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Ryana no tenía la menor idea. La posibilidad de que Sorak abandonara el convento era algo que ni siquiera había considerado; quizá, como Saleen sugería, porque había tenido miedo de considerarlo siquiera. Había dado por supuesto que ella y Sorak estarían siempre juntos. Pero ¿y si Saleen estaba en lo cierto? La idea de perderlo era más de lo que podía soportar. Desde aquella conversación con Saleen, la incertidumbre la había estado corroyendo. Tampoco había sido la joven sacerdotisa la única en prevenirla en ese sentido.

Al principio intentó decirse que las otras estaban simplemente celosas, o que de algún modo se sentían amenazadas por la perspectiva de que ella y Sorak pudieran convertirse en amantes, pero no pudo engañarse a sí misma. Sabía que sus hermanas la querían, igual que querían a Sorak, y que únicamente pensaban en lo mejor para ella. Pero ¿qué sentía él?

Exteriormente, nada en su relación había cambiado. Ella le había proporcionado todas las oportunidades posibles para que revelara si sus sentimientos eran los mismos, y sin embargo parecía no darse cuenta de sus intentos por desviar su relación hacia unos nuevos derroteros, más íntimos. A lo mejor, se dijo Ryana, había sido demasiado sutil. Los varones, según le habían dicho, no eran demasiado perspicaces; aunque eso no parecía aplicarse a Sorak, que era extraordinariamente perceptivo y poseía una fuerte intuición. «Tal vez -pensó- simplemente espera que yo haga el primer movimiento, que me declare abiertamente.» Pero, por otra parte, ¿y si él no compartía sus sentimientos? Fuera como fuese, ya no podía soportar la incertidumbre por más tiempo. De un modo u otro, tenía que saberlo.

– ¡Es suficiente! -gritó Tamura, alzando la mano y bajando la espada de madera. Tanto ella como Sorak respiraban con dificultad a causa del esfuerzo, y ninguno había conseguido apuntarse un golpe contundente. Tamura sonrió de oreja a oreja-. Sabía que llegaría este día. Estamos a la par. Ya no puedo enseñarte nada más.

– Me resulta difícil de creer, hermana -respondió él-. Siempre me habías derrotado. Lo que sucede es que hoy he tenido suerte.

– No, Sorak -Tamura negó con la cabeza-, las últimas veces que hemos competido, he sido yo la afortunada. No he ocultado nada, y tú has cogido lo mejor que podía dar. El alumno se ha convertido en maestro y me haces sentir muy orgullosa.

Sorak inclinó la cabeza.

– Eso es una gran alabanza, viniendo de ti, hermana Tamura. No soy digno.

– Sí que lo eres -replicó Tamura, dándole una palmada en la espalda-. No existe mayor satisfacción para un maestro que ver cómo un alumno lo supera.

– Pero no te he sobrepasado, hermana. El combate, como mucho, ha terminado en un empate.

– Sólo porque lo interrumpí cuando lo hice -repuso ella con una sonrisa-. ¡Recuerdo todos los golpes que te asesté cuando todavía estabas aprendiendo, y no quise que se me pagara en especie!

Todas las presentes se echaron a reír. Todas habían sentido en su carne el seco chasquido de la espada de madera de Tamura en más de una ocasión, y la idea de que ella recibiera una dosis de su propia medicina resultaba muy seductora.

– Por hoy ha terminado la clase -anunció Tamura-. Podéis ir todos a bañaros.

Las otras alumnas lanzaron un grito de alegría y se alejaron corriendo a guardar sus armas de entrenamiento antes de arrojarse al sombreado estanque. Sólo Ryana se quedó atrás, a esperar a Sorak.

– Vosotros dos sois los mejores alumnos que jamás he tenido -les dijo Tamura-. Cualquiera de vosotros podría hacerse cargo ahora del entrenamiento de las demás.

– Eres demasiado amable, hermana -respondió Ryana-. Y de todos modos Sorak es el mejor luchador.

– Sí, pero no por mucho -asintió Tamura-. Posee un don especial. La espada se convierte en parte de él; nació para utilizar la espada.

– No parecías pensar eso cuando empecé a estudiar contigo -interpuso Sorak con una mueca divertida.

– No, ya me di cuenta entonces -replicó ella-. Por ese motivo fui mucho más dura contigo que con las otras. Tú pensabas que era porque eras un hombre, pero fue porque deseaba sacar fuera todo tu potencial. En cuanto a ti, hermana pequeña -añadió, volviéndose hacia Ryana con una sonrisa-, siempre he sabido que me guardabas rencor porque pensabas que no era justa con Sorak, y es por eso por lo que, durante todos estos años, has trabajado el doble de duro que las otras. Sé que querías desquitarte conmigo por todos los cardenales de Sorak, y también por los tuyos.

– Es cierto, debo confesarlo -admitió Ryana, enrojeciendo-. Hubo momentos en los que casi te odié. Pero ya no pienso así -añadió a toda prisa.

– Y esto está muy bien, además -dijo Tamura, extendiendo la mano para alborotarle los cabellos cariñosamente-, porque has alcanzado un punto en el que podrías hacer daño. Creo que ha llegado el momento de que os encarguéis de la preparación de las novicias. Estoy segura de que descubriréis, como lo hice yo, que la enseñanza tiene sus propias recompensas. Marchaos ahora y reuníos con las otras o tendremos que manteneros a distancia en la mesa a la hora de cenar para no oleros.

Ryana y Sorak fueron a guardar sus armas y luego descendieron juntos hasta las puertas, en dirección al estanque. No muy lejos de la entrada al convento, un fino arroyo se alzaba de debajo de las montañas para caer en una cascada que formaba un estanque alrededor de su base. A medida que se acercaban, Ryana y Sorak pudieron oír los gritos satisfechos de sus compañeras al entrar en contacto con las vigorizantes aguas heladas de la pequeña laguna.

– Vayamos por aquí -sugirió Ryana, indicando a Sorak que descendiera por un sendero que se desviaba del estanque, en dirección a un punto situado más abajo, donde el agua fluía en forma de riachuelo sobre algunos peñascos-. No tengo ganas de chapotear y pelear con las otras. Sólo deseo tumbarme de espaldas y dejar que las aguas me envuelvan.

– Buena idea -asintió él-. Tampoco yo tengo fuerzas para juguetear. Me duele todo el cuerpo; Tamura me ha dejado agotado.

– No más de lo que la has agotado tú a ella -repuso Ryana con una sonrisa-. Me sentí tan orgullosa de ti cuando dijo que eras el mejor alumno que jamás había tenido a…

– Dijo que los dos éramos los mejores alumnos que jamás había tenido -la corrigió Sorak-. ¿Realmente querías devolverle todos mis morados?

– Y también los míos -dijo Ryana con una sonrisa-. Pero realmente pensaba que te había elegido para maltratarte porque eras hombre. Siempre creí que no le gustaba tu presencia entre nosotras; ahora sé que estaba equivocada, claro.

– Sin embargo, sí que había algunas que no deseaban mi presencia aquí, al menos al principio -comentó Sorak.

– Lo sé, lo recuerdo; pero demostraste que se equivocaban y te ganaste su afecto.

– Jamás habría podido hacerlo sin ti -repuso él.

– Hacemos un buen equipo -apuntó ella.

Sorak no respondió, y Ryana volvió a sentirse de repente inundada por la incerteza incertidumbre. Anduvieron un rato en silencio, hasta llegar a la orilla. Sorak se introdujo directamente en el agua, sin molestarse en sacarse los mocasines ni los calzones de cuero. Se tumbó de espaldas sobre una gran roca plana y colocó la cabeza en el agua para empapar sus cabellos.

– ¡Ahhh, esto es estupendo! -exclamó.

Ryana lo observó unos instantes; luego se quitó la túnica, desató sus mocasines y soltó la cinta de cuero que sujetaba hacia atrás su larga melena blanca. Ella y Sorak se habían visto desnudos el uno al otro infinidad de veces, pero de repente sintió timidez. Vadeó fuera del agua y se acomodó junto a él sobre la roca. El joven se apartó un poco para dejarle sitio. Ahora era el momento, se dijo ella. Si no se lo preguntaba ahora, no sabía cuándo volvería a reunir el valor para hacerlo.

– Sorak…, hay algo que hace tiempo quiero preguntarte -empezó vacilante pues no estaba muy segura de cómo expresarlo en palabras. Era la primera vez en su vida que se sentía violenta expresando sus sentimientos.