– Lo hice.
– ¿Bromeas? ¿Por quince minutos?
– ¡Lo hice! ¿Qué otra opción tenía? Miranda estaba muy descontenta conmigo. Por lo menos así daba la impresión de que había hecho algo bien. Supuso otros dos mil dólares, no gran cosa, y Miranda estaba casi contenta cuando colgó. ¿Qué más puedo pedir?
Para entonces ambas estábamos desternillándonos. Sabía sin necesidad de que Emily me lo dijera -y ella sabía que yo lo sabía- que había comprado dos billetes en clase preferente en el vuelo Delta para que Miranda cerrara la boca, para poner fin a sus exigencias e insultos.
A esas alturas estaba a punto de ahogarme.
– Un momento. Cuando conseguiste un coche que la llevara al hotel Delano…
– … eran casi las tres de la noche y me había llamado al móvil exactamente veintidós veces desde las once. El conductor esperó mientras ellos se duchaban y cambiaban de ropa en la suite del ático y los devolvió al aeropuerto a tiempo de coger su vuelo de madrugada.
– ¡Basta, no sigas, te lo ruego! -exclamé, doblada de la risa-. No puede ser verdad.
Emily dejó de reír y fingió seriedad.
– ¿Ah, no? Pues si esto te ha gustado, espera a oír lo mejor.
– ¡Oh, habla, habla!
Estaba encantada de que Emily y yo hubiéramos encontrado, por una vez, algo de que reírnos juntas. Era agradable sentirse parte de un equipo, una mitad en la batalla contra el opresor. Entonces me di cuenta de lo diferente que habrían resultado los meses que llevaba trabajando en Runway si Emily y yo hubiéramos sido amigas, si nos hubiéramos cubierto y protegido, si hubiéramos confiado la una en la otra lo bastante para resistir ante Miranda como un frente unido.
– ¿Lo mejor? -Hizo una pausa para prolongar la diversión-. Miranda no llegó a enterarse, claro, pero el caso es que, aunque el vuelo de Delta despegó antes, tenía programado aterrizar ocho minutos más tarde que el vuelo de Continental.
– ¡Para! -aullé, entusiasmada con ese nuevo dato-. ¡Tienes que estar bromeando!
Cuando por fin colgamos, observé con asombro que habíamos hablado durante más de una hora, tal como habrían hecho dos buenas amigas. El lunes, claro está, habíamos recuperado nuestra hostilidad contenida, pero después de aquel fin de semana mis sentimientos hacia Emily fueron un poco más cálidos. Hasta ese día, naturalmente. No me caía tan bien como para querer oír el irritante asunto que se disponía a volcar sobre mí.
– En serio, tu voz suena horrible. ¿Estás enferma? -Me esforcé por dar a mis palabras un tono compasivo, pero la pregunta sonó agresiva y acusadora.
– Sí -respondió con voz áspera antes de ponerse a toser-. Muy enferma.
Cuando alguien decía que estaba muy enfermo, nunca lo creía; sin un diagnóstico oficial y en potencia mortal, uno siempre estaba lo bastante sano para trabajar en Ruwway. Así pues, cuando Emily dejó de toser y repitió que estaba muy enferma, en ningún momento consideré la posibilidad de que no fuera a trabajar el lunes. Después de todo, ella y Miranda debían viajar a París el 12 de octubre para los desfiles de primavera y solo faltaban cuatro días. Además, yo había superado dos infecciones de garganta, unos cuantos ataques de bronquitis, una espantosa intoxicación alimentaria y una tos crónica de fumadora sin pedir un solo día de baja en casi un año de trabajo.
Había colado una única visita al médico ante la necesidad desesperada de antibióticos para aliviar una de las infecciones de garganta (entré en su consulta y le ordené que me atendiera enseguida mientras Miranda y Emily pensaban que estaba buscando un coche nuevo para el señor Tomlinson), pero no había tiempo para la medicina preventiva. Aunque había disfrutado de una docena de citas para hacerme mechas en Marshall, algunos masajes gratuitos en balnearios que se sentían honrados de tener de invitada a la ayudante de Miranda e incontables manicuras y pedicuras, hacía un año que no visitaba al dentista o al ginecólogo.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -pregunté procurando mostrarme despreocupada, mientras me devanaba los sesos tratado de dilucidar por qué me había llamado para decirme que no se encontraba bien.
En mi opinión, el problema carecía de importancia, pues el lunes Emily iría a trabajar se encontrara como se encontrara.
Tosió con fuerza y oí un borboteo de flema en las profundidades de su garganta.
– Pues la verdad es que sí. ¡Dios, no puedo creer que esto me esté pasando a mí!
– ¿El qué? ¿Qué sucede?
– No puedo ir a Europa con Miranda. Tengo mononucleosis.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. No puedo ir a Europa. El doctor me ha llamado hoy para comunicarme los resultados de los análisis de sangre y no puedo salir de mi apartamento durante las próximas tres semanas.
¡Tres semanas! Debía de ser una broma. No tenía tiempo de compadecerme de ella, acababa de decirme que no iba a Europa cuando era justamente esa idea -la idea de que ella y Miranda estarían fuera de mi vida dos semanas enteras- lo que me había permitido sobrevivir los dos últimos meses.
– Em, Miranda te matará. ¡Tienes que ir! ¿Lo sabe ya?
Se produjo un silencio amenazador.
– Sí, lo sabe.
– ¿La has telefoneado?
– Sí. Bueno, en realidad pedí a mi médico que la llamara porque Miranda no creía que por tener mononucleosis se me pudiera considerar una enferma, así que él tuvo que decirle que podía infectarlos a ella y a todos los demás. El caso es que… -Su voz se apagó y comprendí que se avecinaba algo mucho peor.
– ¿Qué?
Mi instinto de conservación se había disparado.
– El caso es que… quiere que vayas con ella.
– Quiere que vaya con ella, ¿eh? Qué mona. ¿Qué dijo en realidad? No te amenazó con despedirte por estar enferma, ¿verdad?
– Andrea, hablo… -Una tos mucosa le quebró la voz y por un momento pensé que iba a palmarla en ese mismo instante-. Hablo en serio, totalmente en serio. Dijo que las ayudantes que le asignan en el extranjero son unas incompetentes y que hasta era preferible tenerte a ti que a ellas.
– Ah, bueno, si me lo pide así, encantada. No hay nada como un buen elogio para convencerme de que haga algo. En serio, no tenía por qué decir cosas tan halagadoras. ¡Hasta me he puesto colorada!
No sabía si concentrarme en el hecho de que Miranda quería que la acompañara a París o en que solo quería que fuera porque me consideraba ligeramente menos incompetente que los clones anoréxicos franceses de, en fin… mi persona.
– Andrea, calla de una vez -espetó Emily entre ataques de tos ahora enojosos-. Joder, eres la persona más afortunada del mundo. Yo llevo dos años, dos años, esperando este viaje y ahora no puedo ir. ¿No te parece irónico?
– ¡Por supuesto! Este viaje es tu única razón de existir y una pesadilla para mí; sin embargo, yo voy y tú no. Qué graciosa es la vida, ¿no crees? No puedo parar de reír -dije sin la menor alegría.
– A mí también me fastidia, pero no podemos hacer nada. Ya he llamado a Jeffy para que te prepare el vestuario. Necesitarás ropa para todos los desfiles y cenas a los que tendrás que asistir y, naturalmente, para la fiesta que ofrecerá Miranda en el hotel Costes. Allison te ayudará con el maquillaje. Habla con Stef, de complementos, para los bolsos, los zapatos y las joyas. Solo dispones de cuatro días, así que ponte las pilas mañana mismo, ¿entendido?
– Todavía no puedo creer que Miranda espere eso de mí.
– Pues créelo, porque te aseguro que no bromea. Como esta semana no podré ir a la oficina, también tendrás…
– ¿Qué? ¿No vendrás a la oficina?
Era cierto que yo no había pedido un solo día de baja ni me había ausentado una sola hora de la oficina estando Miranda presente, pero Emily tampoco. El único día que estuvo a punto de hacerlo -cuando murió su bisabuelo- consiguió llegar a Filadelfia, asistir al entierro y volver a su mesa sin perderse un solo minuto de trabajo. Así funcionaban las cosas y punto. Únicamente en caso de fallecimiento (de los familiares más inmediatos), mutilación (propia) y guerra nuclear (si el gobierno de Estados Unidos confirmaba que afectaba directamente a Manhattan) podía una ausentarse. La situación de Emily representaba un momento único en el régimen Priestly.