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Ruby la adoraba. Si no tenía otra cosa que hacer, se sentaba en la galería de la planta superior del hotel Kinross para mirar el perfil de Alexander, puesto que la estatua miraba hacia el edificio del ayuntamiento. Elizabeth, en cambio, se sentía perturbada por la estatua. Cada vez que la veía, apartaba los ojos de ella. Tal vez fuese porque Alexander tenía ojos; el escultor le había insertado dos esferas de mármol blanco incrustadas en obsidiana negra de consistencia vítrea. Los habitantes de Kinross juraban que esos ojos seguían a todo el que pasaba por allí.

Poco tiempo después de que la estatua fuera inaugurada, un minero que trabajaba con su martillo neumático en la superficie de la roca, en el túnel número diecisiete, sintió que alguien lo observaba y volvió la cabeza. Allí, a sus espaldas, estaba sir Alexander. Una mano se adelantó en el aire, dio un tirón a un trozo friable de centelleante mineral y lo hizo rodar entre sus dedos de sólida carne hasta que le clavó las uñas. La cabeza leonina, cuyo pelo blanco la luz hacía brillar como el cristal, asintió, y las puntiagudas cejas se arquearon.

– ¡Muy bien! Esta veta nos proporcionará un buen pellizco -dijo sir Alexander, y se desvaneció, pero no como si se disolviera en el aire, sino más bien como si retrocediera sin mover los pies, y más rápido que un relámpago.

Después de ese día se lo vio a menudo en lo más profundo de Apocalipsis, caminando ensimismado, vigilando a un minero, o inspeccionando los agujeros en los que se instalaban las cargas explosivas. Se decía, y llegó a ser tradición, que si caminaba o vigilaba, la mina no corría peligro, pero que si inspeccionaba las cargas explosivas, era porque les estaba advirtiendo que existía la posibilidad de un accidente. Los mineros no le tenían miedo. En cierto modo, era una tranquilidad ver a sir Alexander recorriendo el único sitio que había amado en su vida.

Si Lee estaba en la mina, era seguro que él también estaba allí, y a veces los hombres de las torres de perforación lo veían pasear por la montaña junto a Lee, que tenía la costumbre de visitar la grieta bajo la cual se encontraba la parte final del túnel número uno; cada vez que Lee iba hasta allí aparecía sir Alexander para sentarse a conversar con él.

También solía sentarse junto a Ruby en la galería de la planta superior del hotel Kinross, desde donde podía contemplar su estatua.

Pero nunca se le apareció a Elizabeth.

Colleen McCullough

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