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En cuanto a mi esposo, dijo, es exactamente eso: mi esposo. Quiero que esto quede absolutamente claro. Hasta que la muerte nos separe. Y se acabó.

Sí, señora, volví a decir olvidando su advertencia anterior. Antes, las niñas pequeñas tenían muñecas que hablaban cuando se tiraba de un hilo que llevaban a la espalda; tuve la impresión de que hablaba como una de ellas, con voz monótona, voz de muñeca. Seguramente ella deseaba fervientemente darme una bofetada. Ellas pueden castigarnos, existe el precedente bíblico. Pero no pueden emplear ningún instrumento; sólo las manos.

Ésta es una de las cosas por las que luchamos, dijo la Esposa del Comandante, y noté que no me estaba mirando a mí sino sus manos nudosas y cargadas de diamantes; entonces comprendí dónde la había visto antes.

La primera vez fue en la televisión, cuando tenía ocho o nueve años. Los domingos por la mañana, mi madre se quedaba durmiendo, y yo me levantaba temprano y me sentaba ante el aparato de la televisión, en su estudio, y pasaba torpemente de un canal a otro, buscando los dibujos animados. En ocasiones, si no los encontraba, miraba La Hora del Evangelio para las Almas Inocentes, donde contaban relatos bíblicos para niños y cantaban himnos. Una de las mujeres se llamaba Serena Joy. Era la soprano y protagonista, una mujer menuda, de pelo rubio ceniza, nariz respingona y ojos azules que, durante los himnos, siempre miraba al cielo. Era capaz de reír y llorar al mismo tiempo, dejando deslizar graciosamente una o dos lágrimas por las mejillas, como si fuera algo estudiado, mientras su voz se elevaba con las notas más altas, trémula, sin ningún esfuerzo. Fue más tarde cuando se dedicó a otras cosas.

La mujer que estaba sentada frente a mí era Serena Joy. O alguna vez lo había sido. Esto era peor de lo que yo pensaba.

CAPITULO 4

Camino a lo largo del sendero de grava que divide limpiamente el césped como si fuera una raya en el pelo. Anoche llovió: la hierba está mojada y el aire es húmedo. Por todas partes hay gusanos -prueba de la fertilidad del suelo- que han sido sorprendidos por el sol, medio muertos, flexibles y rosados, como labios.

Abro la puerta de estacas blancas, paso Junto al césped de la parte delantera y avanzo hacia el portal principal. Uno de los Guardianes asignados a nuestra casa está lavando el coche en el camino de entrada. Eso significa que el Comandante está en la casa, en sus habitaciones al otro lado del comedor, donde según parece pasa la mayor Parte del tiempo.

Es un coche muy caro, un Whirlwind; mejor que un Chariot, mucho mejor que el pesado y práctico Behemoth. Es negro, por supuesto el color de prestigio -y el de coches fúnebres- y largo y elegante. El conductor lo frota amorosamente con una gamuza. Al menos una cosa no ha cambiado: el modo en que los hombres cuidan los coches buenos.

Él tiene puesto el uniforme de los Guardianes, pero lleva la gorra graciosamente ladeada y la camisa arremangada hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos bronceados y sombreados por el vello oscuro. Lleva un cigarrillo enganchado en la comisura de los labios, lo cual demuestra que él también tiene algo con lo que puede comerciar en el mercado negro.

Sé que se llama Nick. Lo sé porque oí que Rita y Cora hablaban de él, y una vez oí que el Comandante le decía: Nick, no necesitaré el coche.

Él vive aquí, en la casa, encima del garaje. Pertenece a una clase social baja; no le han asignado una mujer, ni siquiera una. No reúne las condiciones: algún defecto, o falta de contactos. Pero actúa como si no lo supiera o no le importara. Es muy despreocupado y no lo bastante servil. Podría ser por estupidez, pero no lo creo. Solían decir que su conducta olía a chamusquina, o que era sospechosa. No es muy bien visto porque es un inadaptado. A pesar de mí misma, me imagino cómo debe de oler: no a chamusquina, sino a piel bronceada, húmeda bajo el sol e impregnada de humo de cigarrillo. Suspiro de sólo pensarlo.

Él me mira y ve que lo miro. Tiene cara de latino, delgada, angulosa, y arrugas alrededor de la boca, de tanto sonreír. Da una última chupada al cigarrillo, lo deja caer al suelo y lo pisa. Empieza a silbar y me guiña el ojo.

Bajo la cabeza, me giro de manera tal que la toca blanca oculte mi cara, y echo a andar. Él ha corrido el riesgo, ¿pero para qué? ¿Y si yo intentara delatarlo?

Quizás él sólo quería mostrarse amistoso. Quizá vio mi expresión y la malinterpretó. En realidad lo que yo quería era el cigarrillo.

Quizá lo hizo para probar, para ver mi reacción.

Quizás es un Espía.

Abro el portal principal y lo cierro a mis espaldas. Miro hacia abajo, pero no hacia atrás. La acera es de ladrillos rojos. Clavo la mirada en el suelo, un campo de rectángulos que trazan suaves ondas donde la tierra, después de décadas y décadas de heladas invernales, ha quedado combada. El color de los ladrillos es viejo, pero fresco y limpio. Las aceras se conservan más limpias de lo que solían estar antiguamente.

Camino hasta la esquina y espero. Antes no soportaba esperar. También se puede servir simplemente esperando, decía Tía Lydia. Nos lo hizo aprender de memoria. También decía: No todas lo superaréis. Algunas de vosotras fracasaréis o encontraréis obstáculos. Algunas sois débiles. Tenía un lunar en la barbilla que le subía y le bajaba al tiempo que hablaba. Decía: Imaginad que sois semillas, y de inmediato adoptaba un tono zalamero y conspirador, corno las profesoras de ballet cuando decían a los niños:

Ahora levantemos los brazos… imaginemos que somos árboles.

Estoy de pie en la esquina, simulando ser un árbol.

Una figura roja con el rostro enmarcado por una toca blanca, una figura como la mía, una mujer anodina, con un cesto, que camina en dirección a mí por la acera de ladrillos rojos. Se detiene a mi lado y nos miramos la cara a través del túnel blanco que nos sirve de marco. Es la que esperaba.

– Bendito sea el fruto -me dice, pronunciando el saludo aceptado entre nosotras.

– El Señor permita que madure -recito la respuesta aceptada.

Nos volvemos y pasamos junto a las casas, en dirección al centro de la ciudad. No se nos permite ir hasta allí, excepto de a dos. Se supone que es para protegernos, aunque es una idea absurda: ya estamos bien protegidas. La realidad es que ella es mi espía, y yo la suya. Si alguna de las dos comete un desliz durante uno de nuestros paseos diarios, la otra carga con la responsabilidad.

Esta mujer es mi acompañante desde hace dos semanas. No sé qué pasó con la anterior. Un día sencillamente no apareció, y ésta estaba en su lugar. No se hacen preguntas sobre este tipo de cosas, porque las respuestas suelen ser desagradables. De todos modos, tampoco habría respuesta

Ésta es un poco más regordeta que yo. Tiene ojos pardos. Se llama Deglen, y ésas son las dos o tres cosas que sé de ella. Camina recatadamente, con la cabeza baja, las manos de guantes rojos cruzadas delante, y con pasitos cortos, como los que daría un cerdo entrenado para caminar sobre las patas traseras. Durante las caminatas jamás ha dicho nada que no sea estrictamente ortodoxo» así que yo tampoco. Debe de ser una auténtica creyente, en su caso lo de Criada debe de ser algo más que un nombre. Así que no puedo correr el riesgo.

– He oído decir que la guerra va bien -comenta.

– Alabado sea -respondo.

– Nos ha tocado buen tiempo.

– Lo cual me llena de gozo.

– Desde ayer, han derrotado a más grupos de rebeldes.

– Alabado sea -digo. No le pregunto cómo lo sabe-. ¿Qué eran?

– Baptistas. Tenían una fortaleza en los Montes Azules. Pero los obligaron a desalojarla con bombas de humo.

– Alabado sea.