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Un vestido gris oscuro, corto y amorfo, botas negras tan toscas como las de cualquier minero, el pelo recogido en un apretado moño, ni una pizca de lápiz de labios o colorete en la tersa piel. Arqueó las cejas, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios; se pasó una mano por el pelo, un gesto mecánico que solía hacer a menudo sin proponérselo e indicaba a sus colegas del Parlamento que Bede Talgarth estaba a punto de tomar una decisión trascendental.

Hay personas que son absolutamente inolvidables, pensó, mientras caminaba hacia la parada de los tranvías. Tengo que volver a verla. Tengo que descubrir qué ha sido de su vida. Si ahora está a punto de licenciarse en Medicina, debe de haber terminado la carrera de ingeniería; a menos que, como denunciaban algunos periódicos progresistas, la hubiesen suspendido como mínimo una vez en cada uno de los años de medicina que había cursado, algo que solía ocurrir a las estudiantes mujeres.

Nell prácticamente lo había olvidado enseguida después de marcharse, pero él seguía presente, escondido en algún rincón de su mente, encendiendo en su alma un pequeño y cálido fuego. ¡Bede Talgarth! Qué bueno parecía ser recuperar una amistad que a uno le importaba, admitió, más convencida de lo que ella suponía.

La operación parecía eterna, pero finalmente, poco después de las seis, logró librarse de sus ocupaciones e ir al hotel de la calle George donde se habían alojado su madre y Lee. Por una vez, se subió a un coche de punto, y azuzó durante todo el viaje al cochero reclamándole que condujera más deprisa. ¿Cuan estricta sería mamá con los bebés? ¿Todavía estarían levantados para conocer a su hermana, o ya se habrían dormido?

Elizabeth y Lee estaban en la sala de su suite; Nell irrumpió, pero después de dar dos pasos se detuvo en seco, paralizada. ¿Esa es mamá?, pensó. ¡Oh, siempre había sido hermosa, pero no como lo era ahora! Como una diosa del amor, irradiaba una sexualidad segura e inconsciente que era… era casi indecente. Se ve más joven que yo, pensó Nell con un nudo en la garganta. Éste es el matrimonio de su corazón, y ella ha florecido como una rosa. Y la llamativa apostura de Lee era ahora más marcada, aunque menos hermafrodita; sus ojos, advirtió Nell, seguían a Elizabeth todo el tiempo, no se contentaban hasta no posare en ella. Es como si fueran una sola persona.

Elizabeth salió a su encuentro y la besó, Lee la abrazó con calidez; la hicieron sentarse, le sirvieron una copa de jerez.

– Me alegra muchísimo que hayáis vuelto -dijo Nell-. La ceremonia de licenciatura no significaría nada para mí si vosotros no estuvieseis -agregó, echando una mirada en torno-. ¿Los mellizos están dormidos?

– No, los hemos mantenido despiertos para que te saluden-dijo Elizabeth, tomándola de la mano-. Están con Pearl y Silken Flower en la otra habitación.

Habían nacido once meses después de que Elizabeth y Lee se casaran, y ahora tenían siete meses. Nell los miró, arrobada, y el sentimiento de amor que la invadió fue tan intenso que se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Oh, eran encantadores! Alexander se parecía a sus dos progenitores, el pelo negro era en parte lacio como el de Lee y en parte ondeado como el de Elizabeth, la cara ovalada y de piel marfileña como la de Lee, los ojos de un gris azulado como los de Anna enmarcados por unas pestañas increíblemente largas y rizadas, las mejillas de Elizabeth y los labios delgados y carnosos de Lee. En cambio Mary-Isabelle era la viva imagen de Ruby, desde el pelo dorado rojizo y los hoyuelos hasta los grandes ojos verdes.

– Hola, mis pequeños hermano y hermana -dijo Nell arrodillándose-. Soy Nell, vuestra hermana mayor.

Eran demasiado pequeños para hablar, pero ambos pares de ojos la miraron con inteligencia y atención, ambas bocas se abrieron para reír, y cuatro regordetas manos apretaron las de ella.

– ¡Oh, mamá, son preciosos!

– Eso mismo pensamos nosotros -dijo Elizabeth alzando a Alexander.

Lee se acercó a Mary-Isabelle.

– Ella es la niña de papá -dijo, besándola en la mejilla.

– ¿No me estabais ocultando nada cuando me escribisteis diciendo que el parto había sido fácil? -preguntó Nell con inquietud, médica ante todo.

– El embarazo se hizo difícil hacia el final, me sentía muy pesada -dijo Elizabeth acariciando el pelo alborotado de Alexander-. Por supuesto, no tenía la menor idea de que eran dos. Los obstetras italianos son de primera, y el que me atendió a mí, el mejor de todos. Ningún desgarro, ninguna molestia fuera de lo común. Pero todo me resultó muy extraño. Cuando tú y Anna nacisteis yo estaba inconsciente, así que me encontré con que estaba haciendo lo que era mi primer trabajo de parto. Imagínate la sorpresa después de que naciera Mary-Isabelle, cuando me dijeron que había otro esperando para salir -dijo Elizabeth riendo y apretujando a Alexander-. Yo sabía que iba a tener un Alexander, y allí estaba él.

– Mientras tanto yo caminaba de un lado a otro por el pasillo, como todos los hombres cuando sus mujeres están de parto -dijo Lee-. Cuando oí el llanto de Mary-Isabelle pensé: ¡Soy padre! Pero cuando me dijeron que había nacido Alexander directamente me desmayé.

– ¿Cuál de los dos es el jefe? -preguntó Nell.

– Mary-Isabelle -respondieron los padres a coro.

– Tienen temperamentos muy diferentes, pero se gustan el uno al otro -dijo Elizabeth, poniendo a Alexander en brazos de Pearl-. Hora de dormir…

Ruby, Sophia y Dolly llegaron al día siguiente. Constance Dewy estaba demasiado débil para hacer el viaje. Dolly, que ya tenía nueve años, había crecido normalmente y de acuerdo con su edad; pronto cambiará, pensó Nell. Cuando tenga quince será ya una belleza en ciernes, pero los dos años y medio que pasó en Dunleigh sin duda le han hecho más que bien. Se la ve más vivaz, más sociable, más segura de sí misma, y sin embargo no ha perdido la dulzura que siempre la caracterizó.

Aunque no había ninguna duda de que Mary-Isabelle le gustaba, en ese primer encuentro Dolly entregó su corazón a Alexander. Porque, comprendió Nell con pesadumbre, el pequeño tenía los ojos de su verdadera madre, y algo en él recordaba los ojos de Anna. Tras intercambiar una mirada con Elizabeth, Nell se dio cuenta de que su madre también lo había advertido. Reconocer a nuestra madre es algo que llevamos en la sangre, por muy antiguos y remotos que sean los recuerdos que tenemos de ella. Pronto habrá que contarle la verdad, o algún pérfido gusano se lo hará saber antes. Pero todo saldrá bien y Dolly, la muñeca de Anna, superará el trance.

Ruby no se había marchitado después de la muerte de Alexander; habría parecido una traición. Aunque se vestía a la moda, había conseguido que la fealdad esencial de aquella moda no afectara su elegancia. Como la mitad del Imperio británico -o al menos parecía que fuese la mitad- se encontraba en Sudáfrica combatiendo a los boers, los que dictaban la moda se sentían tan culpables que hasta las aves del paraíso se habían convertido en somormujos. Y las faldas se estaban acortando; Nell no sobresalía tanto en ese tiempo, aunque había que admitir que las faldas más cortas le sentaban mucho mejor a Ruby.

Los cambios se perciben en el aire, pensó Nell; el nuevo siglo ya está aquí, y dentro de uno o dos años no se le negará a una mujer que se licencie en Medicina con matrícula de honor. Yo debería haberlo hecho.

– Te ves diferente, Nell -le dijo Lee mientras bebían café y licores de sobremesa en el salón del hotel.

– ¿En qué sentido? ¿Más desaliñada que antes?

Los blanquísimos dientes de Lee destellaron. ¡Dios!, pensó ella, ¡realmente, vale la pena mirarlo! Menos mal que los hombres que a mí me gustan son completamente diferentes.

– La chispa se ha vuelto a encender -dijo él.

– ¡Tú sí que eres perspicaz! No es exactamente que se haya vuelto a encender, al menos no todavía. Ayer me topé con él en la universidad.