Enrico Cirelli no había sido más que una cara más que pidió un café. Lo había llevado de la barra a la mesa en la que Roscani bebía el suyo y leía el periódico de la mañana. No habían intercambiado más de una docena de palabras, pero era todo lo que necesitaba Roscani.
Electricista de profesión, Cirelli había estado en el norte por trabajo y acababa de llegar el día anterior. Sin embargo, para Roscani, la espera había valido la pena. Como miembro de la alta jerarquía del Partido Democrático de la Izquierda, el nuevo nombre del Partido Comunista Italiano, Cirelli sabía tan bien como su nombre todo cuanto ocurría en la extrema izquierda de Roma. Y la extrema izquierda, le aseguró sin rodeos a Roscani, no había tenido nada que ver con el asesinato del cardenal Parma, el atentado contra el autocar de Asís, ni la muerte del inspector jefe Gianni Pio. No sabía si existía alguna facción disidente mezclada en todo aquello, pero, de ser así, lo averiguaría.
– Grazie -había dicho Roscani, y Cirelli se había puesto de pie y se había marchado. No hacía falta que el líder del partido respondiese al agradecimiento. Roscani haría algo a cambio más adelante. Cuando resultara necesario.
Al final, el agente de policía se levantó y se alejó. Para entonces, el vídeo de Harry Addison habría aparecido en todos los canales de televisión italianos. El noventa por ciento del país habría visto su foto y la de su hermano.
Roscani, a propósito, se había mantenido deliberadamente alejado de la comisaría y de las cámaras. Era una decisión que se había tomado cuando llamó a Taglia a su casa, a las tres de la madrugada, para informarle de que la televisión italiana se había hecho con el vídeo, así como con una foto del padre Daniel y con los detalles relacionados con el Gruppo Cardinale. En respuesta, Taglia había asignado a Roscani para que averiguara quién había filtrado el material. La investigación debía realizarse con mucho celo, pues era necesaria para preservar la integridad del Gruppo Cardinale y, por supuesto, la jurisprudencia italiana. Sin embargo, ambos convinieron en que la pesquisa resultaría por lo menos difícil y, con seguridad, inútil. Los dos sabían que el material había sido filtrado por el propio Roscani.
Mientras atravesaba la estación, abriéndose paso entre la multitud, Roscani vio el cuantioso número de policías uniformados que vigilaba. Sabía que había muchos más vigilando en otros lugares públicos -aeropuertos, estaciones de tren y puertos marítimos- desde Roma hasta Sicilia, y por el norte hasta las fronteras con Francia, Suiza y Austria. Y sabía que, gracias a los medios de comunicación, la gente también estaría buscándolos.
Al salir a la calle y a la luz del sol, caminando en dirección a su coche, el enorme alcance de la caza de un hombre por parte del Gruppo Cardinale empezó a hacer mella en él. Sintió que sus ojos empezaban a entornarse y se percató de que él también escrutaba los rostros. Así supo que los sentimientos y las emociones que creía haber dejado a un lado o enterrado bajo una capa de distanciamiento y profesionalidad no habían quedado atrás en absoluto. Sentía que su calor le recorría el cuerpo.
Que el padre Daniel estuviera vivo no era más que una conjetura. Pero Harry Addison estaba en algún lugar y alguien no tardaría en reconocerlo. Cuando esto ocurriera, lo localizarían y vigilarían. Evacuarían con rapidez a la gente en peligro. Luego, llegado el momento, probablemente al caer el día, se enviaría a un solo hombre tras él. Llevaría un chaleco antibalas e iría armado…, armado con una pistola y con los recuerdos del compañero muerto.
Aquel hombre sería el propio Roscani.
TREINTA Y OCHO
Harry Addison salió del metro al radiante sol de julio en la estación de Manzoni. Llevaba puesto el disfraz que le había dado Hércules y ofrecía el aspecto, supuso, de un sacerdote que había pasado una mala noche: una barba de tres días, un vendaje en la sien izquierda y otro alrededor de los dedos pulgar, índice y medio de la mano izquierda.
Regresó a la cruda realidad cuando vio su foto, al lado de la de Danny, en las portadas de IL Messaggero y La Reppública, periódicos en italiano alineados a ambos lados de un quiosco cerca de la estación. Dio media vuelta y se alejó.
Lo primero que debía hacer era limpiarse para no llamar la atención de la gente. Delante de él, dos calles convergían en un pequeño café en la esquina. Entró en él, esperando encontrar un servicio donde lavarse la cara y las manos, y humedecerse el pelo para, al menos, estar presentable.
En el interior había una docena de personas, y ni una sola levantó la vista cuando entró. El único camarero se hallaba ante la máquina de café, de espaldas a la sala. Harry pasó junto a él, suponiendo que el lavabo, si lo había, estaría al fondo. Así era, pero había alguien dentro y tuvo que esperar. Se apoyó en la pared junto a una ventana, intentando pensar qué haría a continuación. Mientras meditaba, dos sacerdotes pasaron por la calle. Uno de ellos era calvo, y el otro llevaba una boina negra inclinada hacia delante y hacia un lado como un artista parisino de los años veinte. Tal vez era la costumbre, tal vez no, pero, si un cura la llevaba así, ¿por qué no dos?
La puerta del lavabo se abrió de golpe y del interior salió un hombre. Observó por un instante a Harry como si lo reconociera y luego continuó andando hacia el café.
– Buon giorno, padre -saludó al pasar.
– Buon giorno -respondió Harry y entró en el baño, cerrando la puerta tras de sí. Después de echar un frágil pestillo, se volvió hacia el espejo.
Lo que vio lo dejó estupefacto. Tenía el rostro demacrado, la piel pálida y la barba mucho más crecida de lo que había supuesto. Había salido de Los Ángeles en buena forma: pesaba ochenta y seis kilogramos y medía casi un metro noventa. Estaba seguro de que había perdido una cantidad considerable de peso. No sabía cuánto, pero bajo el negro atuendo de sacerdote se veía delgado en extremo. La pérdida de peso y la barba habían cambiado mucho su aspecto.
Se lavó la cara y las manos tan bien como lo permitieron los vendajes, se mojó el pelo y se lo alisó hacia atrás con las palmas. Luego oyó un sonido a sus espaldas y vio moverse el pomo de la puerta.
– Momento -dijo de un modo instintivo y luego se preguntó si ésa era la palabra correcta.
Desde el exterior, a unos golpes impacientes en la puerta siguió una sacudida violenta del pomo. Descorrió el pestillo y la abrió. Se encontró con la mirada enfurecida de una mujer. El hecho de que fuera un sacerdote no causó el menor efecto en ella. Resultaba obvio que lo suyo era urgente. Con un gesto cortés, Harry pasó junto a ella, atravesó el café y salió a la calle.
Dos personas lo habían visto frente a frente; ninguna había dicho nada. Sin embargo, lo habían visto en un local concreto, y más tarde -minutos u horas- quizá verían su imagen en los periódicos y, al recordarlo, darían parte a la policía. Le convenía alejarse cuanto antes del café.
TREINTA Y NUEVE
Roscani avanzó por la vía, seguido de cerca por Scala y Castelletti. La luz de unos focos inundaba el túnel. Por todas partes había policías uniformados con chalecos antibalas y metralletas. También había funcionarios del metro y el conductor del tren que había estado a punto de atropellar al fugitivo.
– Eran dos. El norteamericano y un hombrecillo con muletas, tal vez enano.
Roscani había atendido la llamada mientras salía de la estación de tren con rumbo a la comisaría. Había llegado tarde, casi una hora después de que los dos hombres hubieran sido vistos. Era la hora punta, se quejó el conductor.