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– No.

– ¿Estás completamente segura?

– ¡Sí! -respondió. Después-: Lo siento.

– ¿Cómo conociste a Barry?

Ella estaba trabajando en uno de los bares de Caesars Palace. En aquel momento tenía dieciocho años.

– Eran más o menos las tres de la mañana del sábado al domingo, y el bar estaba empezando a quedarse vacío. Veo a este tipo que me miraba fijamente. Le llevo una bebida, una Coca-Cola light. Me dice que soy la cosa más bonita que ha visto en su vida. No la persona, sino la cosa más bonita. Debería haberme dado cuenta en aquel mismo momento, pero con dieciocho años y siendo una tonta, pienso que es pura poesía. ¿Me entiendes?

Jaywalker asintió. Él había pronunciado frases peores en su día.

– Subo con él a su habitación cuando termina mi turno, y hablamos. Hablamos. Durante cinco horas, mantengo una conversación con un tipo que ha estado en la universidad, que sabe de política y del mundo, y de vino, y de todo tipo de cosas. Sin embargo, él quiere saber cosas de mí. Dónde me crié, cómo es, por qué me escapé, cuáles son mis esperanzas y mis sueños. Esperanzas y sueños. Me veo contándole cosas que no le contaría a mi mejor amiga, si la tuviera. Era como si le estuviera abriendo mi corazón. Llegan las once de la mañana, y él se va a una reunión. Me pregunta si puede darme un beso. Yo le digo «claro», y entonces me toma la cara, sin apenas tocarme, con las dos manos, y me da el beso más suave del mundo. Sin lengua, sin abrir la boca, sin agarrar. Me sentí como Madonna.

Jaywalker estaba seguro de que sabía a qué madonna se refería.

– Bueno, después él se marcha, vuelve a Nueva York. Pero me sigue llamando todos los días, y me envía flores. Después me pregunta si puedo ir al este a visitarlo. Yo le digo que sí, claro, como si tuviera dinero para pagar el billete de autobús. Él me dice que no será necesario, que enviará uno de sus aviones a buscarme. Uno de sus aviones. Así que fui a Nueva York, y nos casamos ocho meses después.

A Jaywalker le pareció una progresión natural.

El hecho de que el matrimonio hubiera sobrevivido durante ocho años no era prueba de su éxito. La casa que Samara le había obligado a comprar a Barry para ella antes de que se cumpliera el primer año era un edificio de piedra rojiza de cuatro pisos entre Park y Lexington. El precio de la vivienda había sido de cerca de cinco millones de dólares, pero si Barry se había quejado, había encontrado oídos sordos.

– Daba eso en propinas al año -dijo Samara.

En pocos meses, ella había fijado su residencia en aquella casa. Continuaba apareciendo en público con Barry, pero no mantenía en secreto el hecho de que su matrimonio se había convertido en un matrimonio «abierto». Sin embargo, no se hablaba de divorcio. Barry ya se había divorciado en tres ocasiones, y parecía que no tenía ganas de hacerlo por cuarta vez.

– Pero, según las anotaciones de la policía -señaló Jaywalker-, tú admitiste que teníais peleas.

– Ésa fue su palabra -dijo Samara-. Peleas.

– ¿Y cuál es tu palabra?

– Discusiones.

– ¿Y sobre qué discutíais?

– Sobre cualquier cosa que se te ocurra. Dinero, sexo, mi forma de conducir, mi forma de vestir, mi forma de beber, mi forma de hablar. Supongo que de todo lo que discuten las parejas.

En aquel momento entró un oficial a la parte de los abogados de la habitación y avisó a todo el mundo:

– Quien quiera tomar el autobús de la una para volver -dijo-, que se dé prisa. Quedan exactamente cinco minutos.

Jaywalker miró a Samara. Si ella perdía el autobús de la una, tendría que quedarse en el edificio hasta las cinco, lo cual significaba que no llegaría a Rikers antes de las diez o las once, y que tendría que conformarse con un sándwich de queso en vez de cualquier cosa que pasara por una comida caliente. Sin embargo, Samara se encogió de hombros como de costumbre. Jaywalker se lo tomó como una buena señal de que estaba dispuesta a hacer sacrificios personales para terminar de contarle su historia.

Debería haber tenido más sentido común.

Hubo algo de ruido en la habitación, mientras los demás internos se levantaban para marcharse y sus abogados recogían los documentos y cerraban los maletines.

– Cuéntame lo que ocurrió durante el mes anterior a la muerte de Barry -le dijo.

– ¿Qué quieres que te cuente?

– ¿Cómo fue? ¿Hubo discusiones nuevas? ¿Algo fuera de lo común?

Samara se quedó pensativa durante un momento.

– En realidad, no. Barry estaba enfermo, y…

– ¿Enfermo?

– Tenía la gripe -dijo ella, y la forma en que escupió la palabra sugería que no sentía mucha simpatía por él-. Pensaba que yo debía estar más con él. Ya sabes, para cuidarlo. Yo le dije que para eso estaban los médicos y los hospitales. Él podía permitírselo. De todos modos, lo vi más de lo normal.

– ¿Dónde?

– Sobre todo en su casa. En la mía, una o dos veces. Fuera, un par de veces. No sé.

– ¿Y qué tal os llevabais en esas ocasiones?

Se encogió de hombros dos veces.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Jaywalker.

– Nos llevábamos como siempre -dijo ella-. Cuando estábamos separados, bien. Cuando estábamos juntos, Barry siempre encontraba el modo de empezar una pelea.

– ¿Una pelea?

– Una discusión. Jesús, eres tan malo como los policías.

– Lo siento -dijo Jaywalker-. Cuéntame qué ocurrió la noche anterior a que te enteraras de que Barry había sido asesinado. En tu declaración, primero negaste que lo hubieras visto, y después admitiste que habías ido a su casa. ¿Es cierto?

– ¿Qué es cierto?

«Ha lugar la protesta». Jaywalker sonrió a Samara, y después comenzó una serie de preguntas cortas.

– ¿Fuiste a su casa?

– Sí.

– ¿Lo negaste ante los detectives al principio?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me pareció que no era asunto suyo.

Aquélla era una respuesta bastante buena, en realidad. Si se creía, demostraba que Samara no conocía la noticia del asesinato de Barry. Si se creía. Jaywalker lo apuntó en la libreta.

– ¿Y qué fue lo que te hizo cambiar de opinión y admitir que habías ido allí?

– Ellos dijeron que ya lo sabían. La vieja de al lado nos oyó discutir.

– ¿Discutisteis?

– Sí.

– ¿Sobre qué?

– ¿Y quién se acuerda? Barry todavía estaba enfadado porque yo me había salido de una ópera unas noches antes y lo había dejado allí sentado. Quizá fuera por eso.

– ¿Y por qué hiciste eso?

– ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Alguna vez has estado sentado durante cinco horas mientras una mujer de ciento cincuenta kilos que lleva un casco y suda como un cerdo está cantando en alemán? ¿Al lado de alguien que tiene la gripe?

– No -admitió Jaywalker.

– Inténtalo alguna vez.

– Cuéntame algo que recuerdes de esa última noche en casa de Barry -dijo Jaywalker-. ¿Qué fue lo que te impulsó a ir, en primer lugar?

– Barry me lo pidió -respondió Samara-. De otro modo, no habría ido. Él quería hablarme de algo, que resultó ser una tontería, algo de lo mucho que había gastado en Bloomingdale o algo por el estilo. ¿Quién se acuerda?

– ¿Y qué más?

– No mucho más. Pidió comida china y cenamos. Yo cené. Él dijo que no podía saborear nada porque estaba muy congestionado, así que apenas tocó la comida. Me acuerdo porque le pregunté si me estaba envenenando.

Jaywalker arqueó una ceja.

– Era una broma -dijo Samara-. Ya sabes, como si yo sirviera una copa de vino para cada uno y te dijera que bebieras, pero yo no tocara la mía.

– ¿Y qué dijo Barry?

– Él se rió. Sabía que era una broma.

– ¿Y qué más ocurrió?

– No lo sé -respondió Samara-. Me preguntó si quería hacer el amor. Era su palabra para el sexo. Yo le dije que no, que no quería contagiarme de lo que él tuviera, muchas gracias. Le dije que estaba cansada y que me marchaba. Entonces él dijo: «¿Como el otro día en la ópera?»; y ahí empezó todo. Le dije lo que podía hacer con su puñetera ópera y él me dijo que era una tonta, y comenzamos a discutir.