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Poco después de volver al pueblo le surgió la oportunidad de introducirse en la familia. Vio un anuncio en el que solicitaban una asistenta que acudiera una vez por semana al rancho de los McLaughlin. Se presentó al empleo sin pensarlo dos veces. Sólo trabajaba en el restaurante de Millie a tiempo parcial, lo que le daba tiempo de sobra para cumplir con su trabajo en el rancho. El hecho de que estuviera ocupando el lugar que un día dejara su madre era bastante duro, pero no podía permitirse el lujo de ser exigente. Era un primer paso y tenía que actuar deprisa, porque no le quedaba mucho tiempo antes de que naciera el bebé.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó él, devolviéndola a la realidad.

– Annie Torres.

Su nombre estaba bordado en el uniforme, pero no el apellido. Se preguntó si le sería familiar al doctor. Aunque lo más seguro era que no lo recordara. ¿Quién iba a recordar el apellido de la asistenta que los McLaughlin tuvieron años atrás? Ni siquiera la propia familia la recordaba.

– Bueno, encantado de conocerte, Annie -dijo él de forma relajada-. Espero que pronto te des cuenta de que los McLaughlin no somos tan malos.

– Pero eso no significa que ahora seáis los buenos -espetó ella-. Sólo porque ahora tenéis dinero y todo eso…

– ¿Por qué no?

– Leopardos y cebras -dijo ella encogiéndose de hombros.

– ¿Qué? -preguntó él, sin estar seguro de haberla oído bien.

– Ni las manchas de unos ni las rayas de las otras cambian con el tiempo.

– ¡Ah! ¡Ya! Crees que somos lobos con piel de cordero, ¿no?

– Eso es -repuso ella mirándolo con escepticismo-. Puede que sólo estéis intentando colarnos gato por liebre.

– ¿Siempre has tenido este talento para las metáforas, zoológicas? -preguntó él con un quejido.

Annie se sintió satisfecha. Parecía que estaba consiguiendo ganarle la partida, después de todo.

– No siempre. También se me dan bien las analogías deportivas.

– Fenomenal, porque estás a punto de ser transferida a otro equipo.

– ¿Qué? -contestó ella.

Estaba tan confundida por su comentario que, sumisamente, dejó que le tomara la mano y la ayudara a ponerse en pie.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó mirándola a los ojos.

Annie respiró hondo. Seguía sosteniendo su mano. Quizá fuera para que no se mareara de nuevo. Pero se sentía incómoda, así que apartó su mano y se frotó la falda con ella. De manera instintiva, intentaba borrar la agradable sensación que el contacto había dejado en su piel.

– Estoy bien -dijo con firmeza-. Pero tengo que volver al trabajo.

– De eso nada. Te llevo ahora mismo a mi clínica. Quiero hacerte un chequeo más exhaustivo.

– Y yo quiero mantener mi empleo -dijo ella intentando dirigirse hacia la puerta sin éxito.

– Vas a dejar este trabajo -repuso él mirándola intensamente-. Son órdenes médicas.

Annie no entendía nada, era una locura. Una cosa era que le dijera que no trabajara mucho, intentara descansar, elevara las piernas cuando pudiera y todas esas cosas. Pero el caso era que necesitaba ganarse la vida. Levantó la cabeza y lo miró desafiante.

– Los médicos pueden dar todas las órdenes que consideren oportunas, pero los pacientes tenemos que ganarnos el pan de alguna manera.

Se dirigió a la puerta, pero él se interpuso. Annie levantó la vista, sorprendida por la altura del doctor. Sus hombros parecían más anchos aún. Desprendía seguridad por los cuatro costados.

– No te va a faltar el pan. Tengo otro trabajo para ti. Uno en el que no tendrás que estar de pie todo el día.

Annie estaba atónita. Ese hombre asumía que iba a dejar que tomara decisiones por ella.

– ¿De qué se trata?

– De trabajo de despacho. Mi recepcionista me ha dejado. Se ha vuelto a Nueva York para ayudar a su prometido con unas oposiciones. Necesito alguien que ocupe su puesto hasta que ella vuelva.

Sonaba muy bien. Un trabajo de despacho con aire acondicionado, una cómoda silla, horas fijas. Era todo lo que su cuerpo deseaba. Pero el sueldo no podría compararse con lo que recibía como camarera y con las generosas propinas.

– ¿Durante cuanto tiempo sería? -preguntó por curiosidad.

– Al menos tres meses -contestó él con una encantadora media sonrisa-. Creo que su prometido necesita bastante ayuda y ella es una mujer muy exigente.

– Pero, ¿por qué crees que yo sería capaz de hacer ese tipo de trabajo?

– Te he visto trabajar aquí durante las últimas semanas. Pareces una persona muy competente, ¿no lo sabías?

Estaba siendo muy amable, pero Annie no iba a ceder fácilmente.

– No puedo dejar este trabajo -dijo mientras colocaba la mano sobre su abultado vientre-. Dependo de este sueldo para vivir y tengo que ahorrar para poder sobrevivir sin trabajar unas semanas después del parto.

– No tienes marido -dijo él.

Lo dijo con gran delicadeza, ausente de cualquier tono de acusación o reprobación. Algo que ella agradeció mucho. Desde que se quedara embarazada, había tenido que soportar las miradas, comentarios y críticas de muchos. Pero nadie era tan duro como ella misma. No podía creer que hubiera sido tan estúpida como para llegar a la situación en la que se encontraba. No necesitaba que nadie más le recordara lo que ya sabía. Levantó la barbilla y lo miró con firmeza.

– No, no estoy casada.

– ¿No tienes familia? -preguntó con calidez.

– No -dijo sacudiendo la cabeza-. Mi madre murió hace un año.

– ¿Y tu padre?

– No tengo padre.

– Todos tenemos padre -insistió él.

– Bueno, quizá sea así en el sentido biológico, pero nada más.

Él no se quedó satisfecho con la respuesta, pero decidió dejar el tema.

– ¿Cuánto ganas aquí?

Annie le contestó. No era ningún secreto de estado. Aunque no le comentó que tenía otro trabajo, no era asunto suyo.

– Conmigo ganarías más. Y tendrías seguro médico. Lo necesitarás cuando nazca el niño.

La cifra que le dio consiguió atraer la atención de Annie.

– Todos los gastos del parto los tengo pagados -dijo ella, parándose insegura antes de proseguir-. Estoy pensando en dar al bebé en adopción y el abogado se encargará de todos los gastos.

Sus palabras dejaron la habitación en el más absoluto de los silencios. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido. El se quedó frío ante la confesión, pero sus ojos reflejaban algo más. Estaban en llamas.

– ¿Qué? -preguntó finalmente con suavidad. Annie se humedeció los labios. Esperaba sorpresa o aturdimiento, pero no esa reacción.

– Me has oído de sobra. No estoy casada. ¿Por qué estás tan asombrado?

Odiaba tener que dar explicaciones. Vivía desde hacía semanas con el dolor que le producía esa decisión. Levantó las manos hacia él, pidiendo comprensión quizás.

– Quiero lo mejor para mi bebé. Y la adopción puede ser algo maravilloso. Una buena pareja que no pueda tener hijos será mucho mejor para este niño que cualquier cosa que yo pueda ofrecerle.

Odiaba tener que defender sus decisiones ante nadie.

Él seguía mirándola fijamente. Mantenía la mandíbula apretada, como si estuviera en tensión. No entendía qué le pasaba. Annie se sorprendió de que el hecho de que ella diera a su hijo en adopción hubiera provocado esa reacción en él. Debía de haber algo más. Algo estaba pasando en su interior. Sus palabras habían tocado algo muy doloroso de su pasado. Ella lo miró curiosa y vio cómo los ojos de él descendían hasta su barriga. Sus ojos seguían helados e impenetrables. Su rostro, completamente inexpresivo, no reflejaba lo que estaba sintiendo.

– Vámonos -dijo él de repente, colocando su mano en la espalda de Annie para ayudarla a salir.