionistas que habían llegado en el último momento al salón se pusieron a vitorear a coro, como extras de una película bien ensayada, mientras Townsend se levantaba y se dirigía al estrado. Armstrong abandonó precipitadamente la sala, y dejó a sus abogados que continuaran con sus protestas.
Townsend empezó por estrechar las manos de Cornelius Adams, el presidente anterior, y las de cada uno de los miembros del consejo de administración, aunque ninguno de ellos pareció particularmente complacido con él.
Luego, ocupó su asiento en el centro del estrado y observó la ruidosa sala.
– Señor presidente, damas y caballeros -dijo, tomando el micrófono-, quisiera empezar por expresarle mi agradecimiento, señor Adams, así como al consejo de administración del Star, por el servicio y el inspirado liderazgo que todos han ofrecido a la empresa durante los últimos años, y les deseo a todos y cada uno de ustedes el mayor éxito en todo aquello que decidan hacer en el futuro.
Tom se sintió contento que Townsend no viera las expresiones de los rostros de los hombres sentados tras él.
– Quisiera asegurar a los accionistas de este gran periódico, que haré todo lo que esté en mi poder para mantener las tradiciones del Star. Cuentan con mi palabra de que nunca interferiré en la integridad editorial del periódico, como no sea para recordar a cada uno de sus periodistas las palabras del gran C. P. Scott, director del Manchester Guardian, y que han sido el lema de mi vida profesionaclass="underline" «El comentario es libre, pero los hechos son sagrados».
Los actores se levantaron de nuevo de sus asientos y empezaron a aplaudir al unísono. Una vez amortiguado el ruido de los aplausos, Townsend terminó diciendo:
– Espero verles a todos ustedes dentro de un año.
Dejó caer el martillo y dio por concluida la junta anual general de accionistas.
Varias de las personas sentadas en la primera fila se levantaron inmediatamente de nuevo para continuar con sus protestas, mientras que otras doscientas cumplían con las instrucciones que se les habían dado. Se levantaron y empezaron a dirigirse hacia la salida, hablando en voz alta entre ellas. Pocos minutos más tarde en la sala sólo quedaba un grupo de personas que protestaban ante un estrado vacío.
En cuanto Townsend abandonó la sala, lo primero que hizo fue preguntarle a Tom:
– ¿Ha redactado un nuevo contrato de alquiler por el antiguo edificio de la fundación?
– Sí, está en mi despacho. Lo único que necesita es su firma.
– ¿Y no se producirá aumento en el alquiler?
– No, se ha concretado ya para los próximos diez años -contestó Tom-. Tal y como la señorita Humphries me aseguró que se haría.
– ¿Y el contrato de ella?
– También es por diez años, pero con un tercio del salario de Lloyd Summers.
Al salir los dos hombres del hotel, Townsend se volvió hacia su abogado y le comentó:
– Bien, lo único que tengo que decidir ahora es si firmar ese contrato o no.
– Pero yo ya he llegado a un acuerdo verbal con ella -dijo Tom.
Townsend miró a su abogado con una sonrisa burlona, mientras el director del hotel y varios cámaras, fotógrafos y periodistas les seguían hacia el coche que esperaba.
– Ahora me toca a mí hacerle una pregunta -dijo Tom una vez que estuvieron sentados en el interior del BMW.
– Adelante.
– Ahora que todo ha pasado, quisiera saber cuándo se le ocurrió este golpe maestro para derrotar a Armstrong.
– Hace aproximadamente cuarenta años.
– Creo que no le comprendo -dijo el abogado, que lo miró extrañado.
– No tiene razones para comprenderlo, compañero Tom, pero eso es porque no era usted miembro del Club Laborista de la Universidad de Oxford, cuando no pude convertirme en presidente del mismo simplemente porque no me había molestado en leer sus estatutos.
34
Cuando Armstrong salió precipitadamente del Salón Lincoln, decidido a no sufrir la humillación de tener que asistir al discurso de aceptación de Townsend, pocos fueron los periodistas que se molestaron en seguirle. Pero sí lo hicieron dos caballeros llegados expresamente desde Chicago. Las instrucciones de su cliente no podían haber quedado más claras.
– Hagan una oferta a cualquiera de los dos que fracase para convertirse en presidente del Post.
Armstrong se quedó a solas en la acera, tras haber despachado a uno de sus caros abogados para que encontrara y le trajera su limusina. Al director del hotel ya no se le veía por ninguna parte.
– ¿Dónde está mi condenado coche? -gritó Armstrong, que miró fijamente el BMW blanco aparcado en la acera de enfrente.
– Acudirá a recogernos dentro de un momento -contestó Russell, que llegó en ese momento a su lado.
– ¿Cómo ha logrado ganar la votación? -preguntó Armstrong.
– Tuvo que haber creado un gran número de accionistas durante las últimas veinticuatro horas. Accionistas que no aparecerán en el registro durante por lo menos otras dos semanas.
– Entonces, ¿por qué se les permitió asistir a la junta?
– Lo único que tenían que hacer era presentar a la persona que comprobaba la lista la demostración de que poseían las acciones mínimas exigidas para su asistencia, junto con su identidad. Todo lo que se necesitó fueron cien acciones por, digamos, doscientos de ellos. Podrían haber comprado esas acciones a cualquier agente de Bolsa de Wall Street, o el mismo Townsend pudo haberles cedido 20.000 de sus acciones antes de que se iniciara la junta.
– ¿Y eso es legal?
– Digamos que entra dentro de la letra de la ley -contestó Russell-. Podríamos desafiar esa legalidad ante los tribunales. En eso se tendrían que emplear un par de años de trabajo, y no hay forma de saber de qué lado se pondría el juez. Pero mi consejo es que se limite usted a vender sus acciones y conseguir un buen beneficio por ellas.