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– Deberíamos ir al Muro -no sé qué pretendo con esto; tal vez encontrar la manera de poner a prueba su reacción. Necesito saber si es o no una de las nuestras. Si lo es, si puedo comprobarlo, quizá ella pueda decirme qué le ha ocurrido realmente a Deglen.

– Como quieras -acepta. ¿Es indiferencia o cautela?

En el Muro están colgadas las tres mujeres de esta mañana, con los vestidos todavía puestos y las bolsas blancas en sus cabezas. Les han desatado los brazos, que ahora cuelgan rígidamente a los costados del cuerpo. La de azul está en el medio y las dos de rojo a los lados, pero los colores ya no son tan brillantes; parecen haberse desteñido, deslustrado, como las mariposas muertas o como un pez tropical que empieza a secarse sobre la arena. Han perdido el brillo. Las observamos en silencio.

– Que esto nos sirva de advertencia -sentencia finalmente la nueva Deglen.

Al principio no digo nada porque intento descifrar lo que quiere decir. Podría querer decir que es una advertencia de la injusticia y la brutalidad del régimen. En ese caso tendría que responderle sí. O podría querer decir lo contrario, que debemos hacer lo que nos dicen y no meternos en problemas, porque de no ser así, recibiremos el justo castigo. Si ella quiere decir esto, debería responderle alabado sea. Pero su voz fue suave, inexpresiva, no me proporcionó ninguna pista.

Corro el riesgo y le respondo:

– Sí.

No me contesta, pero percibo un destello blanco, como si ella se hubiera girado rápidamente para mirarme.

Un momento después emprendemos el largo camino de regreso, coordinando nuestros pasos tal como está establecido para que parezca que actuamos al unísono.

Pienso que tal vez sería mejor esperar antes de hacer un nuevo intento. Es demasiado pronto para insistir, para tantear. Debería aguardar una semana, dos semanas tal vez más y observarla atentamente, escuchar los tonos de su voz, las palabras imprudentes, tal como Deglen me escuchó a mí. Ahora que Deglen se ha ido, vuelvo a estar alerta, mi pereza ha desaparecido, mi cuerpo ya no se limita a experimentar placer, sino que percibo el peligro que éste encierra. No debo precipitarme ni correr riesgos innecesarios. Pero necesito saber. Me contengo hasta que pasamos el último puesto de control, sólo nos quedan unas pocas manzanas, y entonces pierdo los estribos.

– No conocía muy bien a Deglen -comento-. Me refiero a la primera.

– ¿No? -pregunta. El hecho de que haya respondido, aunque cautelosamente, me estimula.

– Sólo la conozco desde mayo -continúo. Siento que la piel me arde y que mi corazón se acelera. Esto es delicado. Por una parte, es una mentira. ¿Y ahora cómo hago para llegar a la palabra vital?-. Creo que fue alrededor del primero de mayo. Lo que antes solían llamar May Day.

– ¿Ah, sí? -responde en tono débil, indiferente, amenazador-. No recuerdo esa expresión. Me sorprende que tú la recuerdes. Deberías hacer un esfuerzo… -hace una pausa-…para eliminar de tu mente semejantes… -otra pausa-…resonancias.

Siento que el frío brota en mi piel como si fuera agua. Lo que dice es una advertencia.

No es una de las nuestras. Pero sabe.

Camino las últimas manzanas dominada por el terror. Una vez más he actuado como una estúpida. Más que como una estúpida. No se me ocurrió antes, pero ahora me doy cuenta: si Deglen ha sido descubierta, puede que hable de otras personas y también de mí. Y hablará. No podrá evitarlo.

Pero en realidad yo no he hecho nada, me digo a mí misma. Todo lo que he hecho es saber. Todo lo que he hecho es no hablar.

Ellos saben dónde está mi pequeña. ¿ Y si la traen y la amenazan en mi presencia? ¿Y si le hacen algo? No soporto pensar lo que podrían hacerle, O Luke, ¿y si tienen a Luke? O mi madre, o Moira, o cualquiera. Dios mío, no me obligues a elegir. Sé que no podría soportarlo; Moira tenía razón con respecto a mí. Diré lo que quieran, delataré a cualquiera. Es verdad, al primer grito, incluso al primer gemido quedaré destrozada, confesaré cualquier delito y terminaré colgada de un gancho del Muro. Mantén la cabeza baja, solía decirme a mí misma, y compréndelo. No tiene sentido.

Esto es lo que me digo mientras regresamos a casa.

Al llegar a la esquina nos colocamos una frente a la otra, como de costumbre.

– Que Su Mirada te acompañe -se despide la nueva y traidora Deglen.

– Que Su Mirada te acompañe -respondo, intentando parecer devota. Como si, ahora que hemos llegado hasta este extremo, esta comedia sirviera de algo.

Entonces hace algo extraño. Se inclina hacia delante -de manera tal que las rígidas anteojeras de nuestras cabezas están a punto de tocarse y puedo ver de cerca el color beige pálido de sus ojos, y la delicada red de líneas que surcan sus mejillas- y susurra muy rápidamente y en tono apagado, como si su voz fuera una hoja seca:

– Ella se colgó. Después del Salvamento. Vio que la furgoneta venía a llevársela. Es mejor así.

Y se aleja de mí, calle abajo.

CAPÍTULO 45

Aguardo un momento; me falta el aire, como si me hubieran pateado.

Entonces ella está muerta y yo estoy a salvo. Lo hizo antes de que ellos llegaran. Siento un enorme alivio. Le estoy agradecida. Ha muerto para que yo pueda vivir. Lo lamentaré.

A menos que esta mujer mienta. Siempre existe la posibilidad.

Respiro profundamente y suelto el aire, proporcionando oxígeno. Todo se oscurece y luego se aclara. Ahora veo por dónde camino.

Giro, abro la puerta, dejo la mano apoyada un momento para tranquilizarme y entro. Allí está Nick, todavía lavando el coche, y silbando. Tengo la sensación de que está muy lejos.

Dios mío, pienso, haré lo que quieras. Ahora que me has perdonado, me destruiré si eso es lo que realmente deseas; me vaciaré realmente, me convertiré en un cáliz. Renunciaré a Nick, me olvidaré de los demás, dejaré de lamentarme. Aceptaré mi sino. Me sacrificaré. Me arrepentiré. Abdicaré. Renunciare.

Sé que esto no es justo, pero igualmente lo pienso. Todo lo que nos enseñaron en el Centro Rojo, todo aquello a lo que me he resistido vuelve a mí como un torrente. No quiero sentir dolor, no quiero ser una bailarina ni tener los pies en el aire y la cabeza convertida en un rectángulo de tela blanca sin rostro. No quiero ser una muñeca colgada del Muro, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, como sea. Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto.

Por primera vez siento el verdadero poder que ellos tienen.

Paso junto a los macizos de flores y junto al sauce, en dirección a la puerta trasera. Entraré, estaré a salvo. Caeré de rodillas en mi habitación, y respiraré agradecida llenando mis pulmones con el aire viciado y sintiendo el olor a muebles lustrados.

Serena Joy está esperando en la escalinata de la puerta principal. Me llama. ¿Qué querrá? ¿Querrá que vaya a la sala y la ayude a devanar la lana gris? No podré mantener las manos firmes, ella notará algo. Pero de todos modos me acerco a ella, no me queda otra alternativa.

Se yergue ante mí, de pie en el último escalón. Le brillan los ojos, un azul vivo en contraste con el blanco de su piel arrugada. Aparto la vista de su rostro y miro el suelo; junto a sus pies veo la punta del bastón.

– Confié en ti -me dice-. Intenté ayudarte.

Sigo sin mirarla. Me invade un sentimiento de culpabilidad. Me han descubierto, pero ¿qué es lo que han descubierto? ¿De cuál de mis muchos pecados se me acusa? El único modo de averiguarlo es guardar silencio. Empezar a excusarme ahora de esto o de aquello sería un error. Podría revelar algo que ella ni siquiera imagina.

Podría no ser nada importante. Podría tratarse de la cerilla que escondí en el colchón. Bajo la cabeza.

– ¿Y bien? -me apremia-. ¿No tienes nada que decir?