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– Me alegro de verle, Keith -le saludó Grenville al estrecharse ambos la mano-. Y gracias por haber acudido tan rápidamente.

Townsend sonrió. No recordaba que el director de su escuela le hubiera dicho nada semejante. Tom pasó un brazo alrededor del hombro de su cliente mientras se dirigían hacia el ascensor que esperaba.

– ¿Cómo está Kate? -preguntó Grenville-. La última vez que la vi se disponía a editar una novela.

– Alcanzó tanto éxito que ahora ya está trabajando en otra -contestó Townsend-. Si las cosas no salieran bien, podría terminar por vivir de sus derechos de autora.

Ninguno de sus dos acompañantes dijo nada ante aquel humor de condenado a la horca.

Las puertas del ascensor se abrieron en el decimoquinto piso. Salieron al pasillo y entraron en el despacho del director general. Grenville hizo sentar a los dos hombres en cómodos sillones, y abrió una carpeta que estaba sobre la mesa, frente a él.

– Permítanme empezar por agradecerles a ambos que hayan acudido con tanta rapidez -dijo.

Tanto Townsend como su abogado asintieron con sendos gestos, aunque sabían que no habrían tenido ninguna otra alternativa. Grenville se volvió a mirar a Townsend.

– Hemos tenido el privilegio de actuar en nombre de su compañía desde hace más de un cuarto de siglo, y lamentaría mucho que nos viéramos obligados a dar por terminada esa asociación.

A Townsend se le secó la boca, pero no hizo ningún intento por interrumpirlo.

– Sin embargo, sería estúpido que cualquiera de nosotros subestimara la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos ahora. Tras un estudio superficial de sus asuntos, nos parece que sus préstamos pueden superar bastante sus valores, lo que posiblemente le deja en una situación de insolvencia. Si desea que sigamos siendo sus banqueros de inversiones, Keith, únicamente lo haremos en el caso de que nos garantice su plena cooperación para tratar de solucionar el dilema en el que ahora se encuentra.

– ¿Y qué significa «plena cooperación»? -preguntó Tom.

– Empezaremos por adscribir a su compañía un equipo financiero bajo la dirección de uno de nuestros directores más antiguos, que dispondrá de plena autoridad, y me refiero a la más plena autoridad, para investigar cualquier aspecto de sus acuerdos comerciales que nos parezcan necesarios para asegurar la supervivencia de la compañía.

– ¿Y una vez que haya concluido esa investigación? -preguntó Tom, que enarcó una ceja.

– El director del equipo financiero planteará sus recomendaciones, que esperaremos sigan ustedes al pie de la letra.

– ¿Cuándo puedo ver a ese señor? -preguntó Townsend.

– Señora -le corrigió el director general del banco-. Y la respuesta concreta a su pregunta es…, inmediatamente, porque la señorita Beresford se encuentra ahora en su despacho, en el piso inferior, a la espera de conocerle.

– En ese caso, sigamos adelante -dijo Townsend.

– Antes debo saber si está usted de acuerdo con nuestras condiciones -dijo Grenville.

– Creo que puede asumir usted que mi cliente ya ha tomado esa decisión -intervino Tom.

– Bien, en tal caso les acompañaré al despacho de E. B. para que ella le informe del siguiente paso a dar.

Grenville se levantó de detrás de la mesa, y condujo a los dos hombres por la escalera, hasta el decimocuarto piso del edificio. Al llegar ante el despacho de la señorita Beresford, se detuvo y llamó casi con deferencia.

– Pase -dijo una voz de mujer.

El director general abrió la puerta y les hizo pasar a una sala grande, agradablemente amueblada, desde la que se dominaba Wall Street. Causó la impresión inmediata de estar ocupada por una persona limpia, ordenada y eficiente.

Una mujer que Townsend imaginó que debía de tener unos cuarenta años, quizá cuarenta y cinco, se levantó desde detrás de una mesa y se adelantó para saludarles. Tenía aproximadamente la misma altura que Townsend, con un cabello oscuro perfectamente peinado y un rostro de expresión austera oculto tras un par de gafas bastante grandes. Vestía un traque chaqueta de corte elegante y color azul oscuro, con blusa de color crema.

– Buenas tardes, caballeros -dijo, al tiempo que extendía la mano-. Soy Elizabeth Beresford.

– Keith Townsend -dijo él, estrechándosela-. Mi asesor legal, Tom Spencer.

– Les dejaré a solas para que hablen del asunto -dijo David Grenville-. Pero antes de marcharse le ruego que pase por mi despacho, Keith. -Hizo una pausa antes de añadir-: Si se siente con ánimos para ello.

– Gracias -asintió Townsend.

Grenville abandonó la sala y cerró la puerta despacio tras él.

– Tomen asiento, por favor -invitó la señorita Beresford, que les indicó dos cómodos sillones frente a la mesa.

Al volverse para ocupar su propio sillón ante la mesa, Townsend observó la docena de carpetas que tenía encima.

– ¿Quiere alguno de ustedes tomar café? -preguntó.

– No, gracias -contestó Townsend, desesperado por meterse de lleno en el asunto.

Tom negó con un gesto de la cabeza.

– Soy una especie de médico de empresas -empezó a explicar la señorita Beresford-, y mi tarea, señor Townsend, es bien sencilla: tratar de salvar la Global Corp. de una muerte prematura. -Se reclinó en el sillón y junto las yemas de los dedos, con los codos apoyados en los reposabrazos-. Como cualquier médico que diagnostica un tumor, mi primera obligación consiste en determinar si es benigno o maligno. Debo decirle, ya desde el principio, que mi índice de éxitos en esta clase de operaciones es aproximadamente de uno por cada cuatro. Y también debería añadir que éste es el encargo más difícil que se me ha confiado hasta ahora.

– Gracias, señorita Beresford -dijo Townsend-. Es muy reconfortante oírle decir esas palabras.

Ella no demostró ninguna reacción ante el sarcasmo. Se inclinó hacia adelante y abrió una de las carpetas que tenía sobre la mesa.

– Aunque esta mañana he dedicado varias horas a repasar sus balances, y a pesar de la investigación adicional llevada a cabo por mi excelente equipo financiero, sigo sin poder juzgar con hechos si la valoración que hace el Financial Times de su compañía es exacta o no, señor Townsend. Ese periódico se ha contentado con una civilizada opinión según la cual sus compromisos financieros superan con mucho los activos, y mi tarea tiene que ser mucho más exacta.

»Mis problemas se han visto agravados por varias influencias externas. En primer lugar, y tras haber repasado sus datos, cualquier puede darse cuenta de que sufre usted de una enfermedad bastante común entre los hombres que se han hecho a sí mismos… Cuando están cerca de cerrar un trato, se sienten fascinados por un horizonte distante, hasta el punto de dejar en manos de otros que se preocupen acerca de cómo llegar hasta allí.

Tom hizo un esfuerzo por no sonreír.

– En segundo lugar, parece que ha cometido usted el error clásico que los japoneses describen tan singularmente como «el principio de Arquímedes», es decir, que su último negocio es a menudo más grande que la suma de todos los negocios anteriores juntos.

»Específicamente, siguió usted adelante y tomó prestados tres mil millones de dólares de una serie de bancos e instituciones financieras, con el propósito de comprar Multi Media, sin detenerse a considerar si el resto del grupo podía producir la liquidez necesaria para afrontar los pagos de un préstamo tan vasto. -Hizo una pausa y volvió a juntar las yemas de los dedos-. Me resulta difícil creer que aceptara usted asesoramiento profesional antes de llevar adelante esta transacción.

– Pedí asesoramiento profesional -dijo Townsend-, y el señor Spencer me aconsejó que no me metiera.

Se volvió a mirar a su abogado, que permaneció impasible.