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– Puedo intentarlo, y sé dónde alquilar una lijadora -dijo-. ¿Confías en mí para que lo haga?

– Sí -contesté, poco convencida de mi sinceridad. Pero, después de todo, ¿qué podría empeorar el desván? Empecé a sentir que el entusiasmo también se me contagiaba-. Estaría genial reformar este espacio. Dime cuánto debería pagarte por todo.

– Ni hablar -respondió -. Me has dado un hogar y la tranquilidad de tu presencia. Es lo mínimo que puedo hacer a cambio.

Argumentado así, no podía discutirle nada. Es lo que tiene cuando alguien se muestra tan determinado a no recibir un obsequio, y ésa era una de tales situaciones.

Había sido una mañana repleta de información y sorpresas. Mientras me lavaba la cara y las manos para deshacerme del polvo del desván, oí que un coche se acercaba por el camino privado. El logotipo de la tienda Splendide, impreso con letras góticas, llenaba el lateral de una furgoneta blanca.

Brenda Hesterman y su socio salieron del vehículo. El hombre era bajo y compacto, vestía unos pantalones sueltos con un polo azul y brillantes mocasines. Su pelo, de canas incipientes, era bastante corto.

Salí al porche a recibirlos.

– Hola, Sookie -saludó Brenda, como si fuésemos viejas amigas -. Te presento a Donald Callaway, el copropietario de la tienda.

– Señor Callaway -dije, saludando con un gesto de la cabeza-. Pasad, por favor. ¿Queréis beber algo?

Ambos declinaron la oferta mientras subían los escalones. Una vez dentro, repasaron con la mirada el atestado salón, mostrando una apreciación que mis huéspedes feéricos no habían mostrado.

– Adoro el techo de madera -dijo Brenda-. ¡Y mira los tablones de la pared!

– Una casa antigua -observó Donald Callaway-. Enhorabuena, señorita Stackhouse, por vivir en una casa tan maravillosa y llena de historia.

Intenté no parecer tan desconcertada como me sentía. No era la reacción a la que estaba acostumbrada. La mayoría de la gente me compadecía por vivir en una casa tan antigua. Las paredes no eran muy eficaces y las ventanas no eran las normales.

– Gracias -dije, dubitativa-. Bueno, todo esto es lo que había en el desván. Echad un vistazo a ver si hay algo que os guste. Llamadme si necesitáis algo.

No tenía ningún sentido quedarme por allí, y quedarme a observar lo que hacían me hacía sentir un poco violenta. Me fui a mi habitación para limpiar el polvo y ordenarla y, de paso, limpiar uno o dos cajones. En circunstancias normales, me habría puesto la radio, pero ahora prefería tener el oído listo por si necesitaban algo. Hablaban entre ellos en voz baja de vez en cuando, y me di cuenta de que sentía curiosidad por lo que estuvieran decidiendo. Cuando oí que Claude bajaba las escaleras, pensé que sería buena idea salir a despedirme de él y de Dermot antes de que se marcharan.

Brenda se quedó con la boca abierta al paso de los dos atractivos feéricos frente al salón. Los retuve lo suficiente para hacer las presentaciones y mantener un mínimo de educación. No me sorprendió nada que Donald pensase en mí con otra perspectiva tras conocer a mis «primos».

Me encontraba fregando el suelo del cuarto de baño del pasillo cuando oí a Donald soltar una exclamación. Fui corriendo al salón intentando mostrar una curiosidad casual.

Había estado echando un vistazo al escritorio de mi abuelo, una pieza muy fea y pesada que había sido objeto de muchos juramentos y sudores por parte de los hadas cuando lo llevaron hasta el salón.

El pequeño hombre se encontraba frente a él en ese momento, la cabeza cerca del espacio para las rodillas.

– Aquí hay un compartimento secreto, señorita Stackhouse -dijo, y avanzó unos centímetros de cuclillas -. Ven, te lo enseñaré.

Me arrodillé junto a él, emocionada ante el inminente descubrimiento. ¡Un compartimento secreto! ¡El tesoro de los piratas! ¡Un truco de magia! Todos ellos desencadenan una alegre anticipación infantil.

Con la ayuda de la linterna de Donald, observé que al fondo del escritorio, en la zona donde debían encajar las rodillas, había un panel suplementario. Había unas diminutas bisagras, lo suficientemente altas para que ninguna rodilla se rozara con ellas, de modo que la puerta se abriera hacia arriba.

Cómo abrirla era un misterio.

Después de permitirme que echara un buen vistazo, Donald dijo:

– Puedo intentarlo con mi navaja de bolsillo, señorita Stackhouse, si no hay objeción.

– Ninguna en absoluto -respondí.

Se sacó una navaja bastante compacta del bolsillo y sacó la hoja, deslizándola suavemente por la comisura. Como era de esperar, en medio de la comisura dio con un cierre de algún tipo. Empujó suavemente con la hoja, primero desde un lado y luego desde el otro, pero no pasó nada.

A continuación empezó a palpar la madera alrededor de todo el hueco para las rodillas. Había una franja de madera en ambos puntos donde los laterales y la parte superior del hueco se encontraban. Donald presionó y empujó, y justo cuando iba a darme por vencida, se produjo un oxidado chasquido y el panel se abrió.

– ¿Qué tal si haces los honores? -propuso Donald-. Es tu escritorio.

Era un argumento razonable y cierto, así que ocupé su sitio cuando lo dejó libre. Levanté el panel y lo mantuve en alto mientras Donald apuntaba con su linterna, pero como mi cuerpo bloqueaba la luz, me llevó un rato sacar el contenido.

Agarré y tiré suavemente cuando noté al tacto el contorno de un bulto. Ya era mío. Retrocedí con movimientos de cadera intentando no pensar en qué aspecto tendría desde el punto de vista de Donald. Tan pronto salí de debajo del escritorio, fui hacia la ventana más cercana con el polvoriento bulto para examinarlo.

Había una pequeña bolsa de terciopelo atada con cuerda por la parte superior. El color había sido rojo vino, pero supuse que de eso hacía mucho tiempo. Había un sobre, antaño blanco, de unos quince por veinte, con fotos dentro. Mientras lo aplanaba, me di cuenta de que contenía el patrón de un vestido. De repente fluyó en mí un torrente de recuerdos. Recordé la caja que contenía todos los patrones, los de Vogue, los de Simplicity y los Butterick. Mi abuela disfrutó durante muchos años de la costura, hasta que un dedo roto de la mano derecha no se curó bien y cada vez se le hizo más difícil manejar los finos patrones y demás material. Por la foto, ese sobre en particular había contenido el patrón de una prenda de falda larga, ceñida por la cintura, y las tres modelos representadas mostraban elegantes hombreras encorvadas, rostros delgados y pelo corto. Una de ellas llevaba el vestido a medio cuerpo, la otra como vestido de boda y la tercera como un vestido de baile. ¡La versatilidad de los vestidos de falda!

Abrí la solapa y miré dentro, emocionada ante la expectativa de ver el frágil patrón impreso con misteriosas instrucciones en negro. Pero lo que encontré fue una carta escrita en papel amarillento. Reconocí la caligrafía.

De repente me encontré al borde del llanto. Me eché las manos a los ojos para evitar que se derramasen y salí del salón a toda prisa. No podía abrir ese sobre delante de unos extraños, así que lo deposité en la mesilla de mi habitación junto con la pequeña bolsa y regresé al salón tras secarme los ojos.

Los dos compradores de antigüedades se mostraron tan sensibles como para no hacerme preguntas. Hice un poco de café y se lo llevé en una bandeja con leche, azúcar y unas rodajas de torta. Estaba agradecida y no quería perder los modales. Como me había enseñado mi abuela, mi fallecida abuela, cuya mano había escrito la carta del sobre de los patrones.

CAPÍTULO 05

Al final no abrí la carta hasta el día siguiente. Brenda y Donald acabaron de repasar todo el contenido del desván una hora después de abrir el compartimento secreto. Después nos sentamos para discutir qué objetos les interesaban y cuánto iban a pagarme por ellos. Al principio estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, pero luego pensé que, en nombre de toda la familia, estaba en el deber de intentar conseguir tanto dinero como me fuera posible. Para mi impaciencia, la conversación pareció prolongarse durante una eternidad.