Sin embargo, el concepto de «países en vías de desarrollo», en plural, no figuraba en la agenda de Palestrina; el único país que le interesaba era China y, a excepción de unos pocos escogidos -Peter Weggen y los cuatro hombres de confianza del Papa-, nadie más conocía, ni siquiera el Santo Padre, su verdadero propósito: que el Vaticano se convirtiera en un socio anónimo, pero mayoritario e influyente, de la República Popular China.
Esa noche había dado el primer paso al estrechar la mano de los chinos. El segundo se produciría el día siguiente, cuando Marsciano presentara la nueva versión revisada del documento «Estrategias de inversión en los países en vías de desarrollo» a una comisión de cuatro cardenales encargados de ratificar las inversiones de la Iglesia.
La sesión se preveía conflictiva porque los cardenales eran de espíritu conservador, renuentes a cualquier cambio. La misión de Marsciano consistiría en convencerlos, en mostrarles las regiones en las que centraba el plan: Latinoamérica, Europa del Este y Rusia. También China aparecería en la lista, pero oculta tras el término, más general, de Asia: Japón, Singapur, Tailandia, Filipinas, China, Corea del Sur, Taiwán, India, etcétera.
No obstante, se trataba de una falacia, de una estrategia inmoral y poco ética, de una mentira ideada por Palestrina para cumplir su objetivo sin divulgar sus intenciones.
Esto era sólo el principio. Palestrina era consciente de que China, a pesar de su nueva mentalidad abierta, seguía siendo una sociedad cerrada controlada por la vieja guardia comunista de marcado talante autoritario. Aun así, el país estaba modernizándose con rapidez y, una China moderna, habitada por la cuarta parte de la población mundial y con el consiguiente poder económico, se convertiría, sin duda alguna y en poco tiempo, en la mayor potencia del mundo. La conclusión de ese razonamiento era obvia: controlar China significaba controlar el mundo. Ésta era la meta del plan de Palestrina, dominar China en el siglo venidero y restablecer la influencia de la Iglesia católica en todo el país, en cada ciudad, en cada pueblo para que cien años después naciera un nuevo Sacro Imperio Romano. El pueblo de China ya no dependería de Pekín sino de Roma, y la Santa Sede pasaría a ser la mayor superpotencia del mundo.
Era una locura, por supuesto, y para Marsciano, una prueba de la creciente demencia de Palestrina, pero nada podía hacer al respecto. El Santo Padre sentía devoción por su secretario de Estado y desconocía por completo sus intenciones. Por otro lado, debido a su precario estado de salud y a su agotadora agenda diaria, el pontífice prácticamente había delegado en Palestrina la dirección general de la Santa Sede. Por tanto, acudir al Papa equivalía a dirigirse a Palestrina, que lo negaría todo si llegara a interrogarlo el Santo Padre y enviaría a su acusador a una parroquia remota, y jamás volvería a saberse de él.
En ello residía el horror de la situación porque, con la excepción de Pierre Weggen, quien tenía plena confianza en Palestrina, el resto -Marsciano, el cardenal Matadi y monseñor Capizzi-, los otros tres hombres más influyentes de la Iglesia católica sentían pavor del secretario de Estado del Vaticano, de su corpulencia, de su ambición, de su habilidad excepcional para encontrar la debilidad de todo hombre y explotarla hasta lograr sus propósitos. Tal vez, el aspecto más temible de todos era el poder que ejercía sobre las personas cuando éstas se encontraban en su punto de mira.
Asimismo, los aterraban los hombres que trabajaban para el secretario de Estado: por un lado Jacov Farel, jefe de la policía del Vaticano y esbirro de Palestrina, por otro, el terrorista Thomas Kind, autor del asesinato del gran enemigo de Palestrina, el cardenal Parma, en presencia de todos, del Santo Padre y de Palestrina, quien había ordenado su asesinato y permaneció impasible a su lado cuando recibió el tiro mortal.
Marsciano ignoraba cómo se sentían los demás, pero estaba convencido de que nadie despreciaba más su propia debilidad y miedo que él mismo.
Echó un nuevo vistazo al reloj.
– Eminencia, ¿recuerda a Yan Yeh? -preguntó Pierre Weggen al acercarse en compañía del presidente del Banco Popular de China, de estatura baja, delgado y con el cabello negro entrecano.
– Claro. -Marsciano sonrió y saludó al banquero con un apretón de manos-. Bienvenido a Roma.
Habían coincidido antes, en Bangkok, donde, excepto en el momento tenso en que Palestrina planteó el futuro de la Iglesia católica en la nueva China y el banquero respondió de manera tajante que no había llegado el día para un acercamiento entre Pekín y Roma, Yan Yeh le pareció a Marsciano una persona afable, abierta e incluso ingeniosa, preocupada de verdad por el bienestar de todas las personas.
– Creo que deberíamos aprender de los italianos algo de vinicultura -comentó Yan Yeh con una sonrisa mientras levantaba la copa para brindar con Marsciano.
En ese instante Marsciano observó que el nuncio papal entraba en la sala, se dirigía a Palestrina y se lo llevaba aparte, lejos del embajador y el ministro de Asuntos Exteriores chinos. Mantuvieron una breve conversación durante la cual Palestrina posó la vista en Marsciano desde el otro lado de la estancia. Fue un gesto suave; imperceptible para cualquier otro, pero no para Marsciano, que sabía que significaba que lo habían elegido.
– Tal vez podamos llegar a un acuerdo -respondió Marsciano a Yan Yeh con una sonrisa.
– Eminencia. -El nuncio tocó la manga del cardenal.
Marsciano se volvió.
– Sí, ya lo sé… ¿Adónde quiere que vaya?
VEINTISIETE
Marsciano se detuvo por un instante al pie de la escalera antes de comenzar a subir los peldaños. Una vez arriba, torció por un pasillo estrecho hasta llegar a una puerta de madera con paneles labrados. Hizo girar el pomo y entró.
El sol de la tarde entraba por la ventana que dividía en dos la sala de reuniones. Palestrina se encontraba en un lado, parte de él en la sombra. La persona que había junto a él no era más que una mera silueta, pero Marsciano no necesitaba verlo para saber que se trataba de Jacov Farel.
– Eminencia… Jacov. -Marsciano cerró la puerta tras de sí.
– Siéntate, Nicola. -Palestrina señaló un grupo de sillas situadas delante de la chimenea de mármol.
Marsciano atravesó el haz de luz para obedecer.
Al mismo tiempo Farel se acomodó frente a él, cruzó los pies, se desabrochó el abrigo y le clavó la mirada.
– Quiero hacerte una pregunta, Nicola, y quiero que me digas la verdad. -Palestrina acarició el respaldo de la silla y le dio la vuelta para quedar sentado enfrente de Marsciano-. ¿Sigue vivo el cura?
Marsciano sabía, desde el momento en que Harry Addison declaró que los restos no eran los de su hermano, que Palestrina no tardaría en acosarlo con preguntas. De hecho, lo sorprendía que hubiera tardado tanto, pero había aprovechado el intervalo para prepararse lo mejor posible.
– No -respondió sin titubear.
– La policía cree que sí.
– Están equivocados.
– Su hermano no está de acuerdo -terció Farel.
– Sólo dijo que el cuerpo no era el de su hermano, pero se equivocaba -Marsciano intentó mostrarse frío e impasible.
– El Gruppo Cardinale tiene en su poder una cinta de vídeo en la que Harry Addison le pide a su hermano que se entregue. ¿Te parece propio de alguien que se ha equivocado?
Por un momento Marsciano guardó silencio y, cuando habló de nuevo, se dirigió a Palestrina en el mismo tono de antes.
– Jacov estaba conmigo en el depósito cuando se realizó la identificación. -Marsciano se volvió hacia Farel-. ¿No es cierto, Jacov?