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Todavía esperaba la respuesta de Londres cuando llegó el día de su licenciatura, a principios de diciembre de 1900. Momento de curiosa exaltación y de más curiosos temores; las colonias estaban a punto de constituir una federación y muy pronto nacería la Commonwealth de Australia. Todavía muy dependiente de Inglaterra, sus ciudadanos utilizarían pasaportes británicos y serían súbditos de la Corona inglesa. Los australianos como tales no existían. Sería un país de segunda categoría, su identidad sería la británica, su constitución -muy extensa- se dedicaba a enumerar los derechos del Parlamento federal y de los estados que componían la federación: sólo se mencionaba el pueblo soberano una sola vez, en el breve preámbulo. No había una declaración de derechos de los ciudadanos, ni la menor referencia a la libertad individual, pensó Nell con resentimiento. Una democracia al estilo británico, concebida para la preservación de las instituciones. Al fin y al cabo empezamos como convictos, así que estamos acostumbrados a que nos humillen. Hasta el gobernador de Nueva Gales del Sur se permite hablar de nuestro «pecado original» en su primer mensaje al pueblo. ¡Vete al infierno, lord Beauchamp, estúpido inglés decrépito!

Estaba sentada en un banco en la glorieta gótica de la facultad de Medicina comiendo un bocadillo de queso, sin el menor deseo de mezclarse o solidarizarse con sus compañeras de estudios, ninguna de las cuales había obtenido calificaciones mejores que ella. En cuanto a los estudiantes varones, a pesar de que ella se emperifollaba para asistir a las fiestas y a los bailes, seguían viéndola como una maldita castradora y preferían evitarla. La noticia de que iba a recibir cincuenta mil libras al año durante el resto de su vida había despertado cierto interés entre los más depredadores, pero Nell sabía cómo lidiar con esa clase de idiotas. Así que se habían retirado escarmentados; tampoco la ayudó en sus calificaciones el hecho de que un profesor maduro le propusiese matrimonio. No importaba, lo había logrado y eso era una gran victoria. Ni una sola vez la habían suspendido.

– Me pareció que eras tú -dijo una voz. Quien había hablado se sentó junto a ella.

Nell se volvió hacia el intruso con expresión hostil y una mirada cargada de furia. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente y quedó boquiabierta.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Nada menos que Bede Talgarth!

– El mismo, y sin barriga -dijo él.

– ¿Qué haces aquí?

– He estado leyendo algo en la biblioteca de la facultad de Derecho.

– ¿Por qué? ¿Estás estudiando leyes?

– No, necesitaba averiguar algunos datos para el Parlamento federal.

– ¿Eres miembro del Parlamento?

– Tan cierto como que dos más dos son cuatro.

– Vuestro programa es repugnante -dijo ella, tragando el último trozo de su bocadillo y sacudiéndose las migas de las manos.

– ¿Piensas que «una persona, un voto» es algo repugnante?

– Oh, eso está bastante bien, pero es inevitable, como ya te habrás dado cuenta. Las mujeres tienen el voto, y equilibrarán la situación Nueva Gales del Sur cuando haya nuevas elecciones.

– Entonces ¿qué es lo repugnante?

– La exclusión de las personas de color y los inmigrantes de otras razas indeseables -dijo ella-. ¡Sí, indeseables! Pero ¡si al fin y al cabo nadie es realmente blanco! Nuestra piel es rosada, u ocre, así que también somos gente de color.

– Nunca te rendirás, ¿verdad?

– No, nunca. Mi padrastro es mitad chino.

– ¿Tu padrastro?

– Supongo que ser diputado socialista no te habrá aislado tanto del mundo para no saber que mi padre murió hace dos años y medio.

– Tengo una ventana en el estómago, así que si me desabotono la chaqueta me entero de todo lo que hay que saber -replicó Bede seriamente-. Lo siento, de verdad. Era un gran hombre. ¿De modo que tu madre se ha vuelto a casar?

– Sí, en Como, hace un año y medio.

– ¿En Como?

– ¿No sabes nada de geografía? Los lagos italianos.

– Entonces hablamos del mismo Como -repuso él afablemente; había perfeccionado sus dotes para la política-. ¿Eso te ha disgustado, Nell?

– En otro momento me habría disgustado, pero ahora no. No puedo por menos de alegrarme por mi madre. Él es seis años menor que ella, así que con un poco de suerte no enviudará tan pronto como la mayoría de las otras mujeres. Su vida ha sido bastante difícil, merece disfrutar de un poco de felicidad -dijo, y soltó una risita tonta-. Tengo un medio hermano y una media hermana veinticuatro años menores que yo. ¿No es maravilloso?

– ¿Tu madre ha tenido mellizos?

– Mellizos heterocigóticos -dijo Nell, haciendo alarde de sus conocimientos.

– ¿Podrías explicarme eso? -preguntó él, demostrando otra su astucia política: no hay nada de malo en confesar la propia ignorancia si el tema es esotérico.

– Dos óvulos diferentes. Los mellizos idénticos provienen de un solo óvulo. Me atrevería a decir que decidió que, pasados los cuarenta, era mejor tener más de un hijo de una vez. La próxima ocasión probablemente tenga trillizos.

– ¿A qué edad te tuvo a ti?

– Tenía poco más de diecisiete. Y sí, si estás tratando de averiguar mi edad, voy a cumplir veinticinco el día de Año Nuevo.

– En realidad, me acuerdo perfectamente de tu edad. Ahí estaba yo, un político en ascenso, a solas con una muchacha de dieciséis años, y en mi casa -dijo él. Le miró las manos y vio que no llevaba anillo-. ¿No tienes esposo? ¿Prometido? ¿Novio?

– ¡Ni loca! -dijo ella despectivamente-. ¿Y tú? -Se le escapó sin querer.

– Sigo siendo soltero y sin compromisos.

– ¿Todavía vives en aquella casa espantosa?

– Sí, pero la he mejorado. La compré. Tú tenías razón, el propietario me la vendió por ciento cincuenta libras. Y por el tifus, la viruela y la última epidemia, la peste bubónica, se están instalando cloacas en todas partes. Así que ahora tengo alcantarillado. Y en el sitio donde estaba el pozo negro cultivo unos vegetales espléndidos.

– Me encantaría ver la versión mejorada. -Eso también se le escapó sin querer.

– Y a mí enseñártela.

– Tengo que ir ya mismo al hospital Prince Alfred -dijo Nell poniéndose de pie-. Debo asistir a una operación.

– ¿Cuándo te licencias?

– Dentro de dos días. Mi madre y mi padrastro han vuelto del extranjero para estar presentes en la ceremonia, y Ruby vendrá desde Kinross. Sophia traerá a Dolly, así que estará toda la familia. No veo la hora de conocer a mis nuevos hermanos.

– ¿Puedo asistir a la ceremonia de licenciatura de la doctora? -preguntó él mientras ella se alejaba.

Nell volvió la cabeza para contestar.

– ¡Mi condenado juramento! -gritó.

Él se quedó mirando cómo su rauda silueta envuelta en la toga negra que flameaba al viento se iba empequeñeciendo. ¡Nell Kinross! Después de todos estos años, Nell Kinross. Bede no tenía idea de lo rica que era tras la muerte de su padre, pero en el fondo ella era trabajadora como el que más.