Rita me ve y mueve la cabeza -es difícil decir si a modo de saludo o como si simplemente tomara conciencia de mi presencia-; se limpia las manos enharinadas en el delantal y revuelve el cajón en busca del libro de los vales.
Frunce el ceño, arranca tres vales y me los extiende. Si sonriera, su rostro podría resultar amable. Pero su expresión no va dirigida personalmente a mí: le desagrada el vestido rojo y lo que este representa. Cree que puedo ser contagiosa, como una enfermedad o algún tipo de desgracia.
A veces escucho detrás de las puertas, algo que jamás habría hecho anteriormente. No escucho demasiado tiempo porque no quiero que me pesquen. Sin embargo, una vez oí que Rita le decía a Cora que ella no se rebajaría de ese modo.
Nadie te lo pide, respondió Cora. De cualquier manera, ¿qué harías, si pudieras?
Irme a las Colonias, afirmó Rita. Ellas tienen alternativa.
¿Con las No Mujeres, a morirte de hambre y sabrá Dios qué más?, preguntó Cora. Estas loca.
Estaban pelando guisantes; incluso a través de la puerta semicerrada podía oír el tintineo que producían los guisantes al caer dentro del bol de metal. Oí que Rita gruñía o suspiraba, no sé si a modo de protesta o de aprobación.
De todas maneras, ellos lo hacen por nosotras, o eso dicen, prosiguió Cora. Si yo no tuviera las trompas ligadas, podría tocarme a mí, en el caso de que fuera diez años más joven. No es tan malo. No es lo que se llama un trabajo duro.
Ella está mejor que yo, dijo Rita, y en ese momento abrí la puerta.
Tenían la expresión que tienen las mujeres cuando las sorprendes hablando de ti a tus espaldas y creen que las has oído: una expresión de incomodidad y al mismo tiempo de desafío, como si estuvieran en su derecho. Aquel día, Cora se mostró conmigo más amable que de costumbre y Rita más arisca.
Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina. Vendría Cora desde algún otro lugar de la casa con su botella de aceite de limón y su plumero, y Rita haría café -en las casas de los Comandantes aún hay café autentico- y nos sentaríamos alrededor de la mesa de Rita -que no le pertenece más de lo que la mía me pertenece a mí- y charlaríamos de achaques, de enfermedades, de nuestros pies, de nuestras espaldas, de los diferentes tipos de travesuras que nuestros cuerpos – como criaturas ingobernables- son capaces de cometer. Asentiríamos con la cabeza, como si cada una puntuara la frase de la otra, indicando que sí, que ya sabemos de qué se trata. Nos intercambiaríamos remedios e intentaríamos aventajarnos mutuamente en el recital de nuestras miserias físicas; nos lamentaríamos quedamente, en voz baja y triste, en tono menor como las palomas que anidan en los canalones de los edificios. Sé lo que quieres decir, afirmaríamos. O, utilizando una expresión que aún se oye en boca de la gente mayor: Oigo de donde vienes, como si la voz misma fuera un viajero que llega de algún lugar lejano. Que podría serlo, que lo es.
Solía desdeñar este tipo de conversación. Ahora la deseo ardientemente. Al menos es una conversación, una manera de intercambiar algo.
O nos dedicaríamos a chismorrear. Las Marthas saben cosas, hablan entre ellas y pasan las noticias oficiosas de casa en casa. No hay duda de que escuchan detrás de las puertas, como yo, y ven cosas a pesar de esos ojos desviados. Alguna vez las he oído, he captado algo de sus conversaciones privadas. Nació muerto. O: Le clavó una aguja de tejer en plena barriga. Debieron de ser los celos, que se la estaban devorando. O, en tono atormentador: Lo que usó fue un producto de limpieza. Funcionó a las mil maravillas, aunque cualquiera diría que él lo había probado. Debió de haber sido ese borracho; pero a ella la encontraron enseguida.
O ayudaría a Rita a hacer el pan, hundiendo las manos en esa blanda y resistente calidez que se parece tanto a la Carne. Me muero por tocar algo, algo que no sea tela ni madera. Me muero por cometer el acto de tocar.
Pero aunque me lo pidieran, aunque faltara al decoro hasta ese extremo, Rita no lo permitiría. Estaría demasiado preocupada. Se supone que las Marthas no fraternizan con nosotras.
Fraternizar significa comportarse como un hermano. Me lo dijo Luke. Dijo que no existía ningún equivalente de comportarse como una hermana. Según él, tenía que ser sororizar, del latín. Le gustaba saber ese tipo de detalles, la procedencia de las palabras y sus usos menos corrientes. Yo solía tomarle el pelo por su pedantería.
Cojo los vales que Rita me extiende. Tienen dibujados los alimentos por los que se pueden cambiar: una docena de huevos, un trozo de queso, una cosa marrón que se supone que es un bistec. Me los guardo en el bolsillo de cremallera de la manga, donde llevo el pase.
– Diles que sean frescos los huevos -me advierte-. No como la otra vez. Y que te den un pollo, no una gallina. Diles para quién es y ya verás que no fastidian.
– De acuerdo -respondo. No sonrío. ¿ Para qué tentarla con una actitud amistosa?
CAPÍTULO 3
Salgo por la puerta trasera hasta el jardín, grande y cuidado: en el medio hay césped, un sauce y candelillas; en los bordes, arriates de flores: narcisos que empiezan a marchitarse y tulipanes que se abren en un torrente de color. Los tulipanes son rojos, y de un color carmesí más oscuro cerca del tallo, como si los hubieran herido y empezaran a cicatrizar.
Este jardín es el reino de la Esposa del Comandante. A menudo, cuando miro desde mi ventana de cristal inastillable, la veo aquí, arrodillada sobre un cojín, con un velo azul claro encima del enorme sombrero y a su lado un cesto con unas tijeras y trozos de hilo para sujetar las flores. El Guardián asignado. al Comandante es el que realiza la pesada tarea de cavar la tierra. La Esposa del Comandante dirige la operación, apuntando con su bastón. Muchas esposas de Comandantes tienen jardines como éste; así pueden dar órdenes y ocuparse en algo.
Una vez tuve un jardín. Recuerdo el olor de la tierra removida, la forma redondeada de los bulbos abiertos, el crujido seco de las semillas entre los dedos. Así el tiempo pasaba más rápido. A veces la Esposa del Comandante saca una silla a su jardín y se queda allí sentada. Desde cierta distancia irradia un halo de paz.
Ahora no está aquí, y empiezo a preguntarme por dónde andará: no me gusta encontrármela por sorpresa. Quizás está cosiendo en la sala, con su pie izquierdo artrítico sobre el escabel. O tejiendo bufandas para los Ángeles que están en el frente. Me resulta difícil creer que los Ángeles tengan necesidad de usar esas bufandas; de todos modos, las de la Esposa del Comandante son muy elaboradas. Ella no se conforma con el dibujo de cruces y estrellas, como las demás Esposas, porque no representa un desafío. Por los extremos de sus bufandas desfilan abetos, o águilas, o rígidas figuras humanoides: un chico, una chica, un chico, una chica. No son bufandas para adultos sino para niños.
A veces pienso que no se las envía a los Angeles, sino que las desteje y las vuelve a convertir en ovillos para tejerlas de nuevo. Tal vez sólo sirva para tenerlas ocupadas, para dar sentido a sus vidas; pero yo envidio el tejido de la Esposa del Comandante. Es bueno tener pequeños objetivos fáciles de alcanzar.
¿Y ella qué envidia de mí?
No me dirige la palabra, a menos que no pueda evitarlo. Para ella soy una deshonra. Y una necesidad.
La primera vez que estuvimos frente a frente fue hace cinco semanas, cuando llegué a este destacamento. El Guardián del destacamento anterior me acompaño hasta la puerta principal. Los primeros días se nos permite usar la puerta principal, pero después tenemos que usar las de atrás. Las cosas no se han estabilizado, aún es demasiado pronto y nadie está seguro de cuál es su situación exacta. Dentro de un tiempo no habrá más que puertas principales y puertas traseras.
Tía Lydia me dijo que hizo presión para que me dejaran usar la puerta principal. El tuyo es un puesto de honor, dijo.
El Guardián tocó el timbre por mí, y la puerta se abrió de inmediato, en menos tiempo del que alguien puede tardar en ir a responder. Seguramente ella estaba al otro lado, esperando. Yo creía que iba a aparecer una Martha Pero en cambio salió ella, vestida con su traje azul pálido, inconfundible.
Así que eres la nueva, me dijo. Ni siquiera se apartó para dejarme entrar; se quedó en el hueco de la puerta, bloqueando la entrada. Quería que me diera cuenta de que no podía entrar en la casa si ella no me lo indicaba. En estos días, siempre tienes la sensación de que caminas en la cuerda floja.
Sí, respondí.
Déjala en el porche, le dijo al Guardián, que llevaba mi maleta. Ésta era de vinilo rojo y no muy grande. Tenía otra maleta con la capa de invierno y los vestidos más gruesos, pero la traerían más tarde.
El Guardián soltó la maleta y saludó a la Esposa del Comandante. Luego percibí sus pasos desandando el sendero, oí el chasquido del portal y tuve la sensación de que me despojaban de una mano protectora. El umbral de una casa nueva es un sitio desangelado.
Ella esperó a que el coche arrancara y se alejara. Yo no la miraba a la cara, sólo miraba lo que lograba percibir con la cabeza baja: su gruesa cintura azul y su mano izquierda sobre el puño de marfil de su bastón, los enormes diamantes del anillo, que alguna vez debían de haber sido finos y que aún se conservaban bien, la uña de un dedo nudoso limada hasta formar una suave curva. Era como si ese dedo ostentara una sonrisa irónica, como si se mofara de ella.