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– Manos a la obra -dijo mi padre desde la sala.

– ¡Chist, vas a despertar a Kendra! -susurré-. Es sábado y no son más que las nueve.

Alex negó con la cabeza.

– ¿No la viste salir antes con Shanti? O por lo menos creo que era ella. Seguro que eran dos, y las dos iban con traje y no parecían muy contentas. Asómate a su habitación.

La puerta del dormitorio que lograban compartir gracias a una litera estaba entornada. La abrí un poco más. Las camas estaban impecablemente hechas, las almohadas habían sido ahuecadas y sobre ellas descansaban dos perros de peluche idénticos. Entonces caí en la cuenta de que nunca había puesto un pie en esa habitación. Durante los meses que había vivido con esas chicas, no había mantenido con ellas una conversación de más de treinta segundos seguidos. No sabía qué hacían, adonde iban, ni si tenían otros amigos. Me alegraba de irme.

Alex y papá habían limpiado los restos del desayuno y estaban trazando un plan.

– Tienes razón, no están. Creo que ni siquiera saben que me voy hoy.

– ¿Por qué no les dejas una nota? -propuso mamá-. ¿Qué te parece en tu tablero de Scrabble?

Yo había heredado la adicción de mi padre al Scrabble y él tenía la teoría de que un nuevo hogar requería un nuevo tablero.

Pasé mis últimos cinco minutos en el apartamento ordenando las fichas hasta componer la siguiente frase: «Gracias por todo y buena suerte. Un abrazo, Andy». Un total de 59 puntos. Nada mal.

Tardamos una hora en llenar ambos coches. Yo era la encargada de abrir la puerta de la calle y vigilar los vehículos mientras ellos subían al piso. Los hombres de la mudanza, que me habían cobrado más que el coste de la maldita cama, se estaban retrasando, así que papá y Alex se fueron al apartamento. Lily lo había encontrado en el Village Voice y yo todavía no lo había visto. Un día me llamó al trabajo desde su móvil y exclamó:

– ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! ¡Es perfecto! Tiene cuarto de baño con agua corriente, suelo de madera con solo un ligero alabeo, y llevo aquí cuatro minutos y no he visto ratones ni cucarachas. ¿Puedes venir a verlo?

– ¿Estás flipada? -susurré-. Ella está aquí, lo que significa que no voy a ninguna parte.

– Tienes que venir ahora mismo. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. He traído conmigo la carpeta.

– Lily, sé razonable. No podría abandonar la oficina ni para que me hicieran un trasplante de corazón sin que me despidieran. ¿Cómo esperas que vaya a ver un apartamento?

– Pues dentro de treinta segundos ya no estará disponible. Hay por lo menos veinticinco personas rellenando solicitudes. Tengo que hacerlo ya.

En el obsceno mundo inmobiliario de Manhattan los apartamentos semihabitables eran más escasos -y deseables- que los hombres hetero seminormales. Si a eso le añadía el calificativo de semiasequibles, eran más difíciles de conseguir que un isla privada en medio de la costa surafricana. Tanto daba que la mayoría alardeara de tener treinta metros cuadrados de polvo y madera podrida, paredes desconchadas y electrodomésticos prehistóricos. ¿Sin cucarachas? ¿Sin ratones? ¡Menudo chollo!

– Lily, hazlo, confío en ti. ¿Puedes describírmelo en un correo electrónico?

Quería colgar cuanto antes porque Miranda podía regresar del departamento artístico en cualquier momento. Si me pillaba atendiendo una llamada personal, estaba acabada.

– Tengo copias de tus nóminas, que, por cierto, dan pena… y los extractos de nuestras cuentas, nuestro historial de créditos y tu carta de empleo. El único problema es el aval. Tiene que ser un residente de este estado o uno colindante y ganar como mínimo cuarenta veces el coste del alquiler mensual. Te aseguro que mi abuela no gana cien mil dólares. ¿Podrían avalarnos tus padres?

– Caray, Lil, no tengo ni idea. No se lo he preguntado y no puedo llamarles ahora. Llámales tú.

– De acuerdo. Ganan lo suficiente, ¿verdad?

No estaba segura, pero ¿a quién más podíamos pedírselo?

– Llámalos -le ordené-. Diles lo de Miranda y que siento no poder telefonearles yo.

– De acuerdo. Pero primero me aseguraré de que podemos conseguir el apartamento. Te llamaré luego.

El teléfono volvió a sonar al cabo de veinte segundos y el identificador de llamadas me indicó que era Lily. Emily levantó la vista de esa forma tan suya. Descolgué el auricular pero me dirigí a ella.

– Es importante -susurré-. Mi mejor amiga está intentando alquilarme un apartamento por teléfono porque yo no puedo moverme de aquí…

Tres voces me atacaron al mismo tiempo. La de Emily era comedida y serena. «Andrea, por favor», había empezado a decir en el mismísimo instante en que Lily aullaba «¡Nos avalan, Andy, nos avalan! ¿Me oyes?». Sin embargo, aunque ambas me hablaban a mí, no podía oírlas. La única voz que alcancé a escuchar, alta y clara, fue la de Miranda.

– ¿Algún problema, An-dre-aaa?

Ostras, había dicho mi nombre. Estaba inclinada hacia mí, como si se dispusiera a pegarme. Colgué de inmediato, confiando en que Lily lo entendiera, y me preparé para el ataque.

– No, Miranda, ningún problema.

– Bien. Escucha, me apetece un helado y me gustaría comérmelo antes de que se haya derretido. Un helado de vainilla, no un yogur o un batido, nada de bajo en calorías o sin azúcar, con jarabe de chocolate y nata montada. No nata de bote, ¿entendido? Nata montada auténtica. Eso es todo.

Regresó al departamento artístico con paso firme y tuve la clara impresión de que había venido solo para vigilarme. Emily sonrió afectadamente. El teléfono sonó. Otra vez Lily. Maldita sea, ¿por qué no me enviaba un mensaje electrónico? Descolgué y apreté el auricular contra mi oreja, pero no dije nada.

– Sé que no puedes hablar, así que lo haré yo. Tus padres nos avalan, lo cual es genial. El apartamento tiene un dormitorio grande y, una vez que levantemos un tabique en la sala de estar, todavía quedará espacio para un sofá de dos plazas y una silla. El cuarto de baño no tiene bañera, pero la ducha no está mal. Nada de lavava-jillas, claro, ni aire acondicionado, pero podemos comprar aparatos portátiles. Lavandería en el sótano, portero media jornada, a una manzana de la línea 6. Y no te lo pierdas. ¡Tiene balcón!

Debí de silbar de forma audible porque el entusiasmo de Lily aumentó.

– ¡Lo sé! ¡Una locura! Da la impresión de que va a venirse abajo en cualquier momento, ¡pero está ahí! Cabemos las dos y tendremos un lugar donde fumar. ¡Es perfecto!

– ¿Cuánto? -susurré, decidida a no pronunciar ni una sola palabra más.

– Todo nuestro por un total de 2.280 dólares al mes. ¿Te puedes creer que tendremos un balcón por 1.140 dólares cada una? Este apartamento es el chollo del siglo. ¿Voy a por él?

Guardé silencio. Quería hablar, pero Miranda se acercaba poco a poco mientras reprendía a una coordinadora de eventos delante de todo el mundo. Estaba de un humor de perros y yo ya había tenido suficiente por un día. La chica a la que estaba denigrando tenía la cabeza gacha y las mejillas rojas de vergüenza, y recé para que, por su bien, no llorara.

– ¡Andy, esto es ridículo! ¡Limítate a decir sí o no! No solo he tenido que saltarme las clases de hoy, cuando tú no has podido ausentarte siquiera un rato del trabajo, sino que encima no puedes molestarte en decir sí o no. ¿Qué voy…?

La paciencia de Lily había llegado al límite, y yo lo entendía perfectamente, pero no tenía más remedio que colgarle. Gritaba tanto que su voz resonaba en toda la oficina, y Miranda se hallaba a menos de dos metros. Me sentía tan impotente que me dieron ganas de llevarme a la coordinadora al lavabo y llorar con ella. O tal vez si nos uniéramos, podríamos empujar a Miranda al lavabo y estrangularla con el pañuelo Hermés que rodeaba su enclenque cuello. ¿Sería capaz de tirar de él? Tal vez fuera más efectivo meterle el maldito pañuelo en la boca y ver cómo se ahogaba y…