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– Sí, Miranda.

Apreté el botón de espera y pedí ayuda a Emily, pese a saber que tenía más probabilidades de tragarme el auricular entero que de localizar a Karl Lagerfeld en menos tiempo del que tardaba Miranda en irritarse hasta colgar bruscamente y volver a llamar para preguntar: «¿Dónde demonios está? ¿Por qué no lo encuentras? ¿Sabes utilizar el teléfono?».

– Quiere hablar con Karl -dije a Emily.

Nada más oír el nombre se puso a rebuscar en los papeles de su escritorio como una loca.

– Bien, escucha, tenemos entre veinte y treinta segundos. Tú, Biarritz y el chófer; yo, París y la ayudante -indicó mientras sus dedos volaban sobre el teclado.

Hice doble che en la lista de contactos con más de mil nombres que Emily y yo compartíamos en nuestros discos duros y encontré exactamente cinco números que debía marcar: Biarritz 1, Biarritz 2, Biarritz Estudio, Biarritz Piscina y Biarritz Chófer. Un rápido vistazo al resto de la lista de Karl Lagerfeld me indicó que a Emily le tocaba un total de siete, y había otros números para Nueva York y Milán. Éramos chicas muertas antes de empezar.

Ya había probado Biarritz 1 y estaba marcando Biarritz 2 cuando advertí que la luz roja había dejado de parpadear. Emily me comunicó, por si no me había dado cuenta, que Miranda había colgado. No habían transcurrido más de diez o quince segundos. Ese día estaba especialmente impaciente. Cómo no, el teléfono volvió a sonar de inmediato y Emily, apiadándose de mi mirada suplicante, contestó. No había terminado de pronunciar su saludo mecánico cuando empezó a asentir gravemente con la cabeza y a tratar de tranquilizar a Miranda. Yo no había dejado de marcar en ese rato y me había puesto en contacto, milagrosamente, con Biarritz Piscina. Estaba conversando con una mujer que no hablaba ni una palabra de inglés. Quizá de ahí la obsesión por aprender francés.

– Sí, sí, Miranda. Andrea y yo estamos telefoneando. Solo tardaremos unos segundos más. Sí, lo entiendo. No, sé lo irritante que es. Si me permites que te ponga en espera diez segundos, estoy segura de que daremos con él. ¿De acuerdo?

Emily pulsó el botón de espera y siguió marcando números. La oí hablar en un francés entrecortado y de acento espantoso con alguien que, por lo visto, no conocía el nombre de Karl Lagerfeld. Eramos chicas muertas. Muertas. Me disponía a colgar a la francesa demente que me chillaba desde el otro lado de la línea cuando la luz roja volvió a apagarse. Emily seguía marcando números como una loca.

– ¡Se nos ha ido! -exclamé con el apremio de un equipo de urgencias practicando una reanimación cardiopulmonar.

– ¡Te toca contestar! -exclamó Emily a su vez, y justo en ese momento el teléfono sonó de nuevo.

Descolgué y no me molesté siquiera en hablar, pues sabía que la voz al otro lado lo haría por mí.

– ¡An-dre-aaa! ¡Emily! ¡Quienquiera que seas…! ¿Por qué estoy hablando contigo, no con el señor Lagerfeld? ¿Por qué?

Mi primer instinto fue guardar silencio, pues parecía que el bombardeo verbal no se detendría, pero, como siempre, me equivoqué.

– ¡Holaaa! ¿Hay alguien ahí? ¿Tan difícil les resulta a mis ayudantes conectar una llamada a otra? -Su voz rezumaba sarcasmo y descontento.

– No, Miranda, claro que no. Lo lamento… -La voz me temblaba ligeramente y no conseguía controlarla-. Es que no logramos dar con el señor Lagerfeld. Ya hemos probado ocho…

– No logramos dar con el señor Lagerfeld -me imitó con una voz de pito que no tenía nada que ver con la mía, una voz que ni siquiera era humana-. ¿Qué significa eso de que «no logramos dar con el señor Lagerfeld»?

¿Cuál de esas siete palabras no comprendía?, me pregunté. No. Logramos. Dar. Con. El. Señor. Lagerfeld. Para mí estaba bien claro; joder, que no damos con él. Por eso no estás hablando con él. Si tú logras localizarlo, podrás hablar con él. Miles de respuestas cruzaron mi mente como dardos, pero solo fui capaz de balbucear como una niña a quien el profesor acaba de señalar por hablar en clase.

– Mmm, verás, Miranda, hemos llamado a todos sus números, pero no está en ninguno de ellos -farfullé.

– ¡Claro que no! -Estaba casi gritando, ese precioso autodominio corría el riesgo de estallar. Respiró hondo y añadió con calma-: An-dre-aaa, ¿eres consciente de que los desfiles de esta semana son en París?

Tuve la sensación de estar en una clase de idiomas.

– Por supuesto, Miranda. Emily ha llamado a todos los números de…

– ¿Y eres consciente de que el señor Lagerfeld dijo que estaría localizable en su móvil durante su estancia en París? -Cada músculo de su garganta se esforzaba por permanecer sereno.

– La verdad es que no. En la agenda no aparece ningún número de móvil, de modo que ni siquiera sabíamos que el señor Lagerfeld tuviera uno. De todos modos Emily está hablando ahora mismo con su ayudante y estoy segura de que enseguida lo obtendrá.

Emily levantó el pulgar en señal de victoria antes de ponerse a escribir y exclamar una y otra vez «merci, gracias, digo mera».

– Miranda, ya tengo el número. ¿Quieres que te ponga con él?

Noté que el pecho se me hinchaba de orgullo. ¡Buen trabajo! Una actuación impecable bajo una presión extrema. Qué más daba que mi preciosa blusa campesina, elogiada por dos -no una, sino dos- ayudantes de moda, tuviera las axilas empapadas de sudor. Estaba a punto de quitarme de encima a esa lunática y la alegría me embargaba.

– ¿An-dre-aaa?

Sonó como una pregunta, pero yo estaba únicamente concentrada en intentar dilucidar si Miranda mezclaba los nombres siguiendo una pauta concreta. Al principio creía que lo hacía para humillarme, pero luego me dije que seguro que ya estaba satisfecha con el grado de humillación que soportábamos y solo lo hacía porque no podía molestarse en decir correctamente algo tan fútil como los nombres de sus ayudantes. Así me lo había confirmado Emily cuando me contó que Miranda la llamaba por su nombre la mitad de las veces y por el mío o el de Allison, la antigua ayudante, la otra mitad. Eso me hizo sentir mejor.

Otra vez me temblaba la voz. ¡Maldita sea! ¿Tan difícil era conservar un mínimo de dignidad con esa mujer?

– An-dre-aaa, no sé por qué tanto alboroto por encontrar el número de móvil del señor Lagerfeld cuando lo tengo aquí delante. Me lo dio hace cinco minutos, pero se cortó la comunicación y no consigo marcarlo correctamente. -Dijo esto último como si el mundo entero tuviera la culpa de tal incordio salvo ella.

– Ah, ¿tienes… tienes el número? ¿Y sabías desde el principio que él estaba en ese número?

Lo dije para que Emily me oyera, pero solo conseguí enfurecer aún más a Miranda.

– ¿Es que no hablo con claridad? Necesito que me comuniques inmediatamente con el 03.55.23.56.67.89, ¿o es demasiado complicado para ti?

Emily meneaba la cabeza con incredulidad al tiempo que arrugaba el papel donde había escrito el número que tanto habíamos luchado por conseguir.-No, no, Miranda; por supuesto que no lo es. Te conectaré enseguida. Espera un segundo.

Pulsé «conferencia», marqué los números, oí a un hombre gritar «Allô!» y pulse de nuevo el botón de «conferencia».

– Señor Lagerfeld, Miranda Priestly está al habla -declaré como una de esas operadoras manuales de los tiempos de La casa de la pradera.

En lugar de pulsar el altavoz para que Emily y yo pudiéramos escuchar la conversación, colgué. Permanecimos un rato calladas mientras yo me esforzaba por no ponerme a despotricar contra Miranda. Me enjugué el sudor de la frente e hice respiraciones largas y profundas. Emily habló primero.

– A ver si lo he entendido bien. ¿Miranda tenía el número desde el principio pero no sabía marcarlo?

– O no tenía ganas -añadí, siempre dispuesta a hacer piña contra Miranda, sobre todo teniendo en cuenta las pocas oportunidades que tenía de hacer eso con Emily.