– En el pasado -dice- existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.
Se oye un murmullo colectivo. Los delitos de los demás son un lenguaje secreto entre nosotras. A través de ellos nos demostramos que, después de todo, nosotras seríamos capaces de cometerlos. No es una declaración popular. Pero nadie lo sabría mirando a Tía Lydia, que sonríe y parpadea, como abrumada por los aplausos. Ahora nos dejan que nos las arreglemos solas, que hagamos nuestras propias especulaciones. La primera, la que ahora levantan de su silla, las manos con guantes negros sobre la parte superior de los brazos: ¿por leer? No, sólo es una mano amputada, en la tercera condena. ¿Infidelidad, o un atentado contra la vida de su Comandante? O, más probablemente, contra la de la Esposa del Comandante. Eso es lo que estamos pensando. En cuanto a la Esposa, generalmente hay una sola razón por la que podrían someterla al Salvamento. Ellas pueden hacernos casi cualquier cosa, pera no están autorizadas a matarnos, al menos legalmente. Ni con agujas de tejer, ni con tijeras de jardín, ni con cuchillos hurtados de la cocina, y menos aún si estamos embarazadas. Podría ser adulterio, por supuesto. Siempre podría ser eso.
O intento de fuga.
– Decharles -anuncia Tía Lydia. No la conozco. La hacen avanzar; camina como si realmente se concentrara en la tarea, un pie, luego el otro, no hay duda de que está drogada. En su boca se dibuja una sonrisa descentrada y débil y contrae un costado de la cara en un guiño sin coordinación dirigido a la cámara. Por supuesto, no lo mostrarán, esto no es en directo. Las dos Salvadoras le atan las manos a la espalda.
Detrás de mí alguien tiene náuseas.
Por eso no nos dan el desayuno.
– Seguramente es Janine -susurra Deglen.
He visto esto antes, la bolsa blanca colocada sobre la cabeza, la mujer que es ayudada a subir al alto taburete como si la ayudaran a subir los escalones de un autobús, sostenida allí arriba, el lazo ajustado delicadamente alrededor de su cuello como una vestidura, y luego una patada al escabel para apartarlo. He oído el prolongado suspiro que se eleva a mi alrededor, un suspiro como el aire de un colchón hinchable, he visto a Tía Lydia colocar la mano sobre el micrófono para amortiguar los sonidos que llegan desde detrás de ella, me he inclinado hacia delante para tocar junto con las demás mujeres, con ambas manos, la cuerda que está delante de mí, esa cuerda peluda y pegajosa de alquitrán a causa del sol, y luego me he puesto la mano en el corazón para mostrar mi unidad con las Salvadoras, mi consentimiento y mi complicidad en la muerte de esta mujer. He visto los pies dando patadas y las dos que van vestidas de negro cogiéndose a ellos y tirando hacia abajo con todas sus fuerzas. No quiero verlo más. En cambio, miro el césped. Describo la cuerda.
CAPÍTULO 43
Los tres cuerpos quedan allí colgados; con los sacos blancos sobre sus cabezas parecen extrañamente estirados, como pollos colgados del pescuezo en el escaparate de una carnicería, como pájaros con las alas cortadas, como pájaros incapaces de volar, como ángeles destruidos. Es difícil quitarles los ojos de encima. Los pies cuelgan por debajo de los dobladillos de los vestidos, dos pares de zapatos rojos, un par de azules. Si no fuera por las cuerdas y los sacos, podría tratarse de una especie de danza, un ballet captado en el aire por una cámara fotográfica. Parecen puestas en orden. Como si fueran parte de un espectáculo. Debe de haber sido Tía Lydia la que puso a la de azul en el medio.
– El Salvamento de hoy ha concluido -anuncia Tía Lydia por el micrófono-. Pero…
Nos volvemos hacia ella, la escuchamos, la observamos. Siempre supo dónde hacer las pausas. Entre nosotras se produce un murmullo y un movimiento. Quizá va a ocurrir algo más.
– Pero debéis levantaros y formar un circulo -nos sonríe con expresión generosa y munificente. Está a punto de darnos algo. De concedernos algo-. En orden.
Nos está hablando a nosotras, a las Criadas. Algunas de las Esposas empiezan a irse, igual que algunas de las hijas. La mayoría de ellas se quedan, pero en la parte de atrás, apartadas, simplemente observando. No forman parte del circulo.
Dos Guardianes han avanzado y están enrollando la gruesa cuerda, quitándola de en medio. Otros quitan los cojines. Nos apiñamos sobre el césped, delante del escenario, algunas intentamos encontrar sitio en el frente, cerca del centro, unas cuantas empujan lo suficiente para abrirse paso hasta el centro, donde estarán protegidas. Es un error vacilar demasiado en un grupo como éste; te catalogan de persona poco entusiasta y carente de ardor. Aquí se produce un despliegue de energía, un murmullo, un estremecimiento de rapidez y furia. Los cuerpos se tensan, los ojos se vuelven más brillantes, como si apuntaran a algo.
No quiero estar delante, y tampoco detrás. No estoy segura de lo que ocurrirá, aunque presiento que será algo que no quiero ver de cerca. Pero Deglen me coge del brazo y me arrastra consigo; nos colocamos en la segunda línea, apenas protegidas por una delgada fila de cuerpos. No quiero ver pero tampoco retrocedo. He oído rumores, pero sólo los creo a medias. A pesar de todo lo que sé, me digo a mi misma: no llegarán a ese extremo.
– Ya conocéis las reglas de una Particicución -afirma Tía Lydia-. Esperaréis hasta que toque el silbato. Después de eso, lo que hagáis es asunto vuestro, hasta que yo vuelva a tocar el silbato. ¿Entendido?
Se produce un murmullo general, un asentimiento sin forma.
– Pues bien -dice Tía Lydia. Asiente con la cabeza y dos Guardianes, que no son los que han apartado la cuerda, se acercan desde detrás del escenario. Entre ambos llevan casi a la rastra a otro hombre. Éste también va vestido con uniforme de Guardián, pero no lleva puesta la gorra y tiene el uniforme sucio y desgarrado. Tiene la cara cortada y magullada, y llena de morados rojizos; está hinchado y lleno de bultos y le empieza a crecer la barba. No parece una cara, sino algún vegetal desconocido, un bulbo despedazado o un tubérculo, algo deformado. Incluso desde donde estoy puedo olerlo: huele a mierda y a vómito. Unos mechones de pelo rubio le caen sobre la cara, como si algo se los hubiera erizado. ¿Será el sudor seco?
Lo miro fijamente, con repugnancia. Parece borracho. Parece un borracho que ha estado en una pelea. ¿Por qué habrán traído aquí a un borracho?
– Este hombre -aclara Tía Lydia- ha sido condenado por violación -su voz se estremece a causa de la ira y deja entrever un tono triunfal-. Era un Guardián. Deshonró su uniforme. Abusó de su puesto de confianza. Su cómplice ya ha sido ejecutada. Como sabéis, la violación se castiga con la muerte. Deuteronomio, veintidós; versículos veintitrés y veintinueve. Debo añadir que este delito implicaba a dos de vosotras y que se realizó a punta de pistola. Y que fue brutal. No voy a ofender vuestros oídos con más detalles, excepto para decir que una mujer estaba embarazada y que el bebé murió.
Se oye un gemido entre nosotras; a pesar de mí misma, aprieto las manos. Esta violación es excesiva. El bebé también, después de todo lo que soportamos. Es verdad, hay un ansia de sangre; siento deseos de romper, de arrancar, de destrozar.
Empujamos hacia delante, nuestras cabezas giran de un lado a otro, nuestras fosas nasales se ensanchan olfateando la muerte, nos miramos mutuamente para ver nuestro odio. Se merecía algo peor que la muerte. El hombre gira la cabeza, atontado. ¿La habrá oído siquiera?
Tía Lydia aguarda un momento; luego sonríe levemente y se lleva el silbato a los labios. Lo oímos, estridente y prístino, un eco de una partida de voleibol de épocas pretéritas.
Los dos Guardianes sueltan los brazos del tercer hombre y retroceden. El hombre se tambalea -¿está drogado?- y cae de rodillas. Tiene los ojos arrugados en la carne hinchada, como si la luz fuera demasiado brillante para él. Lo han tenido encerrado en la oscuridad. Se lleva una mano a la mejilla, como para comprobar si aún está allí. Todo esto ocurre rápidamente, pero parece lento.
Nadie se mueve. Las mujeres lo miran con horror, como si fuera una rata medio muerta que se arrastra por el suelo de la cocina. Nos mira con los ojos entrecerrados, observa el círculo de mujeres rojas. Increíblemente, un costado de su boca se levanta… ¿será una sonrisa?
Intento penetrarlo con la mirada, ver dentro del rostro destrozado, averiguar cuál debe de ser su aspecto real. Supongo que tiene alrededor de treinta años. No es Luke.
Pero sé que podría haber sido él. Podría tratarse de Nick. Sé que, al margen de lo que haya hecho, no puedo tocarlo.
Dice algo. Sus palabras son poco claras, como si tuviera la garganta magullada, como si tuviera la lengua demasiado grande, pero igualmente lo oigo. Dice:
– Yo no…
Se produce un movimiento hacia delante, como si fuéramos una multitud en un concierto de música rock de otros tiempos y esperáramos a que se abrieran las puertas con esa urgencia que se apodera de nosotras. El aire está impregnado de adrenalina, todo nos está permitido, esto es la libertad, la siento en mi cuerpo, siento vértigo, una mancha roja se extiende por todas partes, pero antes de que la marea de ropas y cuerpos empiecen a golpearlo, Deglen se abre paso entre las mujeres dando codazos a diestra y siniestra y corre hacia él. Lo hace caer de costado y le patea la cabeza furiosamente, una, dos, tres veces, con golpes secos y certeros. Ahora se oyen gemidos, un sonido débil semejante a un gruñido, gritos, y los cuerpos rojos caen hacia delante y ya no veo nada, él ha quedado oculto por brazos, puños y pies. En algún sitio se oye un aullido, como el grito aterrorizado de un caballo.