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– Ése es exactamente la clase de consejo que me daría usted -dijo Armstrong-. Y no tengo la intención de seguirlo. Voy a exigir tres puestos en el consejo de administración y acosar a ese condenado hombre durante el resto de su vida.

Dos hombres altos, elegantemente vestidos con abrigos negros se encontraban a pocos metros de distancia de ellos. Armstrong imaginó que debían de formar parte del equipo de abogados de Critchley.

– ¿Cuánto me están costando esos dos? -preguntó.

Russell se volvió a mirarlos.

– No los había visto antes -contestó.

Eso pareció actuar como una excusa, porque uno de los dos hombres se adelantó un paso hacia ellos.

– ¿Señor Armstrong? -preguntó.

Armstrong se disponía a contestar cuando Russell se adelantó un paso y lo hizo por él.

– Soy Russell Critchley, el abogado del señor Armstrong en Nueva York. ¿Qué desean?

El más alto de los dos hombres sonrió.

– Buenas tardes, señor Critchley. Soy Earl Withers, de Spender, Dickson & Withers, de Chicago. Tengo entendido que hemos tenido el placer de mantener negociaciones con su bufete en el pasado.

– En muchas ocasiones -asintió Russell, que sonrió por primera vez.

– Digan lo que tengan que decir -intervino Armstrong.

El más bajo de los dos hombres asintió con un gesto.

– Nuestro bufete tiene el honor de representar al Chicago News Group, y mi colega y yo desearíamos discutir una propuesta de negocios con su cliente.

– ¿Por qué no se ponen en contacto conmigo mañana por la mañana, en mi oficina? -sugirió Russell, en el momento en que llegaba la limusina.

– ¿De qué propuesta de negocios se trata? -preguntó Armstrong cuando el chófer bajó y le abrió la portezuela trasera.

– Hemos sido autorizados para ofrecerle la oportunidad de comprar el New York Tribune.

– Como ya le he dicho… -empezó a decir nuevamente Russell.

– Les veré a ambos en mi apartamento de la Torre Trump dentro de quince minutos -dijo Armstrong antes de subir al coche.

Withers asintió con un gesto mientras Russell se dirigía hacia el otro lado del coche y se acomodaba junto a su cliente. Cerró la portezuela, apretó un botón y no dijo nada hasta que el cristal de separación se elevó entre ellos y el chófer.

– Dick, en ninguna circunstancia le recomendaría… -empezó a decir el abogado.

– ¿Por qué no? -preguntó Armstrong.

– Es bastante sencillo -dijo Russell-. Todo el mundo sabe que el Tribune tiene unas deudas de doscientos millones de dólares, y pierde más de un millón de dólares a la semana. Además, se halla enzarzado en una insostenible disputa con los sindicatos. Le aseguro, Dick, que nadie puede darle la vuelta a la situación de ese periódico.

– Townsend consiguió hacerlo con el Globe -observó Armstrong-. Como sé muy bien a mi propia costa.

– Eso fue una situación completamente diferente -dijo Russell, que empezaba a sentirse desesperado.

– Y apuesto a que vuelve a hacer lo mismo con el Star.

– A partir de una base mucho más viable, que es precisamente la razón por la que montó usted una operación para apoderarse del periódico.

– En la que usted fracasó -le dijo Armstrong-. Así pues, no se me ocurre ninguna razón por la que no deba escuchar su propuesta.

La limusina se detuvo momentos después frente a la Torre Trump. Los dos abogados de Chicago ya estaban allí, esperándoles.

– ¿Cómo han conseguido llegar antes? -preguntó Armstrong, que abrió la portezuela y bajó a la acera.

– Tengo la impresión de que han venido a pie -contestó Russell.

– Síganme -les dijo Armstrong a los dos abogados, para dirigirse directamente hacia los ascensores.

Ninguno de ellos dijo nada hasta que se encontraron todos en el ático. Armstrong ni siquiera les preguntó si deseaban quitarse los abrigos o sentarse, y no les ofreció una taza de café.

– Mi abogado me dice que su periódico está en bancarrota y que ni siquiera es prudente que hable con ustedes.

– Es posible que el consejo del señor Critchley sea correcto. A pesar de todo, el Tribune sigue siendo el único competidor del New York Star -dijo Withers, que parecía actuar como portavoz-. Y a pesar de todos sus problemas actuales, sigue teniendo una tirada superior al Star.

– Sólo cuando consigue llegar a ser distribuido en las calles -intervino Russell.

Withers asintió con un gesto pero no dijo nada, evidentemente con la esperanza de que pasaran a otro tema.

– ¿Es cierto que tiene una deuda de doscientos millones de dólares? -preguntó Armstrong.

– Doscientos siete millones, para ser exactos -asintió Withers.

– ¿Y pierde más de un millón a la semana?

– Aproximadamente un millón trescientos mil.

– ¿Y que los sindicatos les tienen cogidos por los huevos?

– En Chicago, señor Armstrong, lo describiríamos como cogidos por el cañón del arma. Pero ésa es precisamente la razón por la que mis clientes creen que deberíamos ponernos en contacto con usted, puesto que no tenemos mucha experiencia en tratar a los sindicatos.

Russell confiaba que su cliente comprendiera que Withers habría podido cambiar el nombre de Armstrong por el de Townsend si la votación celebrada media hora antes hubiera salido de otro modo. Observó con atención a su cliente, y empezó a temer que se sintiera lentamente seducido por los dos hombres de Chicago.

– ¿Por qué podría hacer yo algo que ustedes han sido tan lamentablemente incapaces de hacer en el pasado? -preguntó Armstrong volviéndose a mirar para contemplar una vista panorámica de Manhattan.

– Temo que la prolongada relación de mi cliente con los sindicatos haya llegado a ser insostenible, y las cosas no se ven facilitadas por el hecho de que el periódico hermano del Tribune, así como la sede central del grupo se encuentren en Chicago. Debo añadir que se va a necesitar a un gran hombre para sortear esta clase de problemas. Alguien que sea capaz de enfrentarse a los sindicatos tal y como hizo el señor Townsend con tanto éxito en Gran Bretaña.

Russell observó para ver la reacción de Armstrong. No podía creer que su cliente se dejara engatusar por unos halagos tan serviles. Lo que debía hacer era darse media vuelta y echarlos de allí. Armstrong hizo lo primero, pero no lo segundo.

– Y si no lo compro, ¿cuál es su alternativa?

Russell se inclinó en su silla, se llevó las manos a la cabeza y emitió un suspiro audible.

– No tendremos más remedio que cerrar el periódico y permitir que Townsend disfrute del monopolio periodístico en esta ciudad.

Armstrong no dijo nada, pero siguió mirando fijamente a los dos hombres, que todavía no se habían quitado los abrigos.

– ¿Cuánto esperan conseguir por ello?

– Estamos abiertos a recibir sus ofertas -contestó Withers.

– Apuesto a que sí -dijo Armstrong.

Russell hubiera querido que les hiciera una oferta que ellos pudieran rechazar.

– De acuerdo -dijo Armstrong, que evitó la mirada de incredulidad de su abogado-. Ésta es mi oferta. Me haré cargo del periódico por veinticinco centavos, el precio actual de un ejemplar.

Lanzó una risotada. Los abogados de Chicago sonrieron por primera vez y Russell hundió aún más la cabeza entre las manos.

– Pero tendrán que asumir la deuda de doscientos siete millones de dólares en su balance -añadió Armstrong-. Y mientras se efectúan todos los trámites, cualquier coste adicional por el funcionamiento cotidiano del periódico será de su entera responsabilidad. -Se giró para mirar a Russell-. Ofrezca una copa a nuestros dos amigos mientras consideran mi propuesta.

Armstrong se preguntó cuánto tiempo tardarían en regatear. Pero no tenía forma de saber que el señor Withers había recibido instrucciones de vender el periódico por un dólar. El abogado tendría que informar a sus clientes de que habían perdido setenta y cinco centavos en el trato.