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El viento apareció de repente en los árboles, agitando y moviendo las hojas. Su corazón golpeteó duramente contra su pecho cuando se encontró cayendo en la hipnótica mirada del gran animal. Siempre había estado fascinada con los gatos grandes, pero cada encuentro había sido en un ambiente controlado. Este leopardo, una rara pantera negra, estaba libre, salvaje, y a la caza. La mirada era terrorífica, desconcertante. El poder y la inteligencia brillaban en esos dorados ojos sin parpadear. Maggie no podía apartar la mirada, atrapada en su apasionada intensidad. Sabía por su vasta experiencia con felinos exóticos que el leopardo era uno de los más astutos e inteligentes depredadores de la selva.

Un solitario sonido se le escapó, un leve gemido de alarma. Sacó su lengua trazando sus repentinamente secos labios. Maggie tuvo mejor criterio que echarse a correr… no quería provocar un ataque. Dio otro paso atrás, buscando a tientas la puerta. En todo momento su mirada estaba fija en la pantera. El felino nunca apartó la vista de ella, un inconmensurable cazador, un rápido y eficiente asesino que estaba concentrado en su presa. Ella era la presa. Reconocía el peligro cuando lo veía.

Él podía oír el sonido de sus latidos, la rápida aceleración que señalaba el intenso miedo. Su cara estaba pálida, sus ojos muy abiertos mirando fijamente los de él. Cuando su pequeña lengua tocó su exuberante labio inferior, estuvo a punto de caerse del árbol. Casi podía leerle los pensamientos. Ella creía que él la cazaba, la acechaba. Creía que estaba hambriento. Y lo estaba. Él quería, necesitaba, devorarla. Pero no precisamente de la manera que ella pensaba.

Con un portazo la cerró solidamente. Él oyó la barra deslizándose en su lugar. Brandt permaneció muy quieto, su corazón desbordaba de alegría. Ella era suya ahora. Era sólo cuestión de tiempo. La intensidad de su necesidad por ella lo conmocionó. La forma instintiva de reconocer a su pareja estaba más allá de cualquier cosa que alguna vez hubiera experimentado.

La noche terminaba. Su tiempo. Le pertenecía, a su especie. Escuchó los susurros como si su mundo despertara a la vida. Oyó las llamadas mas bajas, conocía a cada criatura, cada insecto. Conocía quien pertenecía allí y quién no. Era el ritmo natural de la vida y él estaba en medio de un cambio. Inquietante, turbador, pero estaba determinado a ejercer su disciplina y a manejarlo como hacía todas las cosas, con un férreo control.

Cambió de posición, sus músculos se tensaban bajo el grueso pelaje como acolchando en silencio a lo largo de la pesada rama, atento a seguir el progreso de ella mientras se movía de habitación en habitación. No podía apartar sus ojos de ella, bebiendo de su vista, torturando su cuerpo y sus sentidos. Lo conmovió como nada lo había hecho. Le cortó la respiración y despertó en su cuerpo tal punto de excitación enfebrecida que se encontró cautivado.

Nada los separaba excepto su honor. Su código. Nada. Ningún tiempo ni distancia. Él había resuelto ese asunto con su astuta inteligencia. Levantó la cabeza y forzó a su cuerpo a tomar aire, leer la noche, saber que tenía el mando en medio de la agitación. Su cuerpo era otra cosa. Muy necesitado, pulsante, dolorido. Con todos los sentidos a flor de piel. Con todas las células necesitadas. Hambrientas. Su cabeza bramaba y dolía, un estado incómodo para alguien con poder y disciplina.

Maggie se apoyó contra la puerta durante mucho tiempo. Había sido una loca al venir a este lugar tan apartado con peligro a cada paso. Su corazón iba a toda velocidad y su sangre corría locamente por su cuerpo. Pero una pequeña sonrisa alcanzó su boca a pesar del bombeo de adrenalina recorriéndola. No podía recordar haberse sentido nunca tan viva. Incluso no estaba segura de haber tenido miedo, estaba tan excitada. Era como si hubiera pasado por su vida ajena a todas sus posibilidades. Ahora, aquí, en la primitiva jungla, cada sentido estaba realzado y encendido.

Se alejó de la puerta, contempló el cielo raso con sus abanicos y vigas anchas. Esta casa le gustaba, con sus espacios totalmente abiertos y esculturas interesantes. Comenzó a atravesarla, confiado en que no había animales dentro de la casa. Era hilarante sentir que había cerrado la puerta a todo el peligro y lo había dejado fuera. Recogió su equipaje y empezó la inspección del primer piso. Los cuartos eran grandes, con el mismo techo alto y el mobiliario escaso, todo hecho de madera dura, oscura. Curiosamente, en dos de los dormitorios que ella descubrió marcas de garras, como si algún felino muy grande hubiera marcado la pared cerca del techo. Maggie clavó los ojos en las marcas y le intrigó cómo habían llegado allí.

En la enorme cocina encontró una nota en el pequeño refrigerador, escrita en un masculino garabato, explicando como funcionaban las luces y dónde podía encontrar todo lo que podría necesitar en su primera noche en la casa familiar. Había un tazón de fruta fresca para ella y con gratitud comió un jugoso mango, su deshidratada garganta saboreó la dulzura. Rozando las letras largas y curvas de la nota, en un silencioso gracias con una acariciante yema, extrañamente escrita a mano. Volvió la nota repetidas veces, acercándola a su nariz, inhalando su esencia. Realmente podía olerlo. Brandt Talbot, el hombre que había escrito la nota, había vivido en la casa.

Estaba en todas partes. Su esencia. Parecía envolverla con su presencia. Una vez fue consciente de él, se percató de que su toque estaba en todas partes. Él vivió en la casa. La madera pulida y las baldosas relucientes habían tenido que ser obra suya. El trabajo artístico, que la atrajo, tenía que ser de él.

Las escaleras eran anchas y se curvaban en un giro radical hasta el siguiente nivel. Fotos increíbles de todas las criaturas salvajes imaginables colgaban en las paredes que subían las escaleras. Las fotografías eran raros tesoros. El fotógrafo había capturado la esencia de la vida salvaje, fotos de inusuales acciones y hermosas fotografías de plantas, primeros planos que representaban pétalos cubiertos de rocío. Se inclinó más cerca, sabiendo quien había tomado las fotos. En la esquina de cada fotografía había un poema de cuatro líneas. Leer las palabras escritas la hacía sentir como si accidentalmente hubiera conectado íntimamente con el poeta. Cada poema había sido escrito con trazos curvos y masculinos. Los sentimientos meditabundos, hermosos, incluso románticos. No pudo haber sido escrito por nadie más. Brandt Talbot tenía un alma de poeta. Era un hombre inusual y ella ya estaba intrigada.

Inspiró otra vez cuando subió las escaleras, respirando su esencia profundamente en sus pulmones. Él pertenecía a la casa. El misterioso Brandt Talbot con sus increíbles habilidades fotográficas y su amor por la madera y la vida salvaje y las bellas palabras. Le parecía familiar, un hombre con quien compartir sus cosas favoritas.

Estaba muerta de cansancio. Maggie se dio cuenta de cuan incómoda estaba, su piel húmeda y pegajosa, cuando tomó el camino hacia el segundo piso. Encontró una habitación al final del pasillo que fue de su agrado. La cama tentadoramente preparada, los ventiladores circulando el aire y había un espacioso baño fuera de la habitación.

Puso sus paquetes en el tocador, reclamando el cuarto como suyo en silencio. Por encima de la cama, arriba en la esquina, ella vio las marcas de una garra grabadas profundamente en la madera y se estremeció. Su mirada permaneció allí cuando se sacó la camisa caqui y la húmeda camiseta. Fue un alivio tener el húmedo material lejos de su piel.

Maggie estaba de pie en el centro de la habitación vistiendo únicamente sus pantalones de talle bajo. Suspiró aliviada. Las húmedas ropas pegadas a su piel la hacían sentir extraña, como si algo que permanecía dormido bajo su piel se agitara por un momento, tratando de salir a través de sus poros, luego remitió, dejándole un comezón, sensible y muy irritable. Estiró sus lastimados músculos, levantando las manos para soltar su cabello, sacudiéndolo para poder así lavar la densa mata de pelo en la ducha.