Estaba de vacaciones. Tenía un empleo en Assam, donde trabajaba como director adjunto en una plantación de té. Provenía de una familia de terratenientes de Bengala Oriental que perdió sus tierras al verse obligada a emigrar a Calcuta tras la incorporación de esa región al Paquistán.
Era un hombre menudo, pero bien proporcionado. De aspecto agradable. Usaba unas gafas pasadas de moda que le daban una apariencia seria y no dejaban traslucir en absoluto su forma de ser, sencilla y encantadora, ni su sentido del humor, juvenil pero cautivador. Tenía veinticinco años y ya llevaba seis trabajando en la plantación de té. No había ido a la universidad, lo cual explicaba su humor juvenil. Le propuso matrimonio a Ammu cinco días después de haberla conocido. Ammu no fingió estar enamorada de él. Simplemente, consideró las ventajas y aceptó. Pensó que cualquier cosa, cualquier persona, sería mejor que regresar a Ayemenem. Escribió a sus padres para comunicarles su decisión. No le contestaron.
La ceremonia matrimonial de Ammu fue muy recargada, como es habitual en Calcuta. Más tarde, al recordar aquel día, se dio cuenta de que el brillo ligeramente febril de los ojos del novio no era fruto del amor, ni siquiera del nerviosismo ante la perspectiva del gozo carnal, sino de ocho vasos de whisky, por lo menos. Bebidos de golpe. Puro, sin rebajar.
El suegro de Ammu era presidente de la Compañía de Ferrocarriles y había destacado como boxeador cuando estaba en Cambridge. Era secretario de la ABBA, la Asociación Bengalí de Boxeo Amateur. Regaló a la joven pareja un Fiat pintado de rosa pastel por encargo, que condujo él mismo después de la boda tras cargar en él las joyas y la mayor parte de los regalos que les habían hecho. Murió en la mesa de operaciones, antes de que nacieran los gemelos, cuando le estaban extirpando la vesícula. A su incineración asistieron todos los boxeadores de Bengala. Un cortejo fúnebre de caras largas y narices rotas.
Cuando se trasladó a Assam con su marido, Ammu, que era joven, hermosa y pizpireta, se convirtió en la estrella del Club de los Plantadores. Llevaba blusas de sari con la espalda al aire y un bolso pequeño de lame con una cadenita. Fumaba cigarrillos largos con una boquilla plateada y aprendió a hacer anillos de humo perfectos. Su marido resultó ser, más que un gran bebedor, un alcohólico en toda regla, con todo el retorcimiento y el trágico encanto del borrachín sempiterno. Había en él cosas que Ammu nunca comprendió. Mucho tiempo después de abandonarlo, seguía preguntándose por qué mentía de forma tan descarada cuando no necesitaba hacerlo. Sobre todo, cuando no necesitaba hacerlo. Conversando con unos amigos decía lo mucho que le gustaba el salmón ahumado, cuando Ammu sabía que lo odiaba. O, al volver a casa del club, le contaba que había visto la película Cita en St. Louis, cuando en realidad habían puesto The Bronze Buckaroo. Si se lo hacía notar, nunca le daba una explicación ni se disculpaba. Simplemente, soltaba una risilla que la exasperaba hasta un punto del que ni ella misma se creía capaz.
Ammu estaba embarazada de ocho meses cuando estalló la guerra con China. Fue en octubre de 1962. Las mujeres y los niños de los plantadores fueron evacuados de Assam. Ammu no pudo viajar porque su embarazo estaba demasiado avanzado, así que se quedó en la plantación. En noviembre, tras el traqueteo de un viaje espeluznante en autobús hasta Shillong, en medio de los rumores de una ocupación china y de una derrota inminente de la India, nacieron Estha y Rahel. A la luz de las velas. En un hospital con las ventanas tapadas para no atraer a los aviones enemigos. Nacieron sin demasiadas complicaciones, el uno dieciocho minutos después que el otro. Dos pequeñines en lugar de uno solo grande. Dos foquitas gemelas, lustrosas de jugos maternos. Arrugadas por el esfuerzo de nacer. Ammu comprobó que no tenían ninguna deformidad antes de cerrar los ojos y quedarse dormida.
Contó cuatro ojos, cuatro orejas, dos bocas, dos narices, veinte dedos en las manos y veinte uñitas perfectas en los pies.
No se dio cuenta de que había una única alma siamesa. Estaba contenta de tenerlos. Su padre, tumbado sobre un duro banco en el corredor del hospital, estaba borracho.
Cuando los gemelos tenían dos años, el alcoholismo crónico de su padre, agravado por la soledad de la vida en la plantación de té, lo tenía sumido en un sopor etílico. Pasaba días enteros tumbado en la cama sin ir a trabajar. Poco tiempo después, el administrador inglés, el señor Hollick, lo convocó a su casa para «hablar seriamente».
Ammu se sentó en la galería de su casa a esperar ansiosa el regreso de su marido. Estaba convencida de que la única razón por la que Hollick quería verlo era para despedirlo. Se sorprendió cuando regresó, pues, aunque estaba abatido, no parecía un hombre acabado. Le dijo que el señor Hollick le había propuesto algo que tenía que discutir con ella. Al principio, habló con timidez, evitando mirarla a los ojos, pero fue recuperando la confianza en sí mismo a medida que avanzaba en su exposición. Desde un punto de vista práctico, era una propuesta que a la larga los beneficiaría a ambos, dijo. De hecho, a todos, si tenían en cuenta la educación de los niños.
El señor Hollick había sido franco con su joven ayudante. Le informó sobre las quejas que había recibido tanto por parte de los trabajadores como de los otros directores adjuntos.
– Me temo que no me queda otra opción que pedirle la dimisión -dijo.
Esperó a que el silencio hiciera efecto. Esperó a que el lastimoso hombre sentado al otro lado de la mesa comenzara a temblar. A sollozar. Entonces Hollick volvió a hablar.
– Bueno, quizá podría haber otra opción… quizá podríamos arreglar las cosas. Hay que ser positivo, es lo que yo siempre digo. Hay que saber jugar las bazas que uno tiene. -Hollick hizo una pausa y ordenó que trajeran una jarra con café solo-. Ya sabes que eres un hombre muy afortunado, tienes una familia fantástica, unos hijos preciosos, una mujer atractiva… -Encendió un cigarrillo y observó cómo ardía la cerilla hasta que ya no pudo seguir sosteniéndola-. Una mujer sumamente atractiva…
Los sollozos cesaron. Unos ojos castaños, perplejos, se clavaron en los ojos verde pálido llenos de venillas rojas. Después del café, el señor Hollick le propuso a Baba que se marchase una temporada. De vacaciones. A una clínica, quizá, para someterse a tratamiento. Todo el tiempo que fuese necesario para restablecerse. Y sugirió que, durante el periodo que estuviese fuera, Ammu se fuese a vivir a su casa, para así poder «cuidarla».
En la plantación ya había buen número de niños harapientos, de piel clara, hijos de recolectoras de té de las que Hollick se había encaprichado. Aquélla era su primera incursión en los círculos directivos.
Ammu observó cómo se movía la boca de su marido mientras iba formando las palabras. No dijo nada. Él se sintió cada vez más incómodo y furioso por su silencio. De pronto, arremetió contra ella, la agarró por el pelo, le dio un puñetazo y se desmayó a causa del esfuerzo. Ammu cogió el libro más pesado que encontró en la estantería -El Atlas Mundial del Reader's Digest- y lo golpeó con él con todas sus fuerzas. En la cabeza. En las piernas. En la espalda y los hombros. Cuando recobró la conciencia, se quedó asombrado de tener tantas moraduras. Aunque se disculpó humildemente por su agresión, inmediatamente empezó a mortificarla para que le ayudara a conseguir el traslado. Aquello se convirtió en una rutina. Agresiones durante las borracheras y súplicas tras ellas. A Ammu le repugnaban el olor medicinal a alcohol rancio que desprendía la piel de su marido y los restos de vómito endurecido y seco incrustados en su boca, como un pastel, todas las mañanas. Cuando sus ataques de violencia comenzaron a incluir a los niños y estalló la guerra con el Paquistán, abandonó a su marido y regresó a casa de sus padres, donde no fue bien recibida. Volvió a Ayemenem, a todo aquello de lo que había huido hacía apenas unos años. Sólo que ahora tenía dos hijos pequeños. Y se habían acabado los sueños para ella.