Hoy, Deglen y yo caminamos lentamente; tenemos calor con nuestros vestidos largos, nos sudan las axilas y estamos cansadas. Al menos con este calor no llevamos puestos los guantes. En algún punto de esta manzana había una heladería. No logro recordar el nombre. Las cosas pueden cambiar tan rápidamente, los edificios pueden ser derrumbados o transformados en cualquier otra cosa, y resulta difícil recordarlos tal como eran. Podías coger cucuruchos dobles, y si querías te ponían ralladura de chocolate por encima. Éstos tenían un nombre de hombre, ¿Johnnies? ¿Jackies? No logro recordarlo.
Íbamos cuando ella era pequeña, y yo la levantaba en brazos para que pudiera ver a través del mostrador de cristal, donde estaban expuestas las cubas con los helados de colores suaves: naranja pálido, verde pálido, rosa pálido, y yo le leía los nombres para que ella pudiera escoger. De todos modos, no los elegía por el nombre, sino por el color. Sus vestidos y sus guardapolvos también eran de esos colores. Helados al pastel.
Jimmies, así se llamaban.
Ahora, Deglen y yo nos sentimos más cómodas, nos hemos acostumbrado a estar juntas. Como hermanas siamesas. Ya no nos molestamos en cumplir con las formalidades del saludo; sonreímos y echamos a andar, en tándem, recorriendo serenamente nuestra ruta diaria. De vez en cuando variamos el itinerario; no hay nada que lo prohiba, siempre que permanezcamos dentro del límite de las barreras. Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.
Ya hemos ido a las tiendas, y a la iglesia; ahora estamos frente al Muro. Hoy no hay nada, en verano no dejan los cadáveres colgados tanto tiempo como en invierno, por las moscas y el olor. En otra época esto fue el reino de los ambientadores, Pino y Floral, y la gente conserva la afición por ellos; sobre todo los Comandantes, que aconsejan la pureza de todas las cosas.
– ¿Tienes todo lo de tu lista? -me pregunta Deglen, aunque sabe que lo tengo. Nuestras listas nunca son largas. Ella ha abandonado su pasividad de los primeros días, parte de su melancolía. A menudo es ella la que inicia la conversación.
– Sí -respondo.
– Entonces demos una vuelta -propone. Quiere decir que bajemos hasta el río. Hace tiempo que no vamos allí.
– Fantástico -digo. Sin embargo, no me doy vuelta de inmediato sino que me quedo donde estoy, echando un último vistazo al Muro. Ahí están los ladrillos rojos, los reflectores, la alambrada de púas, los ganchos. De alguna manera, el Muro resulta aún más agorero cuando está vacío, como hoy. Cuando hay alguien colgado, por lo menos se sabe lo peor. Pero vacío también es algo en potencia, como una tormenta que se aproxima. Cuando veo los cuerpos, los cuerpos reales, cuando logro adivinar por los tamaños y las formas que ninguno de ellos es Luke, también puedo pensar que aún está vivo.
No sé por qué espero verlo en este muro. Hay cientos de lugares diferentes en donde podrían haberlo matado. Pero no puedo sacarme de la cabeza la idea de que en este momento está allí, detrás de los ladrillos rojos vacíos.
Intento imaginar en qué edificio se encuentra. Recuerdo la distribución de los edificios, al otro lado del Muro; antes, cuando era una universidad, podíamos caminar libremente por el interior. Aún entramos, de vez en cuando, para los Salvamentos de Mujeres. La mayor parte de los edificios también son de ladrillos rojos; algunos tienen puertas arqueadas, un efecto románico del siglo diecinueve. Ya no nos permiten la entrada a los edificios, pero ¿a quién le interesa entrar? Pertenecen a los Ojos.
Tal vez está en la Biblioteca. En algún lugar de las bóvedas. En las estanterías.
La Biblioteca es como un templo. Hay una larga escalinata blanca que conduce a la hilera de puertas. En el interior, otra escalera blanca. A ambos lados de ésta, en la pared, se ven ángeles. También hay unos hombres luchando, o a punto de luchar, de aspecto limpio y noble y no sucios, ensangrentados y malolientes, como deberían de haber parecido. A un lado de la puerta interior se ve la Victoria, guiándolos, y al otro lado la Muerte. Es un mural en honor de alguna guerra. Los hombres que se encuentran junto a la Muerte, aún están vivos. Se van al Cielo. La Muerte es una mujer hermosa que lleva alas y un pecho casi descubierto. ¿O ésa es la Victoria? No me acuerdo.
Esto no han querido destruirlo.
Giramos de espaldas al Muro y caminamos hacia la izquierda. Aquí hay varios almacenes vacíos que tienen los cristales de los escaparates garabateados con jabón. Intento recordar lo que en otros tiempos vendían. ¿Cosméticos? ¿Joyas? La mayor parte de las tiendas que vendían artículos para hombre, aún están abiertas; solamente han sido cerradas las que vendían lo que ellos llaman vanidades.
En la esquina existe una tienda llamada Pergaminos Espirituales. Es un santuario: hay Pergaminos Espirituales en el centro de cada ciudad, en cada suburbio, o eso dicen. Deben de producir pingües beneficios.
El escaparate de Pergaminos Espirituales es de cristal inastillable. Detrás de éste se ven filas y filas de máquinas impresoras; estas máquinas se conocen con el nombre de Rollos Sagrados, pero sólo entre nosotras, porque es un nombre irrespetuoso, un mote. Lo que las máquinas imprimen son plegarias, rollos y más rollos que nunca terminan de salir. Los pedidos se hacen por Compufono; un día, por casualidad, oí que la Esposa del Comandante lo hacía. El hecho de pedir plegarias a Pergaminos Espirituales es una muestra de piedad y lealtad al régimen; así que, naturalmente, las Esposas de los Comandantes lo hacen muy a menudo. Esto sustenta las carreras de sus esposos.
Existen cinco tipos diferentes de plegarias: para la salud, la riqueza, una muerte, un nacimiento, un pecado. Escoges la que quieres, pulsas tu propio número para que tu cuenta quede cargada, y pulsas el número de copias que quieres de la plegaria.
Mientras imprimen las plegarias, las máquinas hablan; si quieres, puedes entrar y escuchar sus voces inexpresivas y metálicas que repiten la misma cantinela una y otra vez. Cuando las plegarias han sido pronunciadas e impresas, se enrolla otro papel en la ranura y el ciclo vuelve a comenzar. En el interior del edificio no hay nadie: las máquinas funcionan solas. Desde afuera no se pueden oír las voces; sólo se oye un murmullo, un canturreo, como el de una devota multitud arrodillada. Cada máquina tiene pintado un ojo dorado al costado, flanqueado por dos pequeñas alas doradas.
Intento recordar lo que vendían aquí cuando esto era una tienda, antes de que se convirtiera en Pergaminos Espirituales. Creo que era una lencería. ¿Estuches rosados y plateados, medias de colores, sujetadores de encaje, fulares de seda? Todo se ha perdido.
Deglen y yo nos detenemos en Pergaminos Espirituales; miramos el escaparate de cristal inastillable, observamos las plegarias que brotan de las máquinas y desaparecen nuevamente a través de la ranura, de regreso al reino de lo innombrado. Aparto la mirada. Lo que veo no son las máquinas sino a Deglen, reflejada en el cristal del escaparate. Me mira fijamente.
Nos estamos mirando a los ojos. Es la primera vez que miro a Deglen directamente a los ojos, sosteniendo la mirada, no de reojo. Su rostro es ovalado, rosado, relleno sin ser gordo, y sus ojos son redondos.
Mira mis ojos en el cristal, penetrante y firmemente. Ahora resulta difícil apartar la vista. Esta visión me produce cierto sobresalto. Es como ver a alguien desnudo por primera vez. Súbitamente, entre nosotras se instala un peligro que antes no había existido. Incluso el hecho de mirarse a los ojos supone un riesgo. Sin embargo, no hay nadie cerca de nosotras.
Por fin, Deglen rompe el silencio.
– ¿Crees que Dios oye estas máquinas? -pregunta en un susurro, como acostumbrábamos hacer en el Centro.
En el pasado, esta observación habría sido bastante trivial, una especie de especulación erudita. En este momento es una traición.
Podría empezar a gritar. Podría salir corriendo. Podría apartarme de ella silenciosamente, demostrarle que no toleraré este tipo de conversación en mi presencia. Subversión, sedición, blasfemia, herejía, todo en uno.
Me insensibilizo.
– No -respondo.
Deja escapar un suspiro, un largo suspiro de alivio. Hemos atravesado juntas un límite invisible.
– Yo tampoco -afirma.
– De todos modos supongo que es un tipo de fe -comento-. Como los molinillos de oraciones tibetanos.
– ¿Qué es eso? -pregunta.
– Sólo sé lo que he leído -explico-. Funcionaban movidos por el viento. Ya no existen.
– Igual que todo lo demás -replica. Sólo ahora dejamos de mirarnos.
– ¿Este lugar es seguro? -susurro.
– Supongo que es el más seguro -dice-. Es como si estuviéramos rezando, eso es todo.
– ¿Y qué me dices de ellos?
– ¿Ellos? -pregunta, aún en un susurro-. La calle siempre es más segura, no hay micros, y además, ¿por qué iban a poner uno justamente aquí? Deben de pensar que nadie se atrevería. Pero ya hemos estado aquí demasiado tiempo. No tiene sentido llegar tarde -nos giramos al mismo tiempo-. Mantén la cabeza baja mientras caminamos -me indica-, e inclínate un poco hacia mí. Así podré oírte mejor. Si se acerca alguien, no hables.