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La limusina se detuvo en el tribunal del distrito, en el Lower Manhattan, pocos minutos antes de las diez y media. Townsend, acompañado por su abogado, bajó del coche y subió rápidamente los escalones de acceso al tribunal.

Tom Spencer había visitado el edificio el día anterior para ocuparse de todas las formalidades legales, de modo que sabía exactamente adónde tenía que ir su cliente, y lo condujo a través del dédalo de pasillos. Una vez que entraron en la sala del tribunal, los dos se apretaron en uno de los atestados bancos situados al fondo, y esperaron pacientemente. La sala estaba llena de gente que hablaba en idiomas diferentes. Ellos aguardaron en silencio entre dos cubanos, y Townsend se preguntó si había tomado la decisión correcta. Tom no había dejado de señalarle que, si deseaba expandir su imperio, aquella era la única forma que le quedaba, aun sabiendo que tanto sus compatriotas como los más destacados estamentos británicos, se mostrarían muy críticos con sus razones. Lo que no podía decirles era que ninguna fórmula de palabras podía hacer que se sintiera más que como australiano.

Veinte minutos más tarde, un juez con una larga toga negra entró en el tribunal y todos los presentes se levantaron. Una vez que él hubo tomado asiento en el banco, un funcionario de inmigración se adelantó y dijo:

– Señoría, solicito permiso para presentarle a ciento setenta y dos inmigrantes para su consideración como ciudadanos estadounidenses.

– ¿Han cumplido todos ellos con el procedimiento correcto, tal como exige la ley? -preguntó el juez con solemnidad.

– Así lo han hecho, señoría -contestó el funcionario.

– En ese caso puede proceder a tomarles el juramento de fidelidad.

Townsend y otros 171 futuros ciudadanos estadounidenses recitaron al unísono las palabras que había leído por primera vez en el coche, durante el trayecto hasta el tribunal.

– Declaro por la presente, bajo juramento, que renuncio absoluta y completamente y abjuro de cualquier otra fidelidad y obediencia a cualquier príncipe extranjero, potestad, estado o soberanía, de la que haya sido hasta el momento súbdito o ciudadano; que apoyaré y defenderé la Constitución y las leyes de Estados Unidos de América contra todos sus enemigos, tanto extranjeros como nacionales; que demostrará verdadera fidelidad a la misma; que tomaré las armas, en nombre de Estados Unidos, cuando así lo exija la ley; que realizaré servicios no combatientes en las fuerzas armadas de Estados Unidos cuando así lo exija la ley; que realizaré trabajos de importancia nacional, bajo dirección civil, siempre que así lo exija la ley, y que acepto libremente esta obligación, sin ninguna reserva mental o propósito de evasión. Que Dios me ayude a cumplir este juramento.

El juez sonrió y miró los alegres rostros.

– Permítanme que sea el primero en darles la bienvenida como ciudadanos de pleno derecho de Estados Unidos -dijo.

Al sonar las once campanadas, sir Paul Maitland carraspeó y sugirió que quizá había llegado el momento de iniciar la reunión.

– Quisiera empezar por dar la bienvenida a nuestro director general, que ha regresado de Nueva York -dijo, mirando a la derecha. Hubo murmullos de asentimiento procedentes de todos los lados de la mesa-. Pero sería negligente por mi parte no admitir que algunos de los informes que nos han llegado procedentes de esa ciudad nos han provocado cierta angustia.

Los murmullos se repitieron y, en todo caso, aumentaron de tono.

– El consejo de administración le apoyó, Dick -siguió diciendo sir Paul- cuando adquirió el New York Tribune por veinticinco centavos. No obstante, tenemos ahora la sensación de que debería hacernos saber durante cuánto tiempo está dispuesto a tolerar pérdidas cercanas a un millón y medio de dólares semanales. Porque la situación actual -añadió, refiriéndose a un cuadro de cifras- es que los beneficios obtenidos por el grupo en Londres apenas si alcanzan para cubrir las pérdidas que se experimentan en Nueva York. Dentro de unas pocas semanas tendremos que afrontar a nuestros accionistas en la junta anual general. -Miró a sus colegas, sentados alrededor de la mesa-. Y no estoy convencido de que ellos apoyen nuestra administración si la situación se mantiene durante mucho más tiempo como hasta ahora. Como sabe muy bien, el precio de nuestras acciones ha descendido en las últimas semanas desde las 3,10 a las 2,70 libras.

Sir Paul se reclinó en la silla y se volvió a mirar a Armstrong, para indicarle que estaba dispuesto a escuchar una explicación.

Armstrong observó lentamente a los reunidos alrededor de la mesa, consciente de que casi todos los presentes estaban allí gracias a su protección.

– Señor presidente -empezó a decir-, puedo comunicarle al consejo que mis negociaciones con los sindicatos de Nueva York, que debo admitir me han mantenido despierto muchas noches, están llegando finalmente a su conclusión.

Hizo una pausa y dos o tres sonrisas aparecieron en los rostros de los presentes.

– Setecientos veinte miembros del sindicato de impresores ya han acordado aceptar una jubilación anticipada, o una indemnización por despido. Haré este anuncio oficial en cuanto regrese a Nueva York.

– Pero el Wall Street Journal ha calculado que tenemos que reducir los puestos de trabajo entre mil quinientos y dos mil -dijo sir Paul, refiriéndose a un artículo que extrajo de su maletín.

– ¿Qué saben ellos, sentados en sus costosos despachos con aire acondicionado, en el centro de la ciudad? -replicó Armstrong-. Yo soy el que tiene que enfrentarse a esos hombres cara a cara.

– Aun así…

– El segundo plan de despidos y jubilaciones anticipadas se acordará a lo largo de las próximas semanas -siguió diciendo Armstrong-. Estoy convencido de que terminaré esas negociaciones para cuando se vaya a producir la siguiente reunión del consejo.

– ¿Y cuántas semanas cree que transcurrirán antes de que empecemos a comprobar los beneficios de esas negociaciones?

Armstrong vaciló antes de contestar.

– Unas seis semanas, ocho semanas como máximo aunque, naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para acelerar ese proceso.

– ¿Cuánto le va a costar a la empresa el último paquete de medidas? -preguntó sir Paul, que consultó una hoja de papel escrita a máquina que tenía ante sí.

Armstrong comprendió que en ella tenía una lista de preguntas a plantear delante de cada una de las cuales trazaba una señal a medida que lo hacía.

– No dispongo de una cifra exacta, señor presidente -contestó Armstrong.

– Para los propósitos de esta reunión -dijo sir Paul, que consultó de nuevo sus notas-, me contentaría con una cifra global aproximada, o lo que los estadounidenses llaman una «cifra redondeada».

Unas ligeras risas rompieron la tensión reinante alrededor de la mesa.

– Doscientos, o quizá hasta doscientos treinta millones -contestó Armstrong, sabiendo que los contables de Nueva York ya le habían indicado que la cifra se acercaba más a los trescientos millones.

Ninguno de los presentes expresó su opinión, aunque dos o tres de los reunidos empezaron a tomar notas.

– Quizá no lo haya usted observado, señor presidente -añadió Armstrong-, pero el edificio del New York Tribune está valorado contablemente de forma conservadora en ciento cincuenta millones de dólares.

– Siempre y cuando produzca un periódico -observó sir Paul, que ahora revisó las páginas de un documento de síntesis que le había enviado un bufete de abogados llamado Spender, Dickson & Withers de Chicago-, pero si nos vemos obligados a cerrar el periódico, se me informa con fiabilidad que el edificio no vale más de cincuenta millones.

– No nos encontramos en una situación de cierre -aseguró Armstrong-, como no tardarán en apreciar todos.

– Sólo espero que tenga usted razón -dijo sir Paul en voz baja.