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Primero aparecen el título y algunos nombres -que están tachados con carboncillo para que no podamos leerlos-, y entonces veo a mi madre. Mi madre de joven, más joven de lo que yo la recuerdo, tan joven como debía de ser antes de que yo naciera. Lleva el tipo de vestimenta que, según Tía Lydia, era típica de las No Mujeres en aquella época: un mono de tela tejana, debajo una camisa de cuadros verdes y malva, y zapatos de lona; es el tipo de vestimenta que en un tiempo llevaba Moira, el tipo de ropa que recuerdo haberme puesto yo misma hace mucho tiempo. Lleva el pelo recogido en la nuca con un pañuelo de color malva. Su joven rostro es muy serio, aunque bonito. Había olvidado que alguna vez mi madre fue tan bonita y tan ardiente. Está reunida con otras mujeres que van vestidas de la misma manera; lleva un palo, no, es el mango de una pancarta. La cámara toma una vista panorámica y vemos la inscripción, pintada en lo que debió de haber sido una sabana: DEVOLVEDNOS LA NOCHE. Ésta no ha sido tachada, pero se supone que nosotras no leemos. Las mujeres que están a mi alrededor jadean y en la sala se produce un movimiento semejante al de la hierba cuando es agitada por el viento. ¿Es un descuido, y por eso nos hemos librado de un castigo? ¿O ha sido algo deliberado, para recordarnos los viejos tiempos en los que no había ninguna seguridad?

Detrás de este cartel hay otros, y la cámara los capta brevemente: LIBERTAD PARA ELEGIR. QUEREMOS BEBÉS DESEADOS RESCATEMOS NUESTROS CUERPOS. ¿CREES QUE EL LUGAR DE LA MUJER ES LA COCINA? Debajo del último cartel se ve dibujado el cuerpo de una mujer sobre una mesa, y la sangre que le sale a chorros.

Ahora mi madre avanza, está sonriendo, riendo, todos avanzan con los puños en alto. La cámara se mueve en dirección al cielo, donde se elevan cientos de globos con los hilos colgando: globos rojos que tienen pintado un círculo, un círculo con un rabo como el de una manzana, pero el rabo es una cruz. La cámara vuelve a descender; ahora mi madre forma parte de la multitud y ya no la veo.

Te tuve cuando tenía treinta y siete años, me dijo mi madre. Era un riesgo, podrías haber salido deformada, o algo así. Eras un bebé deseado, eso sí, y recibí críticas de mucha gente. Mi antigua amiga Tricia Foreman me acusó de pronatalista, la muy puta. Yo se lo atribuí a los celos. Algunos, sin embargo, se portaron bien. Pero cuando estaba en el sexto mes de embarazo, muchos de ellos empezaron a enviarme esos artículos acerca de cómo después de los treinta y cinco años aumenta el riesgo de tener hijos con taras congénitas. Exactamente lo que necesitaba. Y tonterías acerca de lo difícil que era ser una madre soltera. Llevaos de aquí esa mierda, les dije, he empezado esto y voy a terminarlo. En el gráfico del hospital escribieron: «Primípara de edad», los sorprendí mientras lo apuntaban. Así llaman a las mujeres mayores de treinta años, que esperan su primer bebé. Todo eso es basura, les dije, biológicamente tengo veintidós años, podría daros cien vueltas a todos vosotros. Podría tener trillizos y salir de aquí caminando mientras vosotros aún estaríais intentando levantaros de la cama.

Mientras lo decía, la barbilla le sobresalía. La recuerdo así, con la barbilla sobresaliente y una copa delante de ella, en la mesa de la cocina; no tan joven, ardiente y bonita como aparecía en la película, pero fuerte, valiente, el tipo de anciana que no permitiría que alguien se colara delante de ella en la cola del supermercado. Le gustaba venir a mi casa a tomar un trago mientras Luke y yo preparábamos la cena, y contarnos lo que funcionaba mal en su vida, que siempre se convertía en lo que funcionaba mal en la nuestra. En aquel tiempo tenía el pelo canoso, por supuesto. Jamás se lo habría teñido. Por qué aparentar, decía De todos modos, para qué lo quiero, no quiero a ningún hombre a mi lado, para qué sirven, excepto por los diez segundos que emplean en hacer medio bebé. Un hombre es simplemente el instrumento de una mujer para hacer otras mujeres. No digo que tu padre no fuera un buen chico y todo eso, pero no estaba preparado para la paternidad. Y no es que yo pretendiera eso de él. Solamente haz tu trabajo, y luego puedes esfumarte, le dije, yo tengo un sueldo decente y puedo ocuparme de ella. Así que se fue a la costa y me enviaba postales de Navidad. Tenía unos hermosos ojos azules. Pero a todos ellos les falta algo, incluso a los guapos. Es como si estuvieran permanentemente distraídos, como si no pudieran recordar exactamente quiénes son. Miran mucho al cielo. Y pierden el contacto con la realidad. No tienen ni punto de comparación con las mujeres, salvo que son mejores arreglando coches y jugando al fútbol, que es justamente lo que necesitamos para el progreso de la raza humana, ¿verdad?

Así es como hablaba, incluso delante de Luke. A él no le importaba y le tomaba el pelo fingiendo ser un macho, le decía que las mujeres no estaban capacitadas para el pensamiento abstracto, y ella se tomaba otro trago y le dedicaba una sonrisa burlona.

Cerdo chauvinista, le decía.

¿No te parece anticuada?, me preguntaba Luke a mí, y mi madre lo miraba con cierta malicia, casi furtivamente.

Tengo derecho, le respondía. Soy lo suficientemente vieja, he pagado todas mis deudas, ahora me toca ser anticuada. Tú aún no sabes limpiarte los mocos. Cochinillo tendría que haberte dicho.

En lo que se refiere a ti, me decía, no eres más que un juego para él. Una llamarada que enseguida se extingue. El tiempo me dará la razón.

Pero este tipo de cosas sólo las decía después del tercer trago.

Vosotros los jóvenes no sabéis apreciar las cosas, proseguía. No sabéis lo que hemos tenido que pasar para lograr que estéis donde estáis. Míralo, es él quien pela las zanahorias. ¿Sabéis cuántas vidas de mujeres, cuántos cuerpos de mujeres han tenido que arrollar los tanques para llegar a esta situación?

La cocina es mi pasatiempo predilecto, decía Luke. Disfruto cocinando.

Un pasatiempo muy original, replicaba mi madre. No tienes por qué darme explicaciones. En otros tiempos no te habrían permitido tener semejante pasatiempo, te habrían llamado marica.

Vamos, madre, le decía yo. No discutamos por tonterías.

Tonterías, repetía amargamente. Las llamas tonterías. Veo que no entiendes. No entiendes nada de lo que estoy diciendo.

A veces se echaba a llorar. Estaba tan sola…, decía. No tienes idea de lo sola que estaba. Y tenía amigos, era afortunada, pero igual estaba sola.

En ciertos aspectos admiraba a mi madre, aunque las cosas entre nosotras nunca eran fáciles. Yo sentía que ella esperaba demasiado de mí. Esperaba que yo reivindicara su vida y las elecciones que ella había hecho. Yo no quería vivir mi vida según sus términos. No quería ser una hija modelo, la encarnación de sus ideas. Solíamos discutir por eso. No soy la justificación de tu existencia, le dije una vez.

Quiero tenerla a mi lado otra vez. Quiero tenerlo todo otra vez, tal como era. Pero este deseo no tiene sentido.

CAPÍTULO 21

Aquí hace calor, y hay mucho ruido. Las voces de las mujeres se elevan a mi alrededor en un cántico suave que para mí es aún demasiado fuerte, después de tantos y tantos días de silencio. En un rincón de la habitación hay una sábana manchada de sangre, hecha un bulto y tirada, de cuando Janine rompió aguas. No me había dado cuenta hasta ahora.

La habitación también huele, el aire está cargado, tendrían que abrir una ventana. El olor que se siente es el de nuestra propia carne, un olor orgánico, a sudor con un matiz de olor a hierro que debe de salir de la sangre de la sábana, y otro olor, más animal, que seguramente sale de Janine: olor a guarida, a cueva habitada, el olor de la flauta de cuadros encima de la cual una vez parió la gata, antes de que la esterilizaran. Olor a matriz.

– Aspira, aspira -cantamos, tal como nos han enseñado-. Aguanta, aguanta. Expele, expele, expele -cantamos hasta llegar a cinco. Cinco para coger aire, cinco para retenerlo y cinco para expulsarlo. Janine, con los ojos cerrados, intenta aminorar el ritmo de su respiración. Tía Elizabeth tantea en busca de las contracciones.

Ahora Janine está intranquila y quiere caminar. Las dos mujeres la ayudan a bajar de la cama y la sostienen una a cada lado mientras ella camina. Le sobreviene una contracción que la obliga a doblarse. Una de las mujeres se arrodilla y le fricciona la espalda. Todas nosotras sabemos hacerlo, hemos recibido lecciones. Reconozco a Deglen, mi compañera de compras, a dos asientos de distancia del mío. El suave cántico nos envuelve como una membrana.

Llega una Martha con una bandeja: una jarra con zumo de frutas, como el que venía en polvo, y que parece de uva, y un montón de vasos de cartón. La deja sobre la alfombra, delante de las mujeres que cantan. Deglen, sin perder el ritmo, sirve el zumo y los vasos recorren la fila.

Recibo un vaso, me inclino hacia un costado para pasarlo y la mujer que está a mi lado me pregunta al oído: