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Harry se recostó y se percató de que tenía una almohada debajo de la cabeza y el cuerpo tapado con una manta.

– Gracias -susurró.

Escuchó de nuevo el temblor y sintió que la tierra se estremecía al pasar el metro. Unos segundos más tarde le venció el cansancio, cerró los ojos y su mente se vació de todo pensamiento.

TREINTA Y UNO

Beverly Hills, California, jueves 9 de julio, al atardecer

Byron Willis exhaló un suspiro y colgó el teléfono mientras abandonaba Sunset y giraba en dirección a Stone Canyon Road al tiempo que encendía los faros del Lexus, proyectando luz sobre las paredes cubiertas de hiedra que rodeaban las enormes y elegantes mansiones por las que pasaba. Lo que había ocurrido parecía imposible: Harry Addison, su Harry Addison, el hombre a quien él había introducido en la empresa, al que quería como a un hermano, el que tenía el despacho al otro extremo del pasillo, era de la noche a la mañana un fugitivo buscado en Italia por el asesinato de un detective, y su hermano había sido acusado del asesinato del cardenal vicario de Roma. Todo había ocurrido así, en un abrir y cerrar de ojos, como un accidente de coche. Los medios de comunicación ya saturaban la centralita del bufete, intentando obtener una declaración suya o de cualquier miembro del despacho.

– ¡Mierda! -espetó enfadado.

Ignoraba qué demonios había sucedido, pero sin duda Harry iba a necesitar mucha ayuda, y la empresa también. Byron pasaría la noche intentando mantener a la prensa a raya y explicando a sus clientes lo ocurrido, aconsejándoles que no respondieran a las preguntas de los periodistas. Al mismo tiempo, trataría de localizar a Harry y buscarle la mejor representación legal en Italia.

Byron Willis aminoró la marcha mientras contemplaba los vehículos de las televisiones aparcados delante de su casa y a los periodistas agolpados frente a la verja de seguridad del número 1500 de Canyon Road. Abrió la puerta con el control remoto y esperó a que los periodistas le franquearan el paso mientras saludaba amable e intentaba no prestarles atención. Byron se detuvo al final del sendero para asegurarse de que nadie se había colado en la propiedad y prosiguió su camino iluminando con los faros el largo y conocido sendero hacia su casa.

– ¡Mierda! -resolló.

En un instante el mundo de un amigo se había vuelto del revés. De pronto Byron tomó conciencia de su estilo de vida: otra reunión tardía, otro regreso a casa de noche. Su mujer y sus dos hijos se habían ido a esquiar a la residencia de Sun Valley, una mujer y unos hijos a quienes apenas veía, incluso cuando se encontraban en casa los fines de semana. Sólo Dios sabía qué le esperaba a la vuelta de la esquina, debía disfrutar de la vida y no permitir que el trabajo le consumiera tanto tiempo. En ese momento Byron decidió que, una vez solucionado el problema de Harry -y estaba seguro de que se solucionaría-, reduciría su jornada en el despacho y disfrutaría de los pequeños placeres de la vida.

Pulsó de nuevo el botón del mando a distancia y se abrió la puerta del garaje. Por lo general, las luces se encendían automáticamente, pero, por alguna razón, esta vez no ocurrió así. Willis bajó del coche.

– Byron… -dijo una voz en la oscuridad.

Byron Willis se sobresaltó. Al volverse se encontró con una silueta que se aproximaba a él.

– ¿Quién es usted?

– Un amigo de Harry Addison.

¿Harry? ¿Qué significaba aquello? De repente, sintió que el miedo lo invadía.

– ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Qué quiere?

– No gran cosa.

Byron percibió un pequeño fogonazo y un sonido muy leve, como si alguien hubiera escupido. Después sintió un impacto en el pecho y, por instinto, bajó la vista al tiempo que comenzaban a temblarle las piernas. Se repitió el mismo sonido, dos veces. Tenía al hombre delante.

Byron lo miró.

– No entiendo…

Fueron sus últimas palabras.

TREINTA Y DOS

Roma, viernes 10 de julio, 7 h

Thomas Kind andaba por el camino sobre el Tíber, aguardando impaciente a que sonase el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Vestía un traje de lino beige, una camisa azul a rayas, y un sombrero panamá inclinado sobre el rostro para protegerlo tanto de los primeros rayos del sol como de posibles miradas inquisitivas que lo reconocieran y avisasen a las autoridades.

Bajo un paraguas de árboles frondosos, avanzó otra docena de pasos hasta un lugar que había visto al acercarse, un punto en el que las aguas del Tíber lamían los muros de granito, justo debajo de él. Echó un vistazo en torno a sí y no vio más que el movimiento del tráfico matutino que circulaba por la calzada, detrás de los árboles; se abrió la chaqueta, se llevó la mano al cinturón y extrajo un objeto envuelto en un pañuelo blanco de seda. Se inclinó hacia delante como un turista que se hubiese detenido a contemplar el paisaje, apoyó los codos en la barandilla y dejó que el objeto cayera al agua. Un instante después oyó el ruido del objeto al tomar contacto con el agua y se enderezó, frotándose con aire distraído la nuca con el pañuelo. Luego reanudó la marcha. Los restos chamuscados de la pistola Llama, de fabricación española, descansaban en el fondo del río.

Diez minutos más tarde entró en una pequeña trattoria, a unos pasos de la Piazza Farnese, pidió un espresso frío en la barra y se sentó a una mesa situada en la parte trasera, impaciente por recibir la llamada y la información que aún no llegaban.

Sacó el móvil de la chaqueta y marcó un número, dejó que sonara dos veces, luego introdujo un código de tres dígitos y colgó. Se reclinó en la silla y aguardó la llamada de respuesta.

Thomas José Álvarez-Ríos Kind había saltado a la fama en 1984 al matar a cuatro policías antiterroristas franceses durante una infortunada batida en las afueras de París, y desde entonces era el niño mimado de los medios de información y del mundillo terrorista. Se había convertido, como a la prensa le gustaba decir, en el nuevo Carlos el Chacal, un mercenario dispuesto a trabajar para el mejor postor. Y desde finales de los años ochenta hasta comienzos de los noventa había trabajado para todos: desde los restos de las Brigadas Rojas italianas hasta la francesa Acción Directa, desde Muammar el-Gaddafi hasta Abu Nidal, así mismo los servicios de espionaje iraquíes en Bélgica, Francia, Gran Bretaña e Italia habían utilizado sus servicios. Después había trabajado en Miami y Nueva York como cobrador de deudas para el cártel de Medellín. Y, más tarde, como si necesitaran ayuda, se había puesto a las órdenes de la Cosa Nostra, asesinando a fiscales antimafia en Palermo y Calabria.

Todo esto le permitía citar en público las palabras de Bonnot, líder de una sanguinaria banda del París de 1912, más tarde pronunciadas por el propio Chacaclass="underline" «Soy un hombre famoso». Y lo era. A lo largo de los años, su rostro había ocupado no sólo las primeras páginas de los periódicos más importantes del mundo, sino también las portadas de Time, Newsweek e, incluso, Vanity Fair. 60 Minutes le había dedicado dos reportajes. Todo lo dicho lo elevaba a una categoría de todo punto distinta a la de la larga serie de sicarios que habían trabajado entusiasmados para él.

El problema residía en que cada vez estaba más convencido de que padecía una enfermedad mental. Al principio creyó que, sencillamente, había perdido el contacto con la realidad. Había empezado como revolucionario en su sentido más estricto, cuando viajó en 1976 de Ecuador a Chile siendo un adolescente idealista y salió con un fusil a las calles para vengar la muerte de estudiantes marxistas a manos de soldados del general fascista Augusto Pinochet. Luego llevó una vida ideológica en Londres, con la familia de su madre, asistiendo a colegios selectos antes de estudiar Política e Historia en Oxford. Justo después se había producido un encuentro clandestino con un agente del KGB en Londres, seguido de un ofrecimiento para entrenarlo como agente soviético en Moscú. De camino a la capital rusa había hecho una escala en París. Allí se había producido el famoso enfrentamiento con la policía francesa que lo había catapultado a la fama.