Harry arrimó una silla, y Elena se sentó en ella.
– Gracias -le dijo, todavía sin mirarlo a la cara.
La mesa estaba puesta para dos, con melón y jamón frescos y un pequeño porrón de vino tinto. Habían dado de comer a Danny y lo habían metido en la cama, en una habitación situada en el piso superior, luego Veronique los había invitado a pasar a una terraza rodeada de buganvillas. Les pidió que se sentaran y comieran y entró en la casa, dejándolos solos por primera vez desde la noche anterior, cuando Elena había acudido al dormitorio de Harry.
– ¿Qué ha ocurrido entre tu hermano y tú? -preguntó Elena cuando tomó asiento-. Sé que habéis discutido, por el modo en que reaccionasteis cuando entré en la habitación.
– No es nada…, una conversación entre hermanos… Hacía tiempo que no nos veíamos.
– Si yo estuviera en tu lugar le habría hablado de la policía y le habría preguntado por el asesinato del cardenal vicario…
– Pero no estás en mi lugar, ¿verdad? -la interrumpió Harry, cortante. No le apetecía comentar lo que había sucedido entre Danny y él.
Elena lo miró por un momento y a continuación, vacilando, tomó el tenedor y el cuchillo y comenzó a comer. Un soplo de brisa le alborotó el cabello, y se lo sujetó con una mano.
– Perdona, no era mi intención hablarte de esa manera… Es sólo que hay cosas que…
– Debería comer algo, señor Addison…
Elena no despegaba la vista del plato. Cortó un trozo pequeño de melón y luego uno de jamón; entonces, muy despacio, dejó los cubiertos en la mesa y lo miró.
– Quisiera disculparme por la confianza que me tomé anoche…
– Sólo dijiste lo que pensabas -repuso Harry con suavidad.
– Para mí fue un exceso de confianza, y lo siento.
– Mira… -Harry empezó a decir algo, luego se levantó de la mesa y se dirigió al otro lado de la terraza, desde donde se divisaban los tejados de color blanco y naranja de la ciudad y el lago de Lugano-. Me he dicho a mí mismo que, sea lo que sea que necesites o sientas…, o lo que yo sienta por ti, ahora no es el momento. Por eso he estado tan brusco hace un momento. Nos encontramos en una situación muy delicada y debemos buscar una solución. Veronique es una mujer extraordinaria, pero no estamos seguros aquí. Roscani ya se habrá dado cuenta de que hemos escapado de sus redes. Lugano se halla demasiado cerca de la frontera italiana, y la policía suiza no tardará en registrar el lugar. Si Danny pudiera andar sería distinto, pero… -Harry se detuvo de golpe.
– ¿Qué sucede?
– Acabo… de pensar en… -Harry tenía la mirada perdida-. Hoy es miércoles. El lunes un amigo mío bajó de un coche en Como para venir andando hasta Lugano. No estaba demasiado lejos, pero no era un camino fácil porque iba con muletas, y la policía también lo buscaba. Pero se fue de todos modos. Sonrió y se fue, porque creía que podía conseguirlo y porque quería ser libre… Se llama Hércules, es un enano… Espero de verdad que lo haya conseguido.
– Espero que sí -sonrió Elena con dulzura.
Harry la miró por unos instantes y después se volvió para contemplar de nuevo la ciudad. Le dio la espalda a propósito, sobrecogido por un torrente de emociones. Por alguna razón, la suma de todas las cosas que le habían ocurrido -encontrar a Danny vivo, estar con Elena y ver a Hércules alejarse valientemente con las muletas bajo la luz del atardecer de Como- suscitaba en él un deseo enorme de vivir.
Hasta el momento jamás había sido consciente de lo extraordinarios que eran los seres humanos, ni de la hermosura de Elena. Para él, era más pura, magnética y real que nadie que fuese capaz de recordar. Quizá se trataba de la primera persona auténtica que había conocido, o que se había permitido conocer, desde su niñez. Si no tenía cuidado, de nada servirían sus protestas, porque se enamoraría sin remedio de ella. Y si esto sucedía, estarían perdidos.
El sonido de una campanilla en el recibidor lo devolvió a la realidad. Harry y Elena se miraron de nuevo. Se produjo un silencio y, luego, oyeron el mismo sonido. Alguien llamaba abajo, a la puerta de entrada.
Medio segundo después, entró Veronique y se acercó al interfono. Pulsó un botón, escuchó y accionó el portero automático para dejar entrar al edificio a quien había llamado.
– ¿Quién es? -Harry salió al recibidor seguido de Elena.
– Alguien que quiere ver a su hermano -musitó antes de abrir la puerta.
– ¿Pero quién sabe que está aquí?
Harry escuchó los pasos que subían por la escalera. Era una persona, tal vez dos. Debía de ser un hombre, los pasos sonaban demasiado pesados para ser los de una mujer. ¿De quién se trataría? ¿Del hombre rubio? ¿Era una trampa tendida por los curas de Bellagio? Habían despejado el camino para el asesino lejos de los hombres de Roscani, o quizás habían cerrado un trato con la policía suiza y habían mandado a un agente para que investigara. ¿Por qué no? Los curas eran pobres y el precio por sus cabezas era considerable. Aunque los sacerdotes no cobrasen el dinero, Veronique sí podía hacerlo y enviarles una parte con facilidad.
Harry hizo un gesto a Elena señalando el piso de arriba. En un instante, la enfermera subió adonde se encontraba Danny.
Los pasos eran cada vez más fuertes; quienquiera que fuera, ya casi había llegado al rellano de la escalera. Harry pasó junto a Veronique con la intención de cerrar la puerta con llave.
– No se preocupe -lo detuvo la mujer.
Quienquiera que fuera ya estaba allí. Un hombre, solo, en la oscuridad. No era el hombre rubio, sino otra persona, más alta, con téjanos y un jersey ligero. Cuando cruzó el umbral, Harry reconoció el pelo rizado y los ojos oscuros tras las gafas de montura negra. El padre Bardoni.
CIENTO DIEZ
La reverenda madre Carmela Fenti, de pequeña estatura, tenía sesenta y tres años de edad. Pese al centelleo de sus ojos y actitud jovial, mostraba, al mismo tiempo, una expresión de honda preocupación. Sentada en su minúsculo y austero despacho del segundo piso del hospital de Santa Bernardina, en Siena, transmitió esta inquietud a Roscani, como había hecho con la policía de Siena, contándoles que la tarde del lunes 6 de julio había recibido una llamada de la hermana Maria Cupini, administradora del hospital franciscano de Santa Cecilia de Pescara, quien le explicó que habían ingresado a un hombre irlandés sin familia que había resultado herido en un accidente de tráfico. Había sufrido una fuerte conmoción, quemaduras y otras heridas de gravedad. La hermana Cupini, que andaba falta de personal, pidió ayuda a la hermana Fenti, quien, desde luego, se la había prestado.
Esto es todo cuanto sabía la hermana Fenti hasta que recibió una visita de la policía. No tenía la costumbre de mantenerse en contacto con los miembros de su orden destinados a otros hospitales.
ROSCANI: ¿Conoce personalmente a la hermana Cupini?
HERMANA FENTI: No.
ROSCANI: Hermana Fenti (Roscani se detuvo por un segundo para estudiar a la administradora y continuó), la hermana Cupini explicó a la policía de Pescara que jamás había realizado dicha llamada. También afirmó que jamás ingresaron a un paciente de estas características en el hospital de Santa Cecilia, versión que corroboran los registros del hospital, pero sí admitió que un paciente masculino anónimo había sido hospitalizado sin su conocimiento y que permaneció unas setenta y dos horas en el centro bajo el cuidado de su propio equipo médico. Por lo que parece, nadie sabe quién lo ingresó ni cómo se hizo.
HERMANA FENTI: Ispettore capo, desconozco las normas de funcionamiento del hospital de Santa Cecilia. Lo único que sé es lo que me contaron y me hicieron creer.
ROSCANI: Permítame agregar que la policía de Pescara tampoco tiene constancia de que se produjera un accidente de tráfico en esos días.