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Lee sonrió sin convicción.

– Si le dijiste que querías hacer algo así, es un motivo suficiente para que quisiera privarte de esa oportunidad. Alexander habría pensado que sería como luchar contra molinos de viento. La historia de Anna no tiene nada que ver con eso.

– Sí, es cierto. Un pragmático de la cabeza a los pies, ¿no?

– Oh, no lo sé. Piensa en lo que le dejó a Theodora.

– Me alegra que se acordara de ella.

– A mí también.

– ¿A cuánto asciende su fortuna personal, Lee?

– Es enorme. Los legados y los impuestos a la herencia ni siquiera le harán mella.

– Para los hijos que mamá pudiera tener después de la muerte de él… Pero él sabía, ¡todos lo sabemos!, que ella no puede tener más hijos. ¿Qué pasará con su fortuna si ella no tiene más hijos?

– Buena pregunta. Puesto que está depositada en el Banco de Inglaterra, probablemente vaya a parar a un juzgado después de que ella muera y quede allí en custodia durante años mientras los abogados pleitean y se alimentan de sus restos como buitres -replicó Lee-. Si tuvieras hijos, podrías reclamarla en nombre de ellos, supongo.

– ¿Mamá, tener hijos a su edad? -exclamó Nell con incredulidad-. Aunque debo admitir -agregó con ecuanimidad- que ahora no correría peligro de sufrir eclampsia.

– ¿Por qué no? -preguntó Lee, secretamente esperanzado.

– Sospecho que está mucho más sana que cuando me tuvo a mí.

– ¿Aun a su edad? -preguntó él, hinchando un carrillo con la lengua.

– Sí, claro. Teóricamente todavía es fértil, supongo.

Lee no volvió a tocar el tema.

Al menos no volvió a tocarlo con Nell, pero pronto descubrió que estaba atrapado para siempre en la telaraña de Alexander. Ruby fue la siguiente en percatarse de ello.

– Él debe de haber sabido lo que había entre Elizabeth y tú antes de hacer su testamento -dijo Ruby cuando regresaron al hotel.

– Créeme, mamá-dijo, muy seriamente, tomándole las manos-, Alexander no sabía nada cuando hizo su testamento. De lo contrario, algo nunca me habría legado la mayor parte de las acciones de la compañía, y tú lo sabes.

– ¿Entonces por qué…?

– Lo único que se me ocurre es que tuviera una premonición, o bien que pensara que cuando él muriera la vida de Elizabeth podría tomar un nuevo rumbo. Que tener más hijos no le haría ningún daño -dijo Lee, incapaz de expresar por completo lo que sentía.

– ¡Pero él era uno de esos hombres destinados a vivir eternamente! ¿Cómo podía saber que… que una semana después de firmar esa maldita cosa moriría en un derrumbe? -preguntó ella, caminando de un lado a otro.

– Siempre decía que Elizabeth era clarividente -respondió Lee con un suspiro-, pero él era tan escocés como ella. Sus instintos eran misteriosos. Creo sinceramente que tuvo una premonición muy clara.

– Supongo que no puede ser otra cosa, ¡pero eso no responde a mis preguntas! -De pronto se echó a reír, no histéricamente sino de auténtico regocijo-. ¡Qué tío! Hizo ese testamento con una intención muy precisa. El hecho de que se haya ido no significa necesariamente que deje de atormentarnos.

– Siéntate, mamá. Bébete un coñac y fúmate un cigarro.

Ruby alzó su copa, y él la imitó.

– Por Alexander -dijo ella, y se bebió el licor de un trago.

– Por Alexander. Ojalá nunca deje de atormentarnos.

Después de la cena, Ruby volvió a los temas que la obsesionaban.

– Mi querido gatito de jade, ¿qué será de Elizabeth?

– Me casaré con ella en el momento oportuno.

– ¿Puedes jurarme que él no sabía nada?

– ¡No, de ninguna manera! ¡Qué petición más estúpida, mamá! Usa tu sentido común -dijo él con vehemencia-. Por favor, ¿podemos dejar de hablar de esto?

Ella tomó el reproche con ecuanimidad.

– Debió de haber ido a la oficina del viejo Brumford a hacer el borrador del nuevo testamento mientras Elizabeth todavía dormía, y firmó la versión definitiva después del desayuno del segundo día, eso fue lo que me dijo Brumford. Y Alexander dijo que no había quien pudiera despegar a Nell de su madre -resopló Ruby-. No te había visto, así que no podía saber nada.

– ¡Oh, mamá, por favor! ¡Cambiemos de tema!

– Nell pondrá el grito en el cielo cuando se entere de la relación entre Elizabeth y tú.

– Si puedes entenderme te diré algo: Nell no me preocupa.

– ¡Por supuesto que te entiendo! No puedo culparos. Ni a ti ni a ella -repuso, y volvió al tema-. Lo único que me tranquiliza en este asunto del testamento es que si él hubiera sabido algo no te habría nombrado su heredero universal. Eso es indiscutible hasta para Nell. Alexander no amaba a Elizabeth, pero no habría soportado que alguien invadiese su territorio.

– Mamá, te amo, pero estoy a punto de matarte.

– Lo sé, y yo también te quiero, mi gatito de jade. -Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas; sin embargo, se las arregló para sonreír-. Echo mucho de menos a Alexander, pero estoy contenta por ti. Con un poco de suerte, yo podría llegar a tener unos nietos asquerosamente ricos. Elizabeth podrá tener hijos sin ningún problema, estoy más que segura.

– Ella dice lo mismo. Y Nell también.

Sonó el teléfono. Lee fue hasta el aparato y respondió. Su mirada se iluminó, y Ruby no tuvo dudas acerca de quién llamaba.

– Por supuesto, Elizabeth. Aquí está -dijo él-. Mamá, Elizabeth quiere hablar contigo.

– ¿Va todo bien? -preguntó Ruby por el teléfono.

– Sí, Nell y yo nos encontramos perfectamente. Pero como no estaba segura de cuan aprisa se estaba ocupando Lee de la estatua de Alexander, pensé que lo mejor sería llamar ahora y decirte lo que pienso -dijo la incorpórea voz.

– ¿La estatua de Alexander? -preguntó Ruby con los ojos en blanco.

– Que no sea de bronce, Ruby. Por favor, bronce no. Di a Lee que la quiero de granito. La piedra de Alexander es el granito.

– Se lo diré.

Ruby se despidió y colgó el auricular.

– Quiere que la estatua de Alexander sea de granito, no de bronce. Dice que es la piedra de Alexander. ¡Dios mío!

Y lo es, claro que sí, pensó Lee. Está sepultado bajo miles de toneladas de granito. Ahora hay una depresión en la montaña exactamente encima del final del túnel número uno, como dije al juez. Dio con una falla, y de las grandes. Y lo sabía. Creo que hasta se burló de mí cuando me arrastró hasta allí para terminar nuestra conversación y pateó el suelo. Hueco. Pero yo estaba demasiado abstraído para escuchar. Soy la única persona que puede preguntar lo que él nunca podrá responder: ¿estaba planeando su suicidio antes de saber que Elizabeth le estaba siendo infiel conmigo? ¿La desaparición de Elizabeth había despertado en él algo más que miedo y ansiedad? ¿Pensó que debía liberarla mientras fuera todavía lo bastante joven para tener más hijos? Él solía analizar todos los aspectos de una voladura conmigo, pero en aquella ocasión no me consultó nada.

Elizabeth había adquirido la costumbre de sentarse en la biblioteca sin encender más luces que la de la lámpara del escritorio; su sillón estaba bastante apartado, sumido en la penumbra, sólo apto para pensar.

Había pasado un mes desde la muerte de Alexander. Parecía una eternidad. Tras el veredicto derivado de la investigación judicial, el funeral y la lectura del testamento, la vida de sir Alexander Kinross había llegado definitivamente a su fin. Era extraño, pero Lee parecía haberse evaporado de sus pensamientos. El tiempo había quedado escindido como por una cuña entre un antes y un después de la muerte de Alexander. Su futuro y su libertad estaban asegurados, y sin embargo no podía dejar de pensar en Alexander. Él se había suicidado, y Elizabeth lo sabía con la misma certeza que si él se hubiese materializado y se lo hubiese dicho. Y lo había hecho tan deliberada y reflexivamente como todo lo que hacía. Puesto que no sabía que Lee había hablado a Alexander de su relación, suponía que él no se había enterado de nada, y, por lo tanto, pensaba que a buen seguro lo habría movido alguna otra razón. Pero no tenía la menor idea de cuál podía ser.