– Regresaremos a Chicago y recibiremos instrucciones -fue todo lo que dijo Withers.
Una vez que los dos abogados de Chicago se marcharon, Russell se pasó el resto de la tarde tratando de convencer a su cliente de que sería un error comprar el Tribune, fueran cuales fuesen las condiciones.
Pocos minutos después de las seis, al abandonar la Torre Trump, después de haber tomado parte en el almuerzo más prolongado de su vida, acordaron que si Withers llamaba para aceptar su oferta, Armstrong dejaría bien claro que ya no estaba interesado en ella.
Cuando Withers llamó a la semana siguiente para comunicar que sus clientes habían aceptado la oferta, Armstrong le dijo que se lo había pensado mejor.
– ¿Por qué no visita el edificio antes de dar una respuesta definitiva? -sugirió Withers.
Armstrong no vio nada de malo en ello y hasta le pareció que sería una forma fácil de librarse del compromiso. Russell sugirió acompañarlo para, después de haber visitado el edificio, encargarse de llamar a Chicago y explicar que su cliente no deseaba seguir adelante.
Aquella misma tarde, al llegar ante el edificio del New York Tribune, Armstrong se situó en la acera de enfrente y contempló el rascacielos art déco. Aquello fue amor a primera vista. Al entrar en el vestíbulo y ver el globo de cinco metros de altura, en el que se indicaba la distancia en millas a las principales ciudades del mundo, incluidas Londres, Moscú y Jerusalén, se sintió con ánimos para declararse. Pero el matrimonio quedó consumado en cuanto le empezaron a vitorear los cientos de empleados que se habían reunido en el vestíbulo, a la espera de su llegada. Por mucho que su abogado trató de convencerlo de lo contrario, no pudo evitar que tuviera lugar la ceremonia de firma del contrato.
Seis semanas más tarde, Armstrong tomó posesión del New York Tribune. El titular de la primera página del periódico de aquella tarde informaba a los neoyorquinos: «¡DICK TOMA EL MANDO!».
Townsend se enteró de la oferta de Armstrong de adquirir el Tribune por veinticinco centavos en el programa Today, cuando estaba a punto de meterse en la ducha. Se detuvo y observó a su rival en la pantalla del televisor, repantigado en un sillón y llevando una gorra roja de béisbol, con la leyenda «The N. Y. Tribune» grabada en ella.
– Tengo la intención de mantener en las calles al periódico más grande de Nueva York -le decía a Barbara Walters-, me cueste lo que me cueste.
– El Star ya está en las calles -dijo Townsend, como si Armstrong estuviera en la habitación y pudiera oírle.
– Y seguir ofreciendo trabajo a los mejores periodistas de Estados Unidos.
– Ésos ya trabajan para el Star.
– Y quizá, si tengo un poco de suerte, hasta es posible que consiga unos pocos de beneficios -añadió Armstrong con una risa.
– Deberás tener mucha suerte para eso -dijo Townsend-. Pregúntale ahora cómo piensa negociar con los sindicatos -añadió, mirando fijamente a Barbara Walters.
– Pero ¿no existe un gran problema de exceso de personal, que ha agobiado al Tribune durante las tres últimas décadas?
Townsend dejó abierto el grifo de la ducha, mientras esperaba a escuchar la respuesta.
– Es posible que haya sido así en el pasado, Barbara -contestó Armstrong-. Pero les he dejado bien claro a los sindicatos afectados que si no aceptan los recortes que propongo en el personal, no me quedará más alternativa que cerrar el periódico de una vez por todas.
– ¿Cuánto tiempo les darás para que decidan? -preguntó Townsend.
– ¿Y durante cuánto tiempo estará dispuesto a seguir perdiendo más de un millón de dólares a la semana antes de cumplir con esa amenaza?
La mirada de Townsend no se apartó en ningún momento de la pantalla.
– No he podido dejar más clara mi postura a los líderes sindicales -contestó Armstrong con firmeza-. Seis semanas como máximo.
– Pues le deseo mucha suerte, señor Armstrong -dijo Barbara Walters-. Espero poder entrevistarle de nuevo dentro de seis semanas.
– Una invitación que me sentiré feliz de aceptar, Barbara -dijo Armstrong llevándose los dedos a la punta de la gorra de béisbol.
Townsend apagó el televisor, se quitó el batín y se metió en la ducha.
A partir de ese momento no necesitó emplear a nadie para que le mantuviera informado de los planes de Armstrong. Por una inversión de veinticinco centavos diarios quedaba perfectamente informado con la lectura de las páginas del Tribune. Woody Allen sugirió que se necesitaría que un avión se estrellara en el centro de Queens para que Armstrong desapareciera de la primera página del periódico, y aun así tendría que tratarse de un Concorde.
Townsend también se enfrentaba al mismo problema con los sindicatos. Cuando en el Star se inició una huelga, el Tribune casi duplicó su tirada de la noche a la mañana. Armstrong empezó a aparecer en todos los canales de televisión que quisieron entrevistarle, para decirle a los neoyorquinos que «si se sabe negociar con los sindicatos, las huelgas son totalmente innecesarias». Los líderes sindicales comprendieron rápidamente que Armstrong disfrutaba apareciendo en la primera página del periódico y en los programas de la televisión, y que estaba poco dispuesto a cerrar el Tribune o admitir que había fracasado.
Cuando Townsend llegó finalmente a un acuerdo con los sindicatos, el Star no había salido a la calle desde hacía dos meses y había perdido varios millones de dólares. Necesitó emplear buena parte de su tiempo en reconstruir la circulación del periódico. Las cifras del Tribune, sin embargo, no se vieron ayudadas por una serie de titulares que comunicaban a los neoyorquinos que «Dick muerde la Gran Manzana», «Dick lanza por los Yanquis» y «El mágico Dick encesta por los Nicks». Pero todo eso pareció poco en cuanto regresaron las tropas enviadas al Golfo y la ciudad ofreció a los héroes que regresaban a casa un desfile de bienvenida a lo largo de la Quinta Avenida. La primera página del Tribune publicó una foto de Armstrong de pie en el podio, entre el general Schwarzkopf y el mayor Dinkins; en los artículos interiores, que cubrían el acontecimiento con todo lujo de detalles, el nombre del capitán Armstrong, Cruz Militar, se mencionaba en cuatro páginas diferentes.
Pero, a medida que pasaron las semanas, Townsend no encontró la menor alusión a que Armstrong hubiera llegado a un acuerdo con los sindicatos de impresores, por mucho que buscara en las columnas del Tribune. Seis semanas más tarde, al ser invitado de nuevo para acudir al programa de Barbara Walters, el secretario de prensa de Armstrong le comunicó que nada le habría gustado más, pero que tenía que estar en Londres para asistir a una reunión del consejo de administración de la compañía madre.
Eso, al menos, era cierto, aunque sólo porque Peter Wakeham le había llamado para advertirle que sir Paul había decidido seguir el sendero de la guerra, y exigía saber durante cuánto tiempo más tenía la intención de mantener el New York Tribune en las calles mientras seguía perdiendo más de un millón de dólares a la semana.
– ¿Quién se imagina que le ha permitido mantenerse en su puesto como presidente? -replicó Armstrong.
– No puedo estar más de acuerdo con usted -asintió Peter-. Pero me pareció que debía saber lo que sir Paul le está diciendo a todo el mundo.
– En tal caso tendré que regresar y explicarle unas pocas verdades a sir Paul, ¿no le parece?