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Probablemente Serena Joy ha estado antes en esta casa, tomando el té. Tal vez Dewarren, antes la putita llorona Janine, se paseaba delante de ella y de las otras Esposas Para que pudieran ver su vientre, quizá tocarlo, y felicitar a la Esposa. Una chica fuerte, con buenos músculos. Ningún Agente Naranja en su familia, comprobamos los archivos, ninguna precaución es excesiva. Y tal vez alguna frase amable: ¿Quieres una galleta, querida?

Oh, no, le haría daño, no les hace, bien comer demasiado azúcar.

Una no le hará daño, sólo una, Mildred.

Y la pelotillera Janine: Oh, sí, ¿puedo comer una, señora? Por favor.

Qué ejemplar, tan modosita, nada hosca como algunas otras, cumple con su trabajo y eso es todo. Como una hija para ti, como tú dirías. Una de la familia. Una ahogada risita de matrona. Eso es todo, querida, puedes volver a tu habitación.

Y cuando ella se ha ido: Son todas unas putitas, pero al menos tú no puedes quejarte. Coges lo que te dan, ¿verdad, chicas? Eso diría la Esposa del Comandante.

Oh, pero tú has sido muy afortunada. Vaya, algunas de ellas ni siquiera son limpias. Y jamás te sonreirían, se encierran en su habitación, no se lavan el pelo, y qué olor. Yo tengo que mandar a las Marthas a que limpien, casi tengo que llevarla a la rastra hasta la bañera, prácticamente tengo que sobornarla incluso para lograr que se dé un baño, tengo que amenazarla.

Yo tuve que tomar medidas severas con la mía, y ahora no come como debería; y en cuanto a lo otro, ni pizca, y eso que hemos sido muy regulares. Pero la tuya, es toda una garantía para ti. Y cualquiera de estos días, oh, debes de estar tan nerviosa, está gordísima, ¿a que estás impaciente?

¿Un poco más de té?, cambiando discretamente de tema.

Ya sé lo que viene después.

¿Y qué hace Janine en su habitación? Estará sentada, con el sabor del azúcar aún en la boca, lamiéndose los labios. Mirando por la ventana. Aspirando y espirando. Acariciándose los pechos hinchados. Sin pensar en nada.

CAPÍTULO 20

La escalera central es más ancha que la nuestra, y tiene una barandilla curva a cada lado. Desde arriba me llega el sonsonete de las mujeres que ya han llegado. Subimos la escalera en fila india, con todo cuidado, para no pisar el borde del vestido de la que va adelante. A la izquierda se ven las puertas dobles del comedor -que ahora están plegadas-, y en el interior la larga mesa cubierta con un mantel blanco y llena de platos fríos: jamón, queso, naranjas -¡tienen naranjas!-, panecillos recién horneados En cuanto a nosotras, más tarde nos servirán una bandeja con leche y bocadillos. Pero ellos tienen una cafetera y botellas de vino porque, ¿acaso las Esposas no pueden emborracharse un poquito en un día tan jubiloso? Primero esperarán los resultados y luego se hartarán como cerdos. Ahora están reunidas en la sala, al otro lado de la escalera, animando a la Esposa de este Comandante, la esposa de Warren. Es una mujer menuda; está tendida en el suelo, vestida con un camisón de algodón blanco, y su cabellera canosa extendida sobre la alfombra como una mancha de humedad; le masajean el vientre, como si realmente estuviera a punto de dar a luz.

El Comandante, por supuesto, no está a la vista. Se ha ido a donde se van los hombres en estas ocasiones, a algún escondrijo. Probablemente está calculando el momento en que será anunciada su presentación, si todo sale bien. Ahora está seguro de haberlo logrado.

Dewarren está en la habitación principal, una buena manera de definirla: allí es donde se acuestan el Comandante y su Esposa. Está sentada en la enorme cama, apuntalada con cojines: es Janine, hinchada pero reducida, despojada de su nombre original. Lleva un vestido recto de algodón blanco, levantado por encima de los muslos; su larga cabellera castaña está peinada hacia atrás y recogida en la nuca, para que no moleste. Tiene los ojos apretados; viéndola así, casi me resulta agradable. Al fin y al cabo, es una de nosotras, ¿qué pretende, sino vivir lo más agradablemente posible? ¿Qué otra cosa quiere cualquiera de nosotras? El inconveniente está en lo posible. Teniendo en cuenta las circunstancias, ella no lo hace mal.

Se encuentra flanqueada por dos mujeres que no conozco y que le sujetan las manos, o quizás es ella la que sujeta las manos de las mujeres. Una tercera mujer le levanta el camisón, le pone aceite para bebé en el montículo que forma su barriga y le hace fricciones en sentido descendente. A sus pies está Tía Elizabeth, vestida con el traje color caqui de los bolsillos en el pecho. Ella era una de las que daban clases de Educación Ginecológica. Sólo puedo ver un costado de su cabeza, su perfil, pero sé que es ella por su inconfundible nariz prominente y su considerable y severa barbilla. A su lado se ve la silla de partos con su asiento doble, uno de ellos levantado como un trono detrás del otro. No colocarán a Janine en la silla hasta que llegue el momento. Las sábanas están preparadas, lo mismo que la pequeña bañera y el bol con cubos de hielo para que Janine los chupe.

Las demás mujeres están sentadas en la alfombra con las piernas cruzadas; forman una multitud, se supone que todas las mujeres del distrito están aquí. Debe de haber veinticinco o treinta. No todos los Comandantes tienen Criada: las Esposas de algunos de ellos tienen hijos. De cada uno, dice la frase, según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades. La recitábamos tres veces al día, después del postre. Era una frase de la Biblia, o eso decían. Otra vez San Pablo, de los Hechos.

Sois una generación de transición, decía Tía Lydia. Es lo más difícil. Sabemos cuántos sacrificios tendréis que hacer. Resulta difícil cuando los hombres os injurian. Será más fácil para las que vengan después de vosotras. Ellas aceptarán su obligación de buena gana.

Pero no decía: Porque no habrán conocido otro modo de vida.

Decía: Porque no querrán las cosas que no puedan tener.

Una vez por semana teníamos cine, después del almuerzo y antes de la siesta. Nos sentábamos en el suelo de la sala de Economía Doméstica, en nuestras esteras grises, mientras Tía Helena y Tía Lydia luchan con el equipo de proyección. Si teníamos suerte, no cargaban la película del revés. Esto me recordaba las clases de geografía, cuando iba a la escuela, miles de años atrás, y nos pasaban películas del resto del mundo; mujeres vestidas con faldas largas o vestidos baratos de algodón estampado, que llevaban haces de leña, o cestos, o cubos de plástico con agua que cogían de algún río, y bebés que les colgaban de los chales o de cabestrillos de red. Miraban a la cámara de reojo o con expresión asustada, sabiendo que algo les estaban haciendo con una máquina de un solo ojo de cristal, pero sin saber qué. Aquellas películas eran reconfortantes y terriblemente aburridas. Me hacían sentir sueño, incluso cuando en la pantalla aparecían hombres enseñando los músculos, picando la dura tierra con azadones y palas rudimentarios y trasladando rocas. Yo prefería las películas en las que se veían danzas, cantos, máscaras de ceremonia y objetos tallados convertidos en instrumentos, musicales: plumas, botones de latón, conchas de caracoles marinos, tambores. Me gustaba ver a esta gente cuando era feliz, no cuando eran desgraciados y estaban muertos de hambre, demacrados, o se agotaban hasta la muerte por cualquier tontería como cavar un pozo o regar la tierra, problemas que las naciones civilizadas habían resuelto hacía tiempo. Pensaba que bastaba con que alguien les proporcionara los medios tecnológicos y los dejara utilizarlos.

Tía Lydia no nos pasaba este tipo de películas.

En ocasiones nos ponía una antigua película pornográfica, de la década de los setenta o los ochenta. Mujeres arrodilladas chupando penes o pistolas, mujeres atadas o encadenadas o con collares de perro en el cuello, mujeres colgadas de árboles, o cabeza abajo, desnudas, con las piernas abiertas, mujeres a las que violaban o golpeaban o mataban. Una vez tuvimos que ver cómo descuartizaban a una mujer, le cortaban los dedos y los pechos con tijeras de podar, le abrían el estómago y le arrancaban los intestinos.

Considerad las posibilidades, decía Tía Lydia. ¿Veis cómo solían ser las cosas? Eso era lo que pensaban entonces de las mujeres. Le temblaba la voz de indignación.

Más tarde, Moira dijo que no era real, que estaba filmado con modelos; pero era difícil saberlo.

A veces, sin embargo, la película era lo que Tía Lydia llamaba un documental sobre No Mujeres. Imaginaos, decía Tía Lydia, lo que representa perder el tiempo de esa manera, cuando tendrían que haber estado haciendo algo útil. Antes, las No Mujeres siempre estaban perdiendo el tiempo. Las animaban para que lo hicieran. El gobierno les proporcionaba dinero para que hicieran exactamente eso. La verdad es que tenían algunas ideas bastante buenas, proseguía, con el tono autosuficiente de quien está en condiciones de juzgar. Incluso actualmente tendríamos que permitir que continuaran algunas de sus ideas. Sólo algunas, en realidad, decía tímidamente, levantando el dedo índice y agitándolo delante de nosotras. Pero ellas eran ateas, y ahí está la gran diferencia, ¿no os parece?

Me siento en mi estera, con las manos cruzadas; Tía Lydia se hace a un lado, apartándose de la pantalla; las luces se apagan y me pregunto si en la oscuridad podré inclinarme hacia la derecha sin que me vean y susurrar algo a la mujer que tengo a mi lado. ¿Pero qué puedo susurrarle? Le preguntaré si ha visto a Moira. Porque nadie la ha visto, no apareció a la hora del desayuno. Pero la sala, aunque en penumbras, no está lo suficientemente oscura, así que cambio de actitud, fingiendo que presto atención. En las películas de este tipo no conectan la banda sonora, pero sí lo hacen en el caso de las películas pomo. Quieren que oigamos los gritos, los gemidos y los chillidos de lo que podría ser el dolor extremo o el placer extremo, o ambos a la vez, pero no quieren que oigamos lo que dicen las No Mujeres.