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Me quedo a cierta distancia, intentando mantener el equilibrio. Algo me golpea por detrás y me tambaleo. Cuando vuelvo a recuperar el equilibrio miro a mi alrededor y veo a las Esposas y a las hijas que se inclinan hacia delante en sus sillas, y a las Tías que observan con interés desde la plataforma. Desde allí arriba deben de tener mejor perspectiva.

Él se ha convertido en eso.

Deglen está otra vez a mi lado. Tiene la cara tensa y sin expresión.

– He visto lo que has hecho -le digo. Empiezo nuevamente a sentir conmoción, agravio, náusea. Barbarismo-. ¿Por qué lo hiciste? ¡Precisamente tú! Creí que…

– No me mires -me advierte-. Nos están vigilando.

– No me importa -replico. Estoy levantando la voz. No puedo evitarlo.

– Domínate -me aconseja. Finge apartarme cogiéndome del brazo y del hombro y acerca su cara a mi oreja-. No seas estúpida. Él no era un violador, era un político. Era uno de los nuestros. Lo dejé sin conocimiento. Le evité el dolor. ¿No ves lo que le están haciendo?

Uno de los nuestros, pienso. Un Guardián. Parece imposible.

Tía Lydia vuelve a tocar el silbato, pero las mujeres no se detienen de inmediato. Intervienen los dos Guardianes para apartarlas de lo que queda del hombre. Algunas quedan tendidas en el césped pues han sido golpeadas o pateadas por error. Otras se han desmayado. Las demás se dispersan de a dos o de a tres, o solas. Parecen aturdidas.

– Buscad vuestra pareja y formad fila -ordena Tía Lydia a través del micrófono. Unas pocas le obedecen. Una mujer se acerca a nosotras, caminando como si avanzara a tientas en la oscuridad: es Janine. Tiene una mancha de sangre en la cara y algunas más en la parte blanca de su tocado. Nos dedica una diminuta sonrisa. Tiene la mirada perdida.

– Hola -saluda-. ¿Cómo estás? -sujeta algo con la mano derecha. Es un mechón de pelo rubio. Ríe tontamente.

– Janine -le digo. Pero ahora se deja ir totalmente, como en una caída libre, en actitud de abandono.

– Que lo pases bien -dice y pasa junto a nosotras, en dirección a la entrada.

La observo. Ten cuidado, pienso. Ni siquiera siento pena por ella, aunque debería sentirla. Siento rabia. No me siento orgullosa por ello, ni por nada de todo esto. Pero eso es lo que cuenta.

Las manos me huelen a alquitrán caliente. Quiero regresar a la casa y subir al cuarto de baño y restregarme una y otra vez con el jabón duro y la piedra pómez para eliminar de mi piel cualquier rastro de este olor que me hace sentir enferma.

Y también estoy hambrienta. Parece monstruoso, pero sin embargo es verdad. La muerte me hace sentir hambre. Quizá es porque he quedado vacía; o quizá es el modo que tiene mi cuerpo de comprobar que estoy viva, y sigo repitiendo como en una plegaria: estoy, estoy. Aún estoy.

Quiero irme a la cama y hacer el amor, ahora mismo.

Pienso en la palabra fruición.

Me comería un caballo.

CAPÍTULO 44

Las cosas han vuelto a la normalidad.

¿Cómo puedo llamarle normalidad a esto? Aunque comparado con lo de esta mañana, es normal.

Para almorzar me dieron un bocadillo de pan moreno con queso, un vaso de leche, unas ramas de apio y peras en conserva. Un almuerzo de escolar. Me lo comí todo, no muy rápidamente, sino degustando de la exuberancia de sabores con la lengua. Ahora iré a la compra, como de costumbre. Casi espero ese momento ansiosamente. En cierto modo es un consuelo quebrar la rutina.

Salgo por la puerta de atrás y recorro el sendero. Nick está lavando el coche y lleva la gorra puesta de costado. No me mira. Ahora intentamos no mirarnos. Seguramente nos descubriríamos, incluso aquí al aire libre, donde nadie nos ve.

Me detengo en la esquina para esperar a Deglen. Se está retrasando. Finalmente, la veo venir, una silueta de ropa roja y blanca, como una cometa, caminando con paso uniforme, tal como nos han enseñado. La veo y al principio no noto nada. Pero a medida que se acerca me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Tiene un aspecto raro. Ha cambiado de una manera indefinida; no está lastimada ni cojea. Es como si se hubiera encogido.

Cuando la tengo más cerca me doy cuenta. No es Deglen. Tiene la misma estatura, pero es más delgada, y su cara es beige en lugar de rosada. Se acerca a mí y se detiene.

– Bendito sea el fruto -me saluda. Imperturbable. Mojigata.

– Y que el Señor permita que se abra -contesto. Intento no revelar mi asombro.

– Tú debes de ser Defred -me dice. Respondo que sí y empezamos a caminar.

¿Y ahora?, pienso. La cabeza me da vueltas, esto no significa nada bueno, ¿qué habrá sido de ella, cómo averiguarlo sin que se note demasiado mi preocupación? No podemos crear amistades ni lealtades entre nosotras. Intento recordar cuánto tiempo tenía que pasar Deglen en su actual destacamento.

– Tenemos muy buen tiempo -comento.

– Lo que me llena de gozo -es una voz plácida, monótona, inexpresiva.

Pasamos por el primer puesto de control sin decir nada más. Ella se muestra taciturna, pero yo también. ¿Está esperando que yo empiece a hablar, que me descubra, o es una creyente que está absorta en la meditación?

– ¿Deglen ha sido trasladada? ¿Tan pronto? -le pregunto, sabiendo que no la han trasladado. La vi esta mañana. Me lo habría dicho.

– Yo soy Deglen -responde la mujer. Lo sé perfectamente. Por supuesto que lo es, es la nueva; y Deglen, esté donde esté, ya no es Deglen. Nunca supe su verdadero nombre. Así es como puedes perderte en un mar de nombres. Ahora no sería fácil encontrarla.

Vamos a Leche y Miel, y a Todo Carne, donde yo compro un pollo y la nueva Deglen coge un kilo de hamburguesas. Hay cola, como de costumbre. Veo a varias mujeres que reconozco e intercambio con ellas los infinitesimales movimientos de cabeza con los que mutuamente nos demostramos que somos conocidas, al menos para alguien, que aún existimos. Cuando salimos de Todo Carne, le digo a la nueva Deglen:

– Deberíamos ir al Muro -no sé qué pretendo con esto; tal vez encontrar la manera de poner a prueba su reacción. Necesito saber si es o no una de las nuestras. Si lo es, si puedo comprobarlo, quizá ella pueda decirme qué le ha ocurrido realmente a Deglen.

– Como quieras -acepta. ¿Es indiferencia o cautela?

En el Muro están colgadas las tres mujeres de esta mañana, con los vestidos todavía puestos y las bolsas blancas en sus cabezas. Les han desatado los brazos, que ahora cuelgan rígidamente a los costados del cuerpo. La de azul está en el medio y las dos de rojo a los lados, pero los colores ya no son tan brillantes; parecen haberse desteñido, deslustrado, como las mariposas muertas o como un pez tropical que empieza a secarse sobre la arena. Han perdido el brillo. Las observamos en silencio.

– Que esto nos sirva de advertencia -sentencia finalmente la nueva Deglen.

Al principio no digo nada porque intento descifrar lo que quiere decir. Podría querer decir que es una advertencia de la injusticia y la brutalidad del régimen. En ese caso tendría que responderle sí. O podría querer decir lo contrario, que debemos hacer lo que nos dicen y no meternos en problemas, porque de no ser así, recibiremos el justo castigo. Si ella quiere decir esto, debería responderle alabado sea. Pero su voz fue suave, inexpresiva, no me proporcionó ninguna pista.

Corro el riesgo y le respondo:

– Sí.

No me contesta, pero percibo un destello blanco, como si ella se hubiera girado rápidamente para mirarme.

Un momento después emprendemos el largo camino de regreso, coordinando nuestros pasos tal como está establecido para que parezca que actuamos al unísono.

Pienso que tal vez sería mejor esperar antes de hacer un nuevo intento. Es demasiado pronto para insistir, para tantear. Debería aguardar una semana, dos semanas tal vez más y observarla atentamente, escuchar los tonos de su voz, las palabras imprudentes, tal como Deglen me escuchó a mí. Ahora que Deglen se ha ido, vuelvo a estar alerta, mi pereza ha desaparecido, mi cuerpo ya no se limita a experimentar placer, sino que percibo el peligro que éste encierra. No debo precipitarme ni correr riesgos innecesarios. Pero necesito saber. Me contengo hasta que pasamos el último puesto de control, sólo nos quedan unas pocas manzanas, y entonces pierdo los estribos.

– No conocía muy bien a Deglen -comento-. Me refiero a la primera.

– ¿No? -pregunta. El hecho de que haya respondido, aunque cautelosamente, me estimula.

– Sólo la conozco desde mayo -continúo. Siento que la piel me arde y que mi corazón se acelera. Esto es delicado. Por una parte, es una mentira. ¿Y ahora cómo hago para llegar a la palabra vital?-. Creo que fue alrededor del primero de mayo. Lo que antes solían llamar May Day.

– ¿Ah, sí? -responde en tono débil, indiferente, amenazador-. No recuerdo esa expresión. Me sorprende que tú la recuerdes. Deberías hacer un esfuerzo… -hace una pausa-…para eliminar de tu mente semejantes… -otra pausa-…resonancias.