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– Date prisa -me apremia Cora-, no van a esperarte todo el día -me ayuda a ponerme la capa; está sonriendo.

Avanzo por el pasillo, casi corriendo; la escalera es como una pista de esquí, la puerta principal es ancha, hoy puedo atravesarla; junto a ella está el Guardián, que me hace un saludo. Ha empezado a llover, sólo es una llovizna, Y el aire queda impregnado de olor a tierra y a hierba.

El Birthmobile rojo está aparcado en el camino de entrada. La puerta de atrás está abierta y subo trepando por ella. La alfombra es roja, igual que las cortinas de las ventanillas. En el interior ya hay tres mujeres, sentadas en los bancos instalados a lo largo de los costados de la furgoneta. El Guardián cierra y echa llave a la puerta doble y sube Un salto al asiento delantero, junto al conductor; a través de la rejilla de alambre que protege el cristal, podemos ver sus nucas. Arrancamos con una sacudida, mientras por encima de nuestras cabezas la sirena grita: ¡Abrid paso, abrid paso!

– ¿Quién es? -le pregunto a la mujer que tengo a mi lado; tengo que hablarle al oído, o donde sea que esté su oído bajo el tocado blanco. Hay tanto ruido, que casi tengo que gritar.

– Dewarren -me responde gritando. Como movida por un impulso, me coge la mano, me la aprieta. Al girar en la esquina, la furgoneta da un bandazo; la mujer se vuelve hacia mí y puedo ver su rostro y las lágrimas que corren por sus mejillas. ¿Por qué llorará? ¿Será envidia o disgusto? Pero no, está riendo, me echa los brazos al cuello, no la conozco, me abraza, noto sus grandes pechos debajo del vestido rojo; se seca la cara con la manga. En un día como éste, podemos hacer lo que queremos.

Rectifico: dentro de ciertos límites.

Frente a nosotras, en el otro banco, una mujer reza con los ojos cerrados y tapándose la boca con las manos. Quizá no está rezando, sino mordiéndose las uñas de los pulgares. Tal vez está intentando calmarse. La tercera mujer ya se ha calmado. Está sentada con los brazos cruzados y sonríe levemente. La sirena suena sin cesar. Éste era el sonido de la muerte, el que usaban las ambulancias o los bomberos. Probablemente hoy también sea el sonido de la muerte. Pronto lo sabremos. ¿Qué será lo que Dewarren dará a luz? ¿Un bebé, como todas esperamos? ¿O alguna otra cosa, un No Bebé, con una cabeza muy pequeña, o un hocico como el de un perro, o dos cuerpos, o un agujero en el corazón, o sin brazos, o con los dedos de las manos y los pies unidos por una membrana? Es imposible saberlo. Antes podía detectarse con aparatos, pero ahora eso está prohibido. De todos modos, ¿qué sentido tendría saberlo? No puedes deshacerte de él; sea lo que fuere, tienes que llevarlo dentro hasta que se cumpla el plazo.

En el Centro nos enseñaron que existe una posibilidad entre cuatro. En un tiempo, el aire quedó saturado de sustancias químicas, rayos y radiación, y el agua se convirtió en un hervidero de moléculas tóxicas; lleva años limpiar todo esto a fondo, y mientras tanto la contaminación entra poco a poco en tu cuerpo y se aloja en tu tejido adiposo. Quién sabe, tu misma carne puede estar contaminada como una playa sucia, una muerte segura para los pájaros de las costas o los bebés en gestación. Si un buitre te comiera, quizá se moriría. Tal vez te encenderías en la oscuridad como un reloj antiguo. Como un reloj de la muerte, también es el nombre de un escarabajo que se oculta la carroña.

A veces no puedo pensar en mí misma y en mi cuerpo ver mi esqueleto: me pregunto qué aspecto debo de tener para un electrón. Una armazón de vida, hecha con huesos; y en el interior, peligros, proteínas deformadas, cristales mellados como el vidrio. Las mujeres tomaban medicamentos, píldoras, los hombres rociaban los árboles, las vacas comían hierba, y todas estas meadas se filtraban en los ríos. Para no hablar del estallido de las centrales atómicas de la falla de San Andrés, el fallo no fue de nadie, durante los terremotos, ni del tipo de sífilis mutante que rompía todos los moldes. Algunos se las arreglaron por su cuenta, se cerraron las heridas con catgut o las cicatrizaron con productos químicos. ¿Cómo pudieron?, decía Tía Lydia, oh, ¿cómo pudieron hacer eso? ¡Jezebeles! ¡Despreciar los dones de Dios! Y se retorcía las manos.

Es un riesgo que corréis, decía Tía Lydia, pero vosotras sois las tropas de choque, marcharéis a la vanguardia por territorios peligrosos. Cuanto más grande sea el riesgo, mayor será la gloria. Se apretaba las manos, radiante con nuestro falso coraje. Nosotras clavábamos la vista en el pupitre. Pasar por todo eso y dar a luz un harapo: no era un pensamiento agradable. No sabíamos exactamente lo que les ocurría a los bebés que no superaban la prueba y eran declarados No Bebés. Pero sabíamos que los llevaban a algún sitio y los quitaban rápidamente de en medio.

No había ningún motivo, dice Tía Lydia. Está de pie en de la clase, con su vestido color caqui y un puntero en la mano. En la pizarra, donde alguna vez debió de haber un mapa, han desplegado un gráfico que muestra el índice de natalidad expresado en miles, a lo largo de varios años: un marcado declive que desciende hasta traspasar la línea del cero y continúa descendiendo.

Por supuesto, algunas mujeres creían que no habría futuro pensaban que el mundo estallaría. Es la excusa que ponían, dice Tía Lydia. Decían que no tenía sentido tener descendencia. A Tía Lydia se le ensanchaban las fosas nasales: cuánta perversidad. Eran unas perezosas, decía. Unas puercas.

En la tabla de mi pupitre hay grabadas unas iniciales y unas fechas. Las iniciales a veces van en dos pares, unidas por la palabra ama. J. H. ama a B. P., 1954; 0. R. ama a L. T. Me recuerdan las inscripciones que solía ver grabadas en las paredes de piedra de las cuevas, o dibujadas con una mezcla de hollín y grasa animal. Me parecen increíblemente antiguas. La tabla del pupitre es de madera clara, inclinada, y tiene un brazo en el costado derecho en el que uno se apoya para escribir con papel y lapicera. Dentro del pupitre se pueden guardar cosas: libros y libretas. Estas costumbres de otros tiempos ahora me parecen lujosas, casi decadentes; inmorales, como las orgías de los regímenes bárbaros. M. ama a G., 1972. Este grabado, hecho hundiendo un lápiz varias veces en el barniz gastado del pupitre, tiene el patetismo de todas las civilizaciones extinguidas. Es como grabar algo a mano sobre una piedra. Quienquiera que lo haya hecho, alguna vez estuvo vivo.

No hay fechas posteriores a la década de los ochenta. Ésta debió de ser una de las escuelas que cerraron definitivamente por falta de niños.

Cometieron errores, dice Tía Lydia. No queremos repetirlos. Su voz es piadosa, condescendiente, es la voz de una persona cuya función consiste en decirnos cosas desagradables por nuestro propio bien. Me gustaría estrangularla. Aparto la idea de mi mente en cuanto se me ocurre.

Las cosas se valoran, dice, sólo cuando son raras y difíciles de conseguir. Nosotras queremos ser apreciadas niñas. Es fértil haciendo pausas y las saborea lentamente. Imaginad que sois perlas. Nosotras, sentadas en fila, con la mirada baja, la hacemos salivar moralmente. Somos suyas y puede definirnos, debemos soportar sus adjetivos.

Pienso en las perlas. Las perlas son escupitajos de ostras congelados. Más tarde se lo diré a Moira; si puedo.

Todos nosotros vamos a poneros a punto, dice Tía Lydia, con regocijo y satisfacción.

La furgoneta se detiene, se abren las puertas traseras y el Guardián nos hace salir como si fuéramos una manada.

Junto a la puerta delantera hay otro Guardián, con una de esas ametralladoras sin retroceso colgada del hombro. Marchamos en fila hacia la puerta delantera, bajo la llovizna, y los Guardianes nos hacen un saludo. La enorme furgoneta de emergencia, la que transporta los aparatos y los médicos ambulantes, está aparcada un poco más lejos, en el camino de entrada. Veo que uno de los médicos mira por la ventanilla de la furgoneta. Me pregunto qué hará allí dentro, esperando. Lo más probable es que esté jugando a las cartas, o leyendo; o dedicado a algún pasatiempo masculino. La mayor parte de las veces no se los necesita para nada; sólo se les permite entrar cuando su presencia es inevitable.

Antes era diferente, ellos se ocupaban. Era una vergüenza, decía Tía Lydia. Vergonzoso. Lo único que nos mostró fue una película rodada en un hospital antiguo: una mujer embarazada, conectada a un aparato, con electrodos que le salen de todas partes y le dan el aspecto de un robot destrozado, y una sonda en el brazo que la alimenta por vía intravenosa. Un hombre con un reflector mira entre sus piernas -donde la han afeitado dejándola realmente como a una niña imberbe-; se ve una bandeja con brillantes bisturíes esterilizados; todos llevan la cara tapada por una mascarilla. Una paciente colaboradora. Una vez que la han drogado y han provocado el parto, le hacen una incisión y la cosen. Eso es todo. Ni siquiera usan anestesia. Tía Elizabeth decía que para el bebé era mejor, y que: Aumentaré enormemente el dolor de tu concepción: parirás con dolor. Nos lo daban durante el almuerzo, en un bocadillo de pan moreno y lechuga.

Mientras subo la escalera, una escalera amplia con un jarrón de piedra a cada lado -el Comandante de Dewarren debe de tener una posición social más alta que el nuestro-, oigo otra sirena. Es el Birthmobile azul, el de las Esposas. Ésta debe de ser Serena Joy, que hace su entrada triunfal. Ellas no tienen que sentarse en bancos, sino en asientos de verdad, tapizados. Pueden mirar hacia delante Y no llevan las cortinas cerradas. Saben a dónde van.